Alera (55 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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—He sentido el dolor de cada uno de mis compatriotas —respondí; la rabia que sentía escondía mi temor.

—Entonces vuestro sufrimiento debe haber sudo intolerable —repuso él con una sonrisa burlona—. La muerte será un gran alivio.

Percibí la alarma de Narian segundos antes de que un fuego infernal me envolviera, me abrasara, me fulminara. Pero la sentía debajo de la piel, y no podía tocarlo ni apagarlo. La visión se me nublo y lo único que sentía era el fuego, el fuego… Gritar era fútil, pero inevitable, y a pesar de ello parecían gritos ahogados, lejanos, como si pertenecieran a otra persona. De alguna manera me pareció que la tierra se había abierto y que me había precipitado al Infierno.

Entonces, ese dolor intenso cesó y me quede débil, y temblorosa. Estaba tumbada sobre el frío suelo; Cannan estaba a mi lado, arrodillado, y me di cuenta de que había intentado protegerme y que solo había conseguido sufrir lo mismo que yo.

Me senté con grandes dificultades y me esforcé con aclararme la vista y ver a mi adversario para averiguar por qué no me había matado, o si lo oba hacer y me estaba permitiendo un breve descanso antes de la ejecución. Pero no fue el Gran Señor quien atrajo mi atención, sino Narian, pues se había interpuesto entre su señor y yo para bloquear el ataque.

El Gran Señor bajó la mano, porque no tenía intención de matar al joven que protegía. Narian continuaba de pie, pues era más fuerte que nosotros y los breves momento de tortura que había sufrido no habían sido suficientes para hacerlo caer al sufrido no habían sido suficientes para hacerlo al suelo. Enderezo la espalda, retando a su señor, y vi que este lo miraba con incredulidad y con ira.

—Aparta —le ordeno.

Narian negó con la cabeza y apretó los puños. Enojado, el Gran Señor se adelanto, levanto del suelo a si comandante y lo lanzo a un lado con un gruñido terrorífico. Narian cayó al suelo, y Cannan, al ver nuestro enemigo se disponía a reanudar su tortura, se colocó delante de mí para protegerme.

Sin embargo, no fui yo quien grito, sino el Gran Señor.

Narian, utilizo el poder que le habían enseñado, había hecho que el hechizo de su señor se volviera contra si mismo. Pero no duro mucho pues el Gran Señor desvió la magia con la misma facilidad con que había apartado a mi protector, y el grito que emitió fue más de sorpresa que de dolor. A pesar de ello, el joven que había prometido que nunca me haría daño había cumplido su palabra, pues el rostro amenazador de su señor ya no se dirigía hacia mí.

Narian lo había enfurecido, eso estaba claro, y ya no utilizaba magia, si no la fuerza bruta. Alcanzo hacia él, lo agarro por la perchará de la camisa y lo levanto del suelo. Entonces le dio un terrible golpe en la cara y Narian volvió a caer. No pude reprimir un chillido de terror.

—Ya no te necesito, Narian —gruño el Gran Señor—. Éste es motivo suficiente para matarte. Si vuelves a interferir lo haré.

Vi que Narian tenía la mejilla llena de sangre a causa de la herida que le había abierto el anillo de su señor, y pensé que se le debía de haber quitado a London.

—¡Entonces será mejor que acabéis de una vez, porque no voy a permitir que la ataquéis!

El Gran Señor, sin decir ni una palabra, desenfundo la espada.

—¡Trimion!

El tomo de la Alta Sacerdotisa era incredulidad y furia. Su hermano volvió la cabeza hacia ella y Narian aprovecho el momento para quitarle de una patada la espada, que cayó entre los matorrales. El joven se puso en pie inmediatamente.

—No necesito ninguna espada para acabar contigo, chaval —se burlo el Gran Señor, apretando el puño.

Entonces soltó un terrible grito y dirigió su magia invisible contra su díscolo pupilo. Éste soltó a un lado y rodo por el suelo para no caer victima de los poderes de su señor.

—Sin espada —dijo Narian, que se apoyaba en una rodilla para poder moverse deprisa si hacía falta—, necesitáis mantener a distancia con vuestra magia.

El Gran señor, con los labios apretados y los ojos entrecerrados, se acerco a él para demostrar que no era un cobarde. Narian volvió a ponerse en pie y desenvaino la espada, observando a su contrincante y evaluando los pros y los contras de la pelea que se le avecinaba. Para mi sorpresa, en lugar de utilizar la espada para atacar, la clavo en el suelo delante de él, como si abandonara el arma consideración a que su señor no blandía ninguna. El Gran Señor, son una sonrisa burla por la ventaja a que renunciaba su comandante, así lo entendió, pues el joven lo pillo desprevenido: Narian, agarrándose a la empuñadora de la espada, saltó, le dio una fuerte patada en el pecho con los dos pies.

Aterrizó con agilidad y arranco la espada del suelo, pero el Gran Señor ya se había recuperado del golpe y se estaba poniendo de rodillas. Entonces Narian descargo la espada contra él. Su movimiento fue decidido y su expresión era de absoluta concentración, y me di cuenta de que tenía miedo de lo que podía pasar si perdía la ventaja de que en esos momentos disfrutaba. El Gran Señor paró el golpe con la muñequera de hierro que llevaba en el antebrazo izquierdo y desvió la espalda mientras le daba un puñetazo a Narian que lo tumbó en el suelo, bocabajo.

El Gran Señor que ya se había levantado, puesto un pie sobre la espalda de Narian para impedir que se incorporara.

—Ahora vamos a ver si eres capaz de desafiarme con la espalda partida, chico —anuncio, burlón, disfrutando al ver que el joven se esforzaba por soltarse.

Yo me había cubierto la mano con la boca para no chillar y miraba con el corazón acelerado. « Oh, Dios, no, no. Levantare, Narian, levantarte de alguna forma, por favor… » El Gran Señor separo ligeramente el pie, disponiéndose a descargar un golpe hacia abajo, y eso fue lo único que Narian necesitó: expendio el brazo derecho y dirigió contra su señor la magia que la leyenda de la luna sangrante le atribuía. Su contrincante se tambaleo hacia atrás y Narian se puso de pie, escupiendo sangra y sin prestar atención a la que le salía por la nariz.

A pesar de que Narian había reservado su poder como último recurso el Gran señor estaba furioso. Después de haber provocado a su señor llamándolo cobarde, se había comportado como un hipócrita y había utilizado la magia. Al ver la sonrisa que el Gran señor le dirigía me di cuenta de que Narian se encontraba en un apuro todavía mayor en ese momento. Narian también lo sabía, pues había evitado utilizar la magia todo lo que había podido.

El Gran señor alargo el brazo. Narian volvió apartarse y consiguió, de alguna forma, esquivar esa corriente invisible. Volvía a estar muy cerca de él, así que le di una patada en las piernas y le hizo perder pie. Luego desenvaino la daga que llevaba en el antebrazo y se lanzo contra él para apuñalarlo donde pudiera. Pero el Gran señor, muy rápido teniendo en cuenta su corpulencia, le cogió la mano. Se oyó un grito y un crujido; le había roto la muñeca.

Narian rodo por el suelo, pero volvió a ponerse en pie mientras sujetaba la muñeca. Me pregunto cuánto tiempo más podría dura esa pelea, cuantos golpes más podría aguantar un hombre. Entonces, mientras el Gran señor se acercaba de nuevo a su adversario, la Alta Sacerdotisa llamo a su hermano por segunda vez.

—Trimion, déjalo. Ya no puede luchar contra ti. Se ha terminado.

—¡No! —Respondió el Gran Señor que se dio la vuelta hacia su hermana con actitud enfurecida, y por un momento pensé que le haría daño—. Habrá terminado cuando este muerto. —Entonces volvió a dirigir su terrible mirada a Narian—. Me ha desafiado por última vez; lo que ha hacho repetidamente, pero ya no volverá a hacer. Su sangre hytanicana correrá por el suelo, y él se dará cuenta de lo poco que le ha servido.

Ver a Narian en esa situación era una tortura para mí, pero yo, que me encontraba en la retaguardia, todavía estaba más indefensa que él. De alguna manera sabia que, aunque tenía a mi lado a un hombre tan poderoso como el capitán, intervenir no serviría de nada. El joven, a pesar del agotamiento y el dolor, se negaba a rendirse. El Gran Señor se acechaba peligrosamente a él, y Narian se agacho y se lanzo contra él hasta hacerle perder el equilibrio y tumbarle al suelo. Entonces se alejo tan deprisa como le fue posible, pero el Gran Señor fue más rápido; se puso en pie inmediatamente y alargo su brazo hacia su presa. Esta vez Narian se encontró aprisionado, incapaz de escapar de la magia. Lo había atrapado, y no lo soltó ni siquiera cuando su presa cayó al suelo chillando y revolcándose. Yo había sufrido ese mismo ataque durante unos pocos momentos y había querido morir; no podía desearle la muerte a Narian, pero tampoco podía verlo sufrir, así que estaba dispuesta a suplicar si tenía que hacerlo. Pero Cannan me sujetaba, aunque ya había dejado de intentar dejado de intentar alejarme de allí, también el absorto en la batalla que se desarrollaba ante nuestros ojos. Cuando Narian hubiera muerto, nos sentiríamos como unos idiotas por haber desaprovechado la oportunidad de huir; pero resultaba imposible hacerlo en esos momentos.

El Gran Señor se acerco a su presa, con el brazo todavía alargaba hacia él, y se detuvo justo al lado. Sonrió al ver que el joven se retorcía de agonía a sus pies. Yo sollozaba, casi sin darme cuenta, y cuando ya iba a suplicar piedad, Cannan me tapo la boca con la mano impidió que llevaba a cabo un acto tan ir reflexible como inútil.

Finalmente, el Gran Señor bajo el brazo y Narian se hizo un ovillo en el suelo.

—No deberías haberme desafiado, chico —dijo con desdén mientras empujaba al joven con el pie para que se volviera boca arriba.

Agarro a Narian del cabello y lo levanto del suelo mientras desenvainaba una daga. Luego dirigió sus ojos hacia mí, que todavía me encontraba entre los brazos de Cannan, y se dirigió por última vez a Narian:

—Por desgracia, tu muerte te impedirá presenciar la que sufrirá ella.

Estaba convencida de que le clavaria la daga en el cuello, y no podía apartar la vista. Pero, de repente, fue el Gran Señor quien se quedo inmóvil. Algo había sucedido, algo le estaba haciendo dudar, pero los contrincantes estaban demasiado cerca el uno del otro para saber que era. Entonces soltó el cabello de Narian y cayó de rodillas al suelo mientras agarraba la empuñadura de la daga que su adversario le acababa de clavar en el vientre; el Gran Señor se había equivocado definitivamente.

Narian cayó al suelo y se alejo arrastrándose, en un intento de poner distancia entre él y su señor. Consiguió avanzar unos metros y se desmayo. El Gran Señor permaneció donde estaba y se arranco el cuchillo del vientre con un gruñido de dolor; la sangre la manchó las ropas y las manos.

—Hermana —grito, luchado contra la debilidad que lo empezaba a vencer—, sáname.

Nantilam camino hacia el con un paso firme y decidido y le quito la daga sangrienta que le había causado la herida. Le puso una mano en el hombro y el cerro los ojos, esforzándose por sobreponerse al desfallecimiento que le provocaba la herida y confiando en que ella lo curaría. No la vio ponerse a su espalda ni sospecho lo que iba a hacer.

—Llorare por ti, hermano —dijo ella en voz baja, pero el tono de su voz no era de arrepentimiento.

Nantilam, con un gesto fluido, le corto la garganta. El Gran Señor abrió los ojos de un modo exagerado y se llevo ambas manos al cuello; la sangre fluyo por entre sus dedos. Intento hablar, pero lo único que consiguió fue emitir un sonido gutural. Se ahogaba. Despacio, cayó al suelo y quedo tumbado de espaldas. Sufrió unas cuantas convulsiones antes de quedar inconsciente.la sangre continuo manándole de las heridas y manchado el suelo a su alrededor hasta que su cuerpo yacía sin vida.

XXX

QUIEN HA SIDO REY

Cannan y yo miramos a la Alta Sacerdotisa. Estábamos demasiado conmocionados para reaccionar. Ella estaba de pie en el centro del claro, con los ojos cerrados y la daga todavía en la mano, y respiraba con agitación. Halias, que se encontraba a nuestras espaldas, detrás de los árboles, con London al lado, mostraba la misma conmoción que nosotros. Había matado a su propio hermano. Intenté imaginar que yo le arrebataba la vida a Miranna, pero me resultó imposible; ya había comprobado que era incapaz de sacrificar a mi hermana, ni siquiera para conservar mi reino. Pero, paradójicamente, ese acto brutal demostraba que Nantilam era una dirigente mejor y más benevolente que el Gran Señor. Éste había cumplido su propósito con ferocidad, y había perdido el control. Ella lo había visto tal y como era y había comprendido que sólo era capaz de sentir odio y de sembrar destrucción, así que había acabado con su vida, pues sabía que no hacía falta continuar haciendo el mal. La agresión del Gran Señor contra la vida de Narian la había convencido de ello: ella había intentado detenerle, pero él se había negado a reconocer su autoridad.

—Narian —exclamé, luchando contra el abrazo de Cannan—. ¡Narian!

Mi grito hizo que el capitán me soltara, y crucé el claro trastabillando hasta llegar al lado del joven que acababa de salvarme la vida. Cuando llegué, la Alta Sacerdotisa ya se había arrodillado ante él. Narian estaba tumbado de costado, inmóvil, y el recio pelo rubio le cubría la cara. Parecía tan muerto como su señor. Nantilam le cogió la cabeza, intentando despertarlo, pero no lo consiguió. Al final, ella cerró los ojos y se quedó completamente inmóvil, concentrada, y yo supe qué intentaba hacer. Los minutos pasaban, pero él continuaba sin reaccionar. Al final, Nantilam lo soltó y me miró con una expresión decidida en sus brillantes ojos verdes.

—Debemos llevarlo de vuelta a la ciudad, igual que a London, si queremos que sobrevivan. La vida de ambos pende de un hilo, y hará falta mucho tiempo y energía para sanarlos. —Mientras yo reflexionaba al respecto, añadió—: Mantendré el pacto que mi hermano acordó, mejor de lo que hubiera hecho él, y os dejaré marchar, con London, cuando llegue el momento. Pero morirá si no venís conmigo.

Miré al capitán con expresión suplicante.

—Cannan, ayudadnos.

Él se adelantó y miró a la Alta Sacerdotisa con una expresión inescrutable. Pero me di cuenta de que no había rastro de confianza.

—No hay tiempo que perder —dijo Nantilam, mirando a Cannan a los ojos—. Los hombres de mi hermano recibirán órdenes si no regresamos a tiempo de impedirlo. Tened por seguro que vuestra gente está todavía en peligro.

A pesar de esas palabras, el capitán no mostraba credulidad, sino que continuaba reflexionando sobre las opciones que teníamos.

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