Authors: Cayla Kluver
—¿Me habéis comprendido, capitán? —preguntó Nantilam en tono impaciente, como si Cannan fuera un jefe militar de su ejército y no del nuestro.
—Alera, podemos marcharnos ahora e intentar ayudar a London a nuestra manera —dijo Cannan, ignorando a la Alta Sacerdotisa—. Si regresamos a la cuidad con ella, quizá no nos permita marcharos otra vez.
—Estaréis a salvo mientras permanezcáis conmigo —respondió la Alta Sacerdotisa. Luego le tocó la frente a Narian—. Este chico debe vivir, y también salvaré a London. Ayudadme, y os doy mi palabra de que os dejaré marchar en paz.
Aunque Cannan no dijo nada, se volvió hacia Halias y le hizo una señal para que trajera a London. Luego se encaminó a los árboles para traer los caballos. Me di cuenta de lo difícil que eso era para el capitán, pues no estaba en su carácter confiar en ningún cokyriano; el enemigo nos había engañado demasiadas veces durante esta guerra que había durado cien años, y yo no lo culpaba por su falta de confianza en la dirigente cokyriana. A mí me resultaba mucho más fácil confiar en ella, pues me había mostrado la manera de liberar a nuestra gente y había terminado con la tiranía del Gran Señor.
Al cabo de unos momentos, Cannan regresó con las monturas. Habló un momento con Halias para darle unas órdenes. Entonces él y el segundo oficial subieron a Narian al caballo que la Alta Sacerdotisa había montado, colocándolo delante de ella. Cannan y yo también subimos a nuestras monturas y Halias ayudó a colocar a London delante del capitán. Halias no vendría con nosotros, sino que regresaría a la cueva para informar a los demás de lo que había sucedido.
Cabalgamos a la ciudad y tan pronto como salimos del bosque nos encontramos con las tropas cokyrianas. Ver a los soldados enemigos vestidos de negro a mi alrededor me resultó terrorífico, y deseé no haberme equivocado al confiar en la Alta Sacerdotisa. Ella les dio órdenes y los soldados se colocaron a ambos lados y detrás para escoltarnos, y continuamos galopando hacia los derruidos muros de piedra que hasta entonces habían protegido a mi gente. Recorrimos la avenida adoquinada, y me dolió el corazón al ver tanta destrucción por todas partes. Estaba aterrorizada ante la perspectiva de ver qué había pasado con el palacio. Cuando finalmente apareció ante nuestra vista, parecía una triste imitación de lo que había sido. Al igual que los muros de la ciudad, los del patio estaba derruidos y los soldados cokyrianos habían destruido sus hermosos parterres.
Fuimos directamente a las puertas de palacio por entre los setos de lilas, que estaban destrozados. El blanco camino que nunca había sido pisado por un caballo estaba ahora manchado de sangre y suciedad, y los cascos de nuestros caballos ya no causarían un daño mayor. Al acercarnos, los soldados que había en el patio reconocieron a la Alta Sacerdotisa y, abandonando lo que estaban haciendo, le dedicaron una reverencia, intimidados ante su regreso. En cuanto nos vieron y notaron la ausencia del Gran Señor, intercambiaron unas miradas de desconfianza.
El mismo palacio tenía las huellas de las celebraciones de los cokyrianos; los tablones con que habíamos asegurado las ventanas habían sido arrancados sin contemplaciones y muchos cristales estaban rotos; el vestíbulo principal y el primer piso parecían haber sufrido un saqueo, pero en parte se debía también a la presencia de nuestras gentes durante el asedio; los tapices habían sido arrancados de las paredes, los muebles, rotos, estaban esparcidos por todas partes, y las paredes estaban manchadas de sangre. Gran parte de esos destrozos se habían hecho simplemente como demostración de dominio y poder. Cerré los ojos, pues no quería pensar en el estado en que encontraría algunas de las habitaciones, en especial el salón del Trono.
Conduje a los hombre que transportaban a Narian y a London hasta el tercer piso, pues sabía que era probable que esa zona hubiera resultado menos dañada. La Alta Sacerdotisa y el capitán nos siguieron. Me esforzaba por mantener las emociones bajo control, pues esos muros albergaban los fantasmas de todos los que habían muerto. No podía imaginar qué estaba sintiendo Cannan al encontrarse allí, en el corazón del territorio enemigo, donde tantos oficiales habían perdido la vida inútilmente, incluido su hermano.
Nantilam ordenó que dejaran a los heridos en distintas habitaciones y, luego, despidió a los soldados. Primero entró en la habitación de Narian, y yo la seguí, pues sabía que iba a intentar curarlo. Cannan no opuso ninguna objeción, pues parecía que había decidido que yo me encontraba a salvo aunque estuviera con ella. Pero no entró con nosotras, sino que prefirió quedarse con su amigo herido.
—Tengo que repartir mi poder entre él y London —me dijo Nantilam mientras colocaba una silla al lado de la cama de Narian. Luego le colocó dos dedos en la garganta, buscándole el pulso—. Todavía sigue vivo.
No sabía qué relación había entre ella y Narian, pero era evidente que sentía afecto por él. Sin decir nada más, le puso las manos, una encima de la otra, sobre el pecho y continuó con lo que había empezado en el claro. Al cabo de quince minutos se apartó de su lado, a pesar de que Narian no mostraba ninguna mejora, pues necesitaba parte de su energía para ayudar a London.
Ella y yo nos dirigimos por el pasillo hasta la habitación en la que Cannan vigilaba a su segundo oficial, inerte. Nantilam, al igual que había hecho en la habitación de Narian, puso una silla al lado de la cama del herido y luego le colocó las manos encima. Cannan no dijo nada, pero permaneció cerca. Su actitud me recordaba la que había adoptado cuando Steldor había estado a punto de sucumbir a su horrible herida, y era una clara demostración del enorme respeto que sentía por el guardia de élite que lo había arriesgado todo por defender el reino y a las personas a quienes amaba.
Me instalé en una de las habitaciones del tercer piso, pero Cannan prefirió extender unas mantas en el suelo de la habitación de London. Después de haber soportado tantas horas y tantos días de tortura a manos del Gran Señor, London luchaba por su vida más que Narian, pero su curación era incierta. A pesar que la Alta Sacerdotisa aseguraba que podíamos estar tranquilos, no nos aventurábamos a salir a otras zonas de palacio, pues no había motivo para ponernos en peligro entre el enemigo.
La Alta Sacerdotisa colocó a unos guardias ante las puertas de las habitaciones de los dos hombres a quienes estaba sanando, y encargó a los sirvientes que atendieran a sus necesidades. También ordenó a algunos de su guardia que transportaran el cuerpo de su hermano a Cokyria, sin ofrecer ninguna explicación a sus tropas sobre la causa de su muerte. Dudaba que la verdad fuera contada nunca, y que él fuera considerado el hombre que había conquistado Hytanica. Ni Cannan ni yo sabíamos qué nos podía deparar el futuro ahora que Nantilam era la única dirigente de Cokyria, pero no teníamos más opción que confiar en ella. Habíamos puesto nuestra vida en sus manos en el momento en que decidimos acompañar a London.
Durante los días siguientes, Nantilam y yo fuimos de una habitación a otra atendiendo a esos hombres por quienes ambas sentíamos afecto. Los sirvientes los habían bañado y los habían vestido con ropa limpia, y después los habían cubierto con sábanas de lino. A veces, mientras descansaban, tenían una expresión angelical; otras veces se retorcían en una agonía de dolor. London, en concreto, sufría enormemente, y yo no dejaba de recordar lo que mi madre me había contado acerca de lo enfermo que había estado dieciocho años atrás, después de haber sufrido una tortura similar. Como siempre, su voluntad de vivir era impresionante, pero tenía miedo de que esta vez su fuerza de voluntad no fuera suficiente. Me resultaba desgarrador ver a esos dos hombres a quienes tanto quería sufriendo ese tormento. Deseaba volver a ver el brillo de burla en esos ojos índigo que tan bien conocía, así como la calidez en esos ojos azules que habían atrapado mi corazón.
Narian fue el primero en reaccionar. El dolor había disminuido y empezaba a dormir mejor. London, por el contrario, no mostraba ningún signo de recobrar la conciencia. Era como si estuviera atrapado debajo del hielo, como si su corazón latiera en vano contra una superficie irrompible. Cannan estaba cada vez más irritable, preocupado por los que se habían quedado en la cueva, así como por la gente de Hytanica que había sido evacuada hacía casi una semana. Deseaba partir, temeroso de que el enemigo dejara de mostrarse hospitalario, pero no quería irse sin mí, ni tampoco quería hacerlo sin London. La Alta Sacerdotisa conocía sus pensamientos, pero fue conmigo con quien habló. Yo me encontraba en la habitación de Narian con ella cuando me ofreció una propuesta.
—Reina de Hytanica —me dijo, inesperadamente, mientras apartaba las manos del pecho de Narian y le volvía a poner el brazo encima de la cama—. He estado pensando detenidamente en cómo gobernar este reino, y quiero proponeros un acuerdo. Ahora Hytanica es territorio cokyriano; la venganza que ansiábamos en memoria de mi madre se ha cumplido, y ya tenemos lo que hacía tanto tiempo que deseábamos: el acceso a las riquezas de vuestra tierra. Pero no puedo vigilar esta provincia desde el otro lado de las montañas.
Yo esperaba, con el corazón acelerado, a que se explicara.
—Estoy dispuesta a permitir que vuestra gente regrese aquí, a su tierra, sin el peligro de convertirse en esclavos. Perseguir a vuestra gente era una ambición de mi hermano, no mía. Mi interés siempre ha residido en vuestra tierra, no en vuestros ciudadanos. Las opciones que veo son las siguientes: puedo delegar a una dirigente cokyriana aquí para que gobierne y supervise la parte anual de vuestra producción que irá a nuestra gente, o puedo ofrecerle a vuestra gente una dirigente a quien conozcan y en quien confíen.
Me miró fijamente, y yo comprendí lo que quería decir.
—¿Yo? —pregunté, casi atragantándome.
Ella asintió con la cabeza.
—A partir del momento en que vuestros ciudadanos regresen a esta tierra será inevitable que alguien piense en la rebelión. Pero estarán dispuestos a seguiros. Por supuesto, Cokyria mantendrá su presencia en Hytanica, pero creo que si la líder de esta provincia es uno de los suyos, se mostrarán más dispuestos a aceptar el cambio.
—No me seguirán —insistí, pues no quería verme en esa posición—. El rey es Steldor.
—Steldor no es el rey —me informó en tono frío y sin dejar lugar a la duda—. Pienso dejar este lugar con una mujer al mando. Si vos rehusáis, pondré a una de mis comandantes al mando, alguien que pueda sofocar con facilidad cualquier revolución y dirigir Hytanica con mano firme. Sólo se trata de que decidáis de qué manera queréis que vuestra gente se enfrente a estas circunstancias.
Aunque era perfectamente consciente de que mi reino ya era suyo, la propuesta que me hacía me resultaba nueva y sorprendente, inimaginable. En Hytanica no se aceptaría fácilmente que fuera una mujer quien estuviera en una posición de autoridad, pero Cokyria no permitiría que Hytanica tuviera a su rey como dirigente ni a ningún hombre.
—¿No podría ser otra persona? —pregunté, insegura de estar preparada para asumir esa tarea.
—Yo no hago las propuestas a la ligera. Es a vos a quien he puesto a prueba. Soy vos quien habéis demostrado estar a la altura de la tarea. Por eso os he elegido como dirigente. O vos o una delegada cokyriana.
—Necesito... tiempo para pensar —tartamudeé.
Sin embargo, ya sabía cuál sería mi respuesta. Tenía que hacer lo mejor para mi gente, por mucho que eso me asustara. La Alta Sacerdotisa se puso en pie y salió de la habitación para ir a ver a London. Me senté en su silla, al lado de la cama, y apoyé la cabeza entre las manos. Intentaba comprender cómo habíamos llegado a esa situación.
—¿Alera?
Una voz esforzada pero familiar interrumpió mis pensamientos, levanté la cabeza de inmediato y vi que Narian me estaba mirando. Parecía inseguro y tenía miedo de que su visión le estuviera jugando una mala pasada.
—Estoy aquí —dije, alargando la mano para apartarle un mechón de pelo de la frente.
Sentí un nudo en la garganta. Aunque estaba feliz de verlo despierto, todo lo que había sucedido y la responsabilidad que estaban depositando en mí me habían dejado al borde de las lágrimas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, y entonces me di cuenta de que habían sucedido muchas cosas desde que él había perdido el conocimiento—. ¿Dónde está el Gran Señor? ¿Dónde... estamos?
—Estamos en el palacio de Hytanica —le dije, respondiendo primero a la pregunta más fácil—. La Alta Sacerdotisa nos trajo aquí después de... —Inspiré profundamente y me pregunté hasta qué punto estaba en condiciones de conocer la verdad—. Después de que tú lo apuñalaras, el Gran Señor llamó a su hermana para que lo sanara, pero ella..., en lugar de hacerlo..., le quitó la vida.
Narian hizo un visible esfuerzo por comprender lo que acababa de decirle. Pareció que se le nublaba la visión, y por un momento temí que volviera a caer en la inconsciencia.
—Narian —dije, alarmada, arrepintiéndome de haberlo sobresaltado.
Alargué de nuevo la mano para tocarle la frente, pero esta vez él me la cogió y entrelazó sus dedos con los míos.
—Lo siento —susurró, con los ojos medio cerrados y un tono de angustia—. Lo siento muchísimo, Alera. No te culparía si me odiaras, después de todo lo que he hecho.
—Déjame que te diga lo que has hecho —respondí en voz baja, esforzándome por controlar el temblor de mi voz—. Has salvado a mi hermana. Has hecho lo que has podido para proteger a mi gente. Has liberado a London del templo de la Alta Sacerdotisa. Me has salvado la vida. Y, al final, has desafiado al Gran Señor. Eso es lo que has hecho.
—Tienes demasiada buena opinión de mí —repuso él, mirándome a los ojos—. Hay cosas que debería haber hecho, que habría tenido que evitar, pero no lo hice.
No fui capaz de contestar, ya no podía verlo a través de las lágrimas que me tapaban la visión. Ahora Narian sufría otro tipo de dolor, un dolor que ni siquiera la Alta Sacerdotisa podía aliviar. Cuando por fin pude secarme las lágrimas, Narian se había vuelto a quedar inconsciente.
Firmé el pacto con la Alta Sacerdotisa al día siguiente. El acuerdo había sido redactado por un cokyriano de alto rango a dictado de Nantilam, y tanto Cannan como yo lo leímos detenidamente. Sabíamos que en cuanto pusiera mi nombre en el pergamino, Hytanica estaría en mis manos. Cuando terminamos, garabateé mi firma al final del documento.