Authors: Cayla Kluver
El capitán regresó a la cueva, pues hacía demasiado tiempo que el resto de nuestro grupo de refugiados no sabía cómo había ido todo, y ahora ya podían salir de su escondite sin correr peligro. Mientras esperaba su regreso, entré en el salón del Trono por primera ves des de que había vuelto a palacio, con intención de ver los desperfectos que había sufrido. Avancé hasta el centro de la sala, me dejé caer en el suelo y lloré. Necesitaba lamentar lo que habíamos perdido antes de poder enfrentarme al futuro.
Los cokyrianos habían volcado los tronos y les habían arrancado casi todas las gemas que tenían engarzadas en la madera. El escudo de armas de mi familia estaba en el suelo, roto, después de que lo hubieran arrancado de la pared que estaba detrás del estrado. Pero lo más horrible de todo era que los retratos de los antiguos reyes que se encontraban a lo largo de las paredes de esa valiosa sala estaban estropeados, algunos irreconocibles. Ésa era la historia de Hytanica, mi historia, tan querida por nosotros y tan maltratada por el enemigo. ¿Podría reparar las mentes y los corazones de mis súbditos? Sabía que las condiciones que la Alta Sacerdotisa había impuesto permitían una solución mucho mejor que la que podíamos esperar, pues nos ofrecía cierta autonomía, pero a pesar de todo sería difícil que quienes habían perdido tantas cosas lo vieran como una buena opción.
No había oído que Cannan cruzaba la puerta, pero me sobresalté al oír que carraspeaba.
—Todos están aquí, Alera. Os esperan en la sala de reuniones.
Me puse en pie y caminé hacia él, que me saludó con una breve reverencia.
—Las cosas se pueden arreglar —me dijo, mirando a su alrededor—. Nunca olvidaré la brutalidad del Gran Señor, nunca podré olvidarla. Viviré con ese recuerdo durante el resto de mi vida. Pero valoro la oportunidad que la Alta Sacerdotisa nos ha dado, y creo que habéis tomado la decisión correcta. Hemos perdido mucho, Alera, y todavía tendremos muchas cosas que lamentar, pero nos recuperaremos. Lo haremos en honor de quienes han dado su vida.
Esa noche, después de que todos cenáramos juntos la comida que la Alta Sacerdotisa nos proporcionaba, quise hablar con Steldor. Me alegraba ver que ya caso había recuperado toda su energía des de la última vez que lo había visto, y que sus ojos volvía a mostrar pasión por la vida. Nos despedimos de nuestros amigos y familia y caminamos juntos hasta la sala de la Reina, pues allí podíamos tener intimidad; además, esa estancia no había resultado tan dañada como las otras habitaciones del primer piso.
Mientras contemplaba el palacio este, la fuente había quedado milagrosamente intacta (a pesar de que el suelo a su alrededor estaba levantado y lleno de huellas de botas), le expliqué a Steldor el acuerdo de la Alta Sacerdotisa. Deseaba que no considerara que la estaba usurpando el poder. Él estaba a mi lado, ante la ventana, y escuchó con atención cada palabra. Pero no mostró ninguna reacción hasta después de que pasaran varios minutos.
—No he regresado creyendo que sería rey, Alera —me dijo, por fin. Aunque no sonreía, tampoco mostraba rabia.
—Siempre serás un rey —le recordé, pues esa era la tradición hytanicana: «Quien ha sido rey, siempre es rey».
—Créeme: la corona te sienta mejor a ti que a mí. —Al ver mi cara de confusión, continuó—: Yo soy un militar, Alera. Tengo que ser el protector, no el protegido. Me siento mejor en ese papel.
Sus ojos penetraron los míos con una repentina ternura, y supe que quería decir algo más.
—Halias nos ha contado lo que sucedió en el claro. Siento mucho todo lo que tuviste que soportar; debería haber sido yo el que sufriera. Y a Narian..., a pesar de que nunca podré olvidar ciertas cosas, le daré las gracias por lo que ha hecho, al final.
Alargó la mano y enrolló un rizo con el dedo, un gesto de afecto que había realizado muchas veces anteriormente. Luego se detuvo y bajó la mirada hasta su mano.
—Supongo que debo darte esto —dijo, pensativo, quitándose el anillo real y ofreciéndomelo.
—Y yo tengo una cosa tuya —repuse, cogiendo el anillo real y dándole el amuleto con la cabeza de lobo que llevaba colgada al cuello.
—Me preguntaba qué había sido de él —comentó, divertido—. Gracias.
Observó el colgante un momento. Luego se quitó el anillo de prometido de la mano izquierda y me lo puso en la mía. Sorprendida, fui a decir algo, pero el me puso una mano sobre los labios.
—El nuestro fue un matrimonio de conveniencia —me recordó, aunque el tono de su voz era triste—. Ahora ya no nos conviene, ¿no es así?
Me acarició la mejilla con un gesto lento y tierno. Luego de dio la vuelta con intención de alejarse.
—Pero... ¿cómo...? —empecé a decir, desconcertada.
Él ya había cruzado casi toda la sala, pero se dio la vuelta para mirarme por última vez con la mano en la empuñadura de la espada.
—No deja de ser curioso. La única línea que no crucé durante nuestro matrimonio, la única manera en que siempre te mostré respeto, es la clave para su cancelación. Nunca compartimos cama, nunca consumamos nuestra unión. Y la consumación es una de las condiciones que pone le Iglesia para que una matrimonio sea válido. Me ocuparé de que lo anule en cuanto el sacerdote regrese a la ciudad.
Observé su hermoso rostro y me sentí invadida por una oleada de emociones: sorpresa, alivio, alegría, arrepentimiento. Pero, por encima de todo, gratitud. No tenía por qué hacer esto, no tenía por qué admitir que no habíamos consumado el matrimonio, incluso podía tomarme si así lo deseaba. Pero, en lugar de ello, me daba la libertad. Me amaba y quizá esa era la mayor prueba de ello, y me permitía ser libre. Antes de que pudiera decir nada, de que le diera las gracias, de que le comunicara mis mejores deseos, ya había desaparecido por el pasillo y había cerrado la puerta con suavidad al salir.
TODO SE ASIENTA
Había que traer al pueblo de vuelta. A la mañana siguiente, Cannan y Steldor, el capitán de la guardia y, según creía la gente, el Rey, se marcharon para llevar a cabo esa tarea. Nadie puso ninguna objeción, pues ellos eran los únicos que podrían convencer a nuestras gentes de que no había peligro. Y puesto que Halias se encontraba en palacio, Cannan sabía que podía contar con él para que cuidara de London.
Mientras ellos dos estuvieran fuera, los soldados cokyrianos, al mando de la Alta Sacerdotisa, empezaron a limpiar la ciudad para poder iniciar la reconstrucción y la restauración. Estábamos a mediados de marzo, y al igual que el sol de primavera rejuvenecía nuestras tierras después de la dureza del invierno, la esperanza volvió a emerger de la desolación que había invadido los corazones y las mentes de todos.
También en palacio habían empezado los trabajos de restauración, y el lugar empezaba a recobrar su antigua y hermosa paz. Mi padre, que últimamente me trataba con mayor deferencia, quería participar en ello, así que me alegré de ofrecer su ayuda a la Alta Sacerdotisa. Ella, por su parte, lo puso a trabajar codo con codo al lado de una de las mujeres que dirigían las obras. Ver al antiguo rey, anciano y conservador, pedir opinión a la joven militar cokyriana renovó mi esperanza e hizo que creyera que podríamos conseguir lo imposible.
Temerson también deseaba ser de ayuda mientras esperaba el regreso de su familia. Había visto a su padre morir a manos del Gran Señor, pero tenía motivos para creer que su madre, Lady Tanda, así como su hermano y su hermana, habían sobrevivido. Por otra parte, mi padre se alegraba de poder contar con su ayuda, así que Temerson también participó en los trabajos para restaurar el palacio. Por supuesto, el joven continuaba pasando muchas horas con Miranna, que se recuperaba poco a poco al cuidado de mi madre. Parecía que ambas habían creado un vínculo muy especial a partir de las experiencias que las dos habían sufrido a manos del Gran Señor. A pesar de que yo nunca podría hacerme a la idea del dolor por el que habían pasado, me alegraba de ver que se podían ayudar mutuamente a manejar los recuerdos y las consecuencias de ese periodo.
En esa época me mudé de nuevo a los aposentos que había compartido con Steldor durante lo que me parecía que era otra vida. Aunque los cokyrianos también habían dejado sus huellas en esas habitaciones, al igual que habían hecho con casi todas las otras áreas de palacio, estas habían sido de las primeras en ser restauradas. Me resultaba extraño encontrarme de nuevo en ese espacio que los reyes y reinas de Hytanica habían usado durante generaciones y saber que la monarquía ya no existía en nuestro país. Al igual que sucedía en el salón del Trono, sus muros parecían guardar gran cantidad de recuerdos; el ambiente estaba cargado de tristeza.
Regresar a mis antiguos aposentos había sido mucho más difícil de soportar de no ser por una cosa. Para mi más absoluta sorpresa, la primera noche se reunió conmigo un desgarbado gato atigrado que tenía la barriga y patas blancas. Aunque al principio mantenía la distancia y se limitaba a mirarme desde el otro extremo de la habitación, sus ojos curiosos confirmaron que se trataba de Gatito. Después de tanta muerte y destrucción, el hecho de que un gato hubiera sobrevivido quizá pudiera parecer un detalle insignificante, pero para mí supuso un regalo extraordinario que me ayudaba a conectar el pasado con el presente. Cuando lo vi me quedé quieta en el sofá, ignorando deliberadamente a mi acompañante, y poco a poco el animal se fue acercando. Al final, Gatito saltó al cojín que tenía al lado y yo me quedé tan inmóvil como me fue posible, casi sin respirar, para que él pudiera examinarme y recordarme. Pero no pude reprimir una sonrisa cuando Gatito subió despacio sobre mis piernas y se tumbó, por fin satisfecho, en mi regazo. Al cabo de unos minutos me atreví a acariciarle el suave pelo y su ronroneo fue un enorme consuelo. Después de todo, no estaría sola.
Pasaron muchos días, pero lentamente nuestros ciudadanos fueron regresando a sus casas, o a lo que quedaba de ellas. Galen, a quien Cannan había ordenado supervisar la evacuación, trajo a Tiersia de regreso con él; ambos mostraban una felicidad irreprimible por poder estar juntos. Galen también había encontrado a su madre y a sus hermanas gemelas, y tuvo que dedicar un tiempo a volver a instalar a las cuatro mujeres de nuevo en la casa familiar que, por suerte, no había sufrido grandes daños.
Cannan trajo a Faramay para que se quedara a vivir en palacio, probablemente preocupado por que el caos que todavía reinaba en la ciudad pudiera afectar negativamente a su ánimo. Pero Steldor continuaba buscando a alguien. Sin que Cannan lo supiera, su hijo había buscado a un miembro en concreto de la familia.
—¿Has visto a Baelic? — me preguntó un día entrando en palacio, cuando me encontró en el vestíbulo principal.
Lo miré, boquiabierta, pues en ese momento me di cuenta de que él no sabía nada de la muerte de su tío. Después de todo lo que había pasado, no le habían comunicado esa terrible noticia. Antes de que tuviera tiempo de responder, Cannan salió de la antecámara y Steldor dirigió su interrogación hacia él.
— No he podido encontrar a Baelic —repitió con el ceño fruncido.
El tono de su voz parecía agitado, pues era posible que cualquiera hubiera muerta durante los enfrentamientos. A pesar de todo, no podía estar preparado para oír lo que Cannan tenía que decirle.
—Steldor, ven conmigo un momento —dijo el capitán cogiendo a su hijo del brazo.
El tono de su voz había sido demasiado amable, excesivamente cariñoso, y Steldor, repentinamente sobre aviso, se apartó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el joven, con la respiración acelerada—. ¿Dónde está? Dímelo ahora.
Su fuerte carácter aparecía de sopetón, espoleado por el miedo. Pero Cannan respondió en tono tranquilo:
—Ven conmigo y te lo explicaré todo —Al darse cuenta de que su hijo no lo miraba, añadió—: Steldor, tienes que escucharme.
—No me digas que está muerto —repuso Steldor; era casi una súplica—. No me digas eso, no me digas que está muerto.
Cannan no respondió. Puso una mano en la espalda de su hijo para hacerlo entrar en su gabinete. Subí la escalera principal, incapaz de quedarme en el vestíbulo. Me entristecía que Steldor fuera a sufrir el duro golpe de la noticia, pues sabía que a él le dolería mil veces más de lo que me había dolido a mí. Subí hasta el tercer piso, entré en la habitación de London y me senté al lado de su cama. Halias salió al pasillo inmediatamente, contento de disponer de un descanso. Estar sentada al lado de London era casi como estar sol, pero imaginaba que él estaba conmigo, a pesar de su cuerpo inmóvil. El dolor ya no lo atormentaba y últimamente dormía bastante bien, pero todavía no se había despertado. La Alta Sacerdotisa lo visitaba cada día, aunque no podía hacer mucho más por él. Parecía que se había recuperado físicamente, pero hasta ese momento, su mente se había negado a regresar. Yo intentaba pasar un rato con él cada día, también, y le leía en voz alta con la esperanza de que el sonido de mi voz le devolviera la conciencia.
Al cabo de varias horas me sobresaltó un golpe en la puerta. No respondí, pues sabía que, en ese caso, el silencio era una invitación. Oí que la puerta se abría, y creí que alguien vendría a mi lado, pero al ver que no era así, me di la vuelta. Y entonces la vi: era la última persona a quien habría esperado encontrar. Después de todo lo que Destari, mi madre y London me habían dicho, quizá no debería haberme sorprendido tanto. Me puse en pie de inmediato, con la boca abierta, aunque incapaz de articular palabra.
—Me... he enterado de que no estaba bien, alteza —dijo Lady Tanda, dirigiéndome una corta reverencia.
Cuando me devolvió la mirada, leí en sus ojos la continuación de su frase: «No pude estar con él la última vez». Su esposo había muerto a manos del Gran Señor, lo cual era, desde luego, una tragedia, pero al fin ella se había sentido liberada, tanto como me habría sentido yo en su momento se Steldor hubiera muerto.
—Perdonadme —dijo en voz baja, mostrándose incómoda, mientras se daba la vuelta para macharse, pensando probablemente que yo no sabía nada de su historia con London.
—Lady Tanda, esperad, por favor.
Se detuvo y dirigió sus dulces ojos castaños hacia mí.
—Deberíais quedaros con él. Ya he estado aquí por mucho rato..., y tendría que irme. Él no debe quedarse solo.
—No —contestó con un deje de melancolía en la voz—. Solo quería saber cómo estaba. —Apartó la vista un momento y continuó—: Él salvó la vida de mi hijo, y no puedo esperar nada más de él. No creo que él quisiera que me quedara.