Este es uno de los libros más inteligentes y divertidos que se hayan escrito nunca. Parodia de
divertissement
dieciochesco, juega con la paradoja y el absurdo para construir una auténtica metodología del ridículo. En la primera de las dos partes de que consta el libro, Cipolla razona con una argumentación paródica de los estudios de historia económica más sesudos y utiliza, con aparente seriedad, fórmulas cliométricas deliciosamente absurdas para llegar a las más estrafalarias relaciones de causa a efecto. En la segunda parte se usa un modelo matemático parecido a los de la sociología para enunciar «Las leyes fundamentales de la estupidez humana», que demuestran cuán abundante es el número de estúpidos que nos rodean y cuán grande su poder. Sólo que al terminar de leer este libro breve, divertido y explosivo nos asalta una duda: lo que hemos leído ¿era sólo una inocente parodia o hay que tomarlo como una advertencia acerca de la deshumanización y vaciedad de mucho de lo que se enseña en nuestras universidades e instituciones académicas?
Carlo M. Cipolla
Allegro ma non troppo
ePUB v1.0
namb05.05.2012
Título original:
Allegro ma non troppo
Carlo M. Cipolla, 1988.
Traducción: Maria Pons
Diseño/retoque portada: Víctor Igual, S.L.
Editor original: namb (v1.0)
ePub base v2.0
La vida es una cosa seria, muy a menudo trágica, algunas veces cómica. Los griegos de la época clásica se daban perfecta cuenta de ello y cultivaban el sentido trágico de la vida. Los romanos, más prácticos en general, no hacían de la vida una tragedia, pero la consideraban una cosa seria: por consiguiente, de entre las cualidades humanas apreciaban muy particularmente la
gravitas
y tenían en poca consideración la
levitas
.
No resulta difícil entender ni definir qué es lo trágico, y si a un individuo cualquiera se le ocurre aparecer como una figura trágica no le va a ser difícil conseguirlo, si es que la Madre Naturaleza no le ha socorrido ya en su empeño. La seriedad es también una cualidad relativamente fácil de entender de definir y, en cierto modo, de practicar. En cambio, lo que sí es difícil de definir y no a todo el mundo le es dado percibir y apreciar, es lo cómico. El humorismo, que consiste en la capacidad de entender, apreciar y expresar lo cómico, es un don más bien escaso entre los seres humanos.
Entendámonos: el humorismo chabacano, facilón, vulgar, prefabricado (= chiste) está al alcance de muchos, pero no se trata de auténtico humorismo. Es una deformación del humorismo. El término humorismo deriva del término humor y se refiere a una sutil y feliz disposición mental sólidamente basada en un fundamento de equilibrio psicológico y de bienestar fisiológico. Muchísimos escritores, filósofos, epistemólogos y lingüistas han intentado repetidas veces definir y explicar qué es el humorismo. Pero dar una definición del humorismo es una cosa difícil, por no decir imposible. Tanto es así que si una situación humorística no es percibida como tal por el interlocutor es prácticamente inútil, y hasta contraproducente, intentar explicársela.
El humorismo es, claramente, la capacidad inteligente y sutil de poner de relieve y destacar el aspecto cómico de la realidad. Pero es también mucho más que eso. En primer lugar tal como escribieron Devoto y Oli, el humorismo no debe suponer una posición hostil, sino más bien una profunda y a menudo indulgente simpatía humana. Además, el humorismo implica la percepción instintiva del momento y del lugar en que puede ser expresado. Hacer humorismo sobre la precariedad de la vida humana cuando uno está junto a la cabecera de un moribundo no es humorismo. En cambio, cuando aquel gentilhombre francés, que subía las escaleras que lo conducían a la guillotina, tropezó con uno de los escalones y dirigiéndose a los guardianes exclamó: «Dicen que tropezar trae mala suerte», aquel hombre bien merecía que se le perdonara la cabeza.
El humorismo está tan íntimamente unido a la elección cuidadosa y específica de la expresión verbal con que se manifiesta que difícilmente se consigue traducirlo de una lengua a otra. Lo cual significa, además, que está tan imbuido de las características de la cultura en que se manifiesta, que muchas veces resulta totalmente incomprensible si se traslada a un ambiente cultural diferente.
El humorismo es distinto de la ironía. Cuando uno es irónico se ríe de los demás. Cuando uno hace humorismo se ríe con los demás. La ironía genera tensiones y conflictos. El humorismo, cuando es utilizado en la medida justa y en el momento oportuno (y si no se utiliza en la medida justa ni en el momento oportuno no se trata de humorismo), es el mejor remedio para disipar tensiones, resolver situaciones que podrían resultar penosas y facilitar el trato y las relaciones humanas.
Tengo la profunda convicción de que siempre que se presente la ocasión de practicar el humorismo es un deber social impedir que tal ocasión se pierda. De esta consideración trivial nacieron los dos ensayos que se ofrecen a continuación. Originariamente fueron publicados hace unos años (en 1973 y en 1976, respectivamente) en lengua inglesa y en edición limitada, reservada únicamente a los amigos. Sin embargo, ambos ensayos tuvieron un éxito inesperado y, mientras algunas personas intentaron conseguir una copia por medio de amigos o conocidos, otras más emprendedoras hicieron copias xerográficas, e incluso manuscritas, que circularon de un modo más o menos clandestino. El fenómeno alcanzó tales proporciones que la editorial Il Mulino y el que suscribe decidieron finalmente realizar una edición oficial y pública, que es la que ahora se presenta, no sin haber efectuado antes revisiones sustanciales respecto de la primera edición semi-clandestina.
Con ocasión de esta edición oficial me siento obligado a hacer dos precisiones. En el ensayo sobre la pimienta, al lector no le resultará difícil captar algunos matices irónicos. Pero espero que se me conceda que se trata de una ironía bonachona y pacífica, que no está muy distante —al menos eso espero— del humorismo.
En cuanto al ensayo sobre la estupidez humana, no se trata ni más ni menos que de algo que los eruditos del siglo XVIII habrían denominado «una aguda invención». De hecho, el ensayo no guarda ninguna relación con mi vida personal. Pecaría gravemente de ingratitud contra las circunstancias que hasta ahora han presidido el Curso de mi vida si no confesara que he sido, en cuanto se refiere a mis relaciones humanas, un ser extraordinariamente afortunado, en el sentido de que la inmensa mayoría de personas con las que he entablado relación han sido por regla general personas generosas, buenas e inteligentes. Espero que al leer estas páginas no acaben convenciéndose de que el estúpido soy yo.
1
Una de las más graves tragedias vividas por Europa en los siglos remotos fue la caída del imperio romano. En aquella época, como sucede a menudo con los acontecimientos humanos, muchos no se dieron cuenta de la gravedad del hecho. Una buena parte de los ciudadanos de Cartago estaban disfrutando de los juegos en el anfiteatro cuando la ciudad fue atacada por los vándalos, y los nobles de Colonia celebraban un banquete cuando los bárbaros llegaron a las puertas de la ciudad. Otros, en cambio, se dieron perfecta cuenta de la gravedad de los acontecimientos: cuando el ejército de los godos, acaudillado por Alarico, saqueó Roma en el verano del año 410 d. C., san Jerónimo —que por aquel entonces vivía en Belén y no era aún santo— escribió: «Se ha apagado la luz más brillante del mundo» y, con profunda angustia y un temblor en las piernas, tuvo el valor de añadir: «Si Roma puede perecer, ¿nos queda algo seguro?».
Los historiadores modernos, con raras excepciones
[1]
, están de acuerdo en el alcance histórico que tuvo el desmoronamiento del imperio romano, pero no coinciden en las causas que motivaron su decadencia.
Unos culpan a los cristianos, otros a la degeneración delos paganos; para unos la causa fue el nacimiento y la consolidación del Estado burocrático-asistencial, para otros fue la decadencia de la agricultura y la extensión del latifundio; unos lo atribuyen al descenso de la fertilidad, otros al ascenso de la clase campesina. Un sociólogo norteamericano ha replanteado recientemente el problema presentando la tesis brillante y original de que la decadencia de Roma fue debida al progresivo envenenamiento por plomo de la clase aristocrática romana.
El plomo, si se ingiere o absorbe en dosis superiores a un miligramo al día, puede provocar estreñimiento doloroso, pérdida de apetito, parálisis de las extremidades y, finalmente, puede producir la muerte. Puede, además, ser causa de esterilidad en los hombres y de abortos en las mujeres. Siguiendo con la tesis del ilustre sociólogo, los romanos, y en particular los aristócratas, ingerían cantidades de plomo superiores al límite tolerado. No tan sólo existía recomendación de Plinio el Viejo de que «se usaran recipientes de plomo y no de bronce» para la cocción de los alimentos, Sino que además el plomo era utilizado en la fabricación de tuberías de conducción de agua, jarras, cosméticos, medicinas y colorantes. Añádase a esto que los romanos, para conservar mejor y endulzar el vino, añadían zumo de uva no fermentado que, a su vez, había sido hervido y decantado en recipientes revestidos internamente de plomo. De este modo, mientras pretendían esterilizar vino, los romanos «no se daban cuenta de que se esterilizaban a sí mismos».
La alta tasa de mortalidad y la baja tasa de natalidad de la aristocracia romana son claramente indicativas, según el sociólogo norteamericano, de los fenómenos de envenenamiento por plomo y así, a lo largo de algunas generaciones, esta «aristotanasia» provocó la desaparición de las figuras más autorizadas del pensamiento y de la cultura. Una ciudad donde el envenenamiento por plomo debió de ser particularmente intenso y extenso fue Ravena, sede del poder del imperio de Oriente en Italia. No vayamos a creer que allí todo marchaba bien. Según Sidonio Apolinar, en Ravena «los muros se desploman, las aguas cesan de fluir las torres ceden, las naves encallan, los ladrones vigilan. Los guardianes duermen».
Envenenados por el plomo y, por tanto, estreñidos, estériles y afectados por la «aristotanasia», los romanos no fueron capaces de contener a los bárbaros. La consecuencia fue una ruina general y profunda. A finales del siglo IV, Ambrosio, obispo de Milán, no veía a su alrededor sino «semirutarum urbium cadavera». Commodiano, horrorizado, escribía que «vastantur patriae, prosternitur civitas omnis». Un poeta anónimo se lamentaba de que «omnia in finem precipitata ruunt». Rufino confesaba amargamente: «¿Cómo se pueden tener ánimos para escribir, cuando estás rodeado de armas enemigas y a tu alrededor no ves más que ciudades y campos devastados?».
2
Así comenzó la Edad Media, cuyos primeros siglos son llamados en inglés los «siglos oscuros» (dark ages). Un estudioso hizo notar, no hace mucho tiempo, que aquellos siglos «no eran tan oscuros para los bárbaros», Puesto que nosotros no somos los «bárbaros», los primeros siglos de la Edad Media Siguen pareciéndonos una época oscura. En la oscuridad suceden cosas extrañas. En la oscuridad de la Alta Edad Media, la sociedad se organizó en tres estamentos: los que combatían, los que oraban y los que trabajaban y que, por lo tanto, eran considerados siervos. Felipe de Vitry, secretario de Felipe VI de Valois, lo explicó de la siguiente manera: