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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (29 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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—Muy bien, aquí están pasando muchas cosas —dijo Gary al tiempo que hacía la señal de tiempo muerto con las manos—. Vamos a hacer un alto y luego volvemos a reunimos. A las dos en punto en la sala de conferencias de aquí abajo. Comer algo, daros un paseo, charlar. Charlar largo y tendido, gente.

Oliver se acercó a Gus con semblante de preocupación.

—¿Vienes conmigo a dar una vuelta?

Ella negó con la cabeza.

—No, no, no puedo. Parece que es hora de celebrar asamblea en la familia Simpson. Quiero estar con mis hijas arriba.

En el ascensor no se cruzaron ni una palabra. Subieron las tres en un silencio sepulcral. Aimee y Sabrina siguieron a su madre a su habitación, que antes parecía muy espaciosa, pero que ahora resultaba angosta e incómoda. El móvil de Gus, que se había dejado en la habitación para los festejos de la mañana, emitió un pitido para informar de que había recibido un mensaje. Ella no le hizo caso.

—Sentaos —dijo—. Podemos pedir algo para almorzar.

Pero Aimee se dedicó a pasear arriba y abajo por la franja de moqueta de al lado del cuarto de baño.

—Aimee, por favor, siéntate —le imploró su madre.

—¡Mamá, deja ya de controlarlo todo! Si me quiero sentar, me sentaré.

—¿Qué es todo esto? —Gus estaba genuinamente confundida—. Siempre os dejo a las dos hacer lo que queráis.

—¿Dejar? ¿Dejar? Ese es el problema. —Aimee se pasó los dedos entre los cabellos castaños y emitió un gruñido de frustración—. Ya no somos niñas pequeñas. O, al menos, yo no lo soy.

—¿Por qué estás tan enfadada? Soy yo la que estoy a cien. —Sabrina estaba sentada en la cama, cruzada de brazos y piernas—. Siempre has sido una bruja deprimente, Aimee. Eres la anti alegría.

—Y tú eres la que va siempre corriendo a mamá, la que le ocupa todo el tiempo. Absorbes todo el oxígeno de cualquier sitio en el que estás. Estoy hasta la coronilla. ¿No estás hasta la coronilla tú también? —Aimee dirigió su atención a Gus, que estaba tratando de alcanzar a ver lo que decía su móvil, que había seguido pitando. Lo que resultaba chocante era que casi todas las personas que podían llamarla al móvil se encontraban ya en el centro turístico con ella.

—No entiendo lo que está pasando entre vosotras dos ni por qué tiene que salir todo esto ahora —dijo—. ¿Tiene relación con el programa?

—Yo nunca he querido salir por la tele —dijo su hija mayor—. Eso es terreno tuyo. Todo tuyo.

—Las cosas no son fáciles cuando tienes una madre famosa —estuvo de acuerdo Sabrina.

—No seáis ridículas. Es la primera vez que eso representa un problema.

—Para ti —dijo Sabrina—. No te imaginas la cantidad de gente que quiere conocerme sólo porque quieren acercarse a ti.

—Pero si eres una preciosidad de niña…

—No soy ninguna niña, mamá —dijo Sabrina—. Tengo veinticinco años.

—Sí, por supuesto, cariño.

—Por favor, no me trates con condescendencia —insistió su hija—. De verdad, no soy una niña.

—Pues no te comportas como una adulta —dijo Aimee en tono triunfal.

—¿Es eso lo que haces tú? ¿Jugar a ser mayor? —Sabrina cogió una almohada y la aplastó contra su regazo—. A diferencia de ti, yo no considero que para eso haya que ser el agujero negro de la felicidad.

—Tú no eres feliz —le dijo su hermana—. Sólo lo finges.

—Bueno, pues entonces somos todas un puñado de farsantes —dijo Sabrina, indicando a su madre.

—¿De qué demonios estáis hablando? —Gus tenía el cuerpo en tensión y apretaba la mandíbula—. No me puedo creer toda esta riña pueril. ¿Qué es lo que queréis, en nombre de Dios?

—Yo te quiero a ti —dijo Aimee en voz baja—. Que me llames alguna vez y no me preguntes por Sabrina.

—Ya lo hago, mi vida —dijo Gus—. Tú nunca quieres hablar conmigo.

—No, eres tú la que no quiere hablar conmigo. Siempre hay otra cosa más importante.

—Aimee, tú siempre has sido tan autosuficiente. Tan independiente. Siempre he confiado en ti por eso.

—¡Aaaahhh! —Su hija chilló y aulló, mientras empezaban a rodarle lágrimas por la cara. Gus se sentía casi mareada por la confusión y muy alarmada.

—¿Sabes lo que yo quiero? Quiero a papá. Quiero que las cosas sean como antes. En aquel entonces éramos felices.

—Las cosas estaban mejor entonces —se mostró de acuerdo Sabrina—. Tú eras diferente. —Todas éramos diferentes —dijo Gus—. ¿Acaso pensáis que a mí no me gustaría que él estuviera aquí?

Pudo percibir, incluso antes de que empezase, el temblor de su labio inferior, el agolpamiento de lágrimas y de recuerdos, llenándola hasta el borde, deseosos por derramarse. Aguántate —se dijo—, aguántate. Porque sabía, siempre lo había sabido, que en cuanto se desataba el dolor, ya nunca podía cesar. Y no podía arriesgarse a eso.

Acudió rápidamente a calmar a Aimee, no sólo a tranquilizarla, sino también a distraerla de sus propios sentimientos. Era lo que siempre había hecho en el pasado. Cuidar a otros.

—Todo el mundo nos trataba con cariño porque papá estaba muerto. —Sabrina miró con cara de preocupación hacia su hermana, como si fuese a meterse en un lío por desvelar los secretos de las dos. «Nunca se lo cuentes a mamá —le había dicho siempre Aimee—; no le conviene más estrés. Tú serás feliz y yo seré buena.» Eso fue lo que le había dicho a Sabrina cuando se hablaban en susurros, de noche, y sus palabras flotaban por encima de la cinta adhesiva que habían pegado en el suelo del dormitorio.

«Podemos hacer que todo vaya bien —le había dicho— si tú te portas como una nena feliz y yo soy buena.»

Gus acercó a Aimee a la cama y la guió para que se sentase al lado de Sabrina. Veía que físicamente eran dos mujeres adultas, por supuesto, pero no era más que un simple envoltorio. Podía ver con mucha más claridad a las niñas regordetas que se chupaban el dedo que habían sido antaño. Y recordó cómo se habían quedado esperando en la escaleras la noche del accidente, mucho después de que la canguro tuviese que haberlas acostado, con Sabrina adormilada y abrazada a Aimee, que se hacía la fuerte. Simplemente, la procesión iba por dentro.

—Luego nos trataban de manera diferente porque tú salías en la tele —siguió diciendo Sabrina—. Tener una madre famosa es una cosa rara. Sólo quisiera que pudiéramos ser una familia normal.

—Somos una familia normal —dijo Gus—. Somos únicas.

—No hemos sido normales desde que murió papá —dijo Aimee con algún hipido provocado por el llanto—. Casi nunca hablamos de él, ¿te has fijado?

—¡Eso no es cierto, cielo! Hicimos toda aquella terapia del duelo.

—No es lo mismo —dijo ella—. Hablábamos con un extraño al que tú pagabas.

—No podemos dejar que sepas todo lo malo —susurró Sabrina—. Tenemos que estar alegres.

Gus se sintió físicamente mal. Había sido una experta en rodillas raspadas, en solicitudes de ingreso en centros universitarios, en malos novios, y siempre se había sentido justificadamente orgullosa de cómo había sacado adelante a la familia cuando murió Christopher. Pero ver a sus dos preciosas hijas llorando delante de ella era demasiado.

—Eso no es verdad —dijo—. Todo mi mundo gira en torno a vosotras.

—No —respondió Sabrina con pena—. Nosotras simplemente estamos atrapadas en tu órbita. Te dije que no quería ver más a Troy y te importó un pito.

—Claro que me importa —dijo Gus—, y por eso le pedí que estuviese en el programa. Tú le amas, sé que le amas.

—Hablas demasiado, mamá —dijo Sabrina—. Bla, bla, bla. Siempre diciéndole a todo el mundo lo que tiene que hacer, como si tuvieses la receta secreta de la felicidad. Bueno, pues yo no puedo ser feliz todo el tiempo. Y así no me resulta más fácil precisamente contarte las cosas malas.

—Bueno, ¿y qué quieres contarme? —preguntó Gus, aunque por dentro se le partía el corazón. De todo lo que le había dolido a lo largo de los años, lo que más daño le hacía eran las críticas de sus hijas. Se había pasado toda la vida tratando de no defraudarlas. Qué cosa tan extraña, pensó, que fuese conocida públicamente por ser una persona dedicada a nutrir a los demás y, ahora, resultaba que no sabía confortar a sus propias hijas. Se sintió desnuda. Decepcionada.

Su instinto le decía que pusiese fin a la conversación, que cambiase de tema, que hiciese algo con las manos para mantenerse ocupada. «Preparemos un bizcocho», podía imaginarse a sí misma diciendo si hubiesen estado en casa. «¿A que a las tres nos encanta la crema de plátano?», y habrían salido del paso. Habrían corrido un tupido velo. Que era lo que hacían las Simpson. Lo que hacía todo el mundo. Ahora lo veía.

—Yo pensaba que lo estábamos haciendo muy bien —les confesó, y alargó los brazos para coger a cada una de sus hijas de la mano y apretárselas suavemente—. Muy bien, niñas —dijo, y respiró hondo, sin importarle que hubiese empezado a derramar lágrimas—. Soltadlo todo y empecemos por el principio. Vamos a llegar al fondo de la cuestión. No sé cómo, pero lo haremos.

Se quedaron así, sentadas en la cama, cogidas de la mano, hipando un poco, deseando empezar a hablar, pero sin saber por dónde comenzar. En la mesa, el móvil de Gus empezó a sonar, justo en el momento en que se oyeron unos golpes en la puerta. Una voz la llamó por su nombre.

Era Alan.

19

Se había pasado la última hora ensayando lo que iba a decir. «Tengo buenas noticias», diría. Y entonces le contaría la mala. O tal vez debiera ir directamente al grano. Alan había contratado a gente y había despedido a gente, pero nunca había tenido que hacer una cosa parecida a ésta. Demonios, nunca en su vida le había pasado algo semejante.

—Hola, chicas —dijo al entrar en la habitación cuando Aimee le abrió la puerta—. Necesito hablar un momento a solas con vuestra madre, por favor.

Era evidente que habían estado llorando. ¿Sería posible que se hubiesen enterado ya por otra persona?

—Alan, ahora mismo estamos con un tema de familia. Pero me alegro de verte, como siempre. —Gus se mostró simpática, pero fría. Ella y Alan apenas habían mantenido contacto desde que habían comido juntos, hacía casi dos meses. Y el Incidente Pulpo había alterado verdaderamente la imagen que ella tenía de él.

—Es imperativo que hablemos inmediatamente.

—Alan, si tiene que ver con el juego de tocar y parar de esta mañana, te puedo asegurar que nadie actuó con especial mala idea contra Carmen —dijo—. Sea lo que sea lo que te haya contado ella.

—Oh, vale —respondió él—. Aún no he hablado con Carmen, pero no me cabe duda de que me lo contará todo. No venía a hablar de eso.

Gus miró a Aimee, luego a Sabrina y finalmente a Alan. Los tres aguardaban expectantes, y ella tuvo una fuerte sensación de déjà—vu.

—En las familias no debería haber secretos —le dijo a Alan—. Puedes hablar conmigo delante de las niñas.

—Como quieras —dijo él.

Y entonces fue cuando cayó en la cuenta: Alan se había presentado para despedirla. Carmen se quedaba con el programa, para preparar todos esos hipercomplicados platos que quería hacer. Así era como iba a ocurrir todo. Carmen se acostaba con Alan y ahora Alan iba a coronarla Reina de la Comida de Canal Cocina. Bueno, ¿a quién le importaba, no? Gus tenía una situación económica más que desahogada, muchas gracias. Había guardado sus dólares con mucho cuidado. Y ahora podría coger a sus hijas, bajar a por Hannah y decirle hasta nunca al tal Gary Rose y a sus estúpidas seudoterapias.

—Sé lo que me vas a decir —dijo—. Así que no te molestes.

—¿Ah, sí? —Alan parecía visiblemente aliviado—. ¿Recibiste la llamada?

—¿Conque era por eso por lo que estaba sonando mi teléfono? —Gus cogió el móvil de la mesa y abrió la tapa.

«18 llamadas perdidas», se leía en la pantalla.

—No podías esperar a decírmelo personalmente, ¿no?

—Sólo te llamé una vez, pero no dejé ningún mensaje.

—Habría sido de mal gusto —dijo Gus—. ¿No te parece?

—Sí, claro que sí —dijo él—. Oye, lo siento de verdad. Me siento responsable de algún modo.

—¿De algún modo? —Gus no podía dar crédito—. Eso sí que tiene guasa.

Él se rio con amargura.

—Más o menos —respondió—. A mí también me ha pasado.

—Oh, Alan, por favor —dijo Gus—. No creo que pueda compararse.

—No, es verdad —dijo él—. Yo sigo en el canal. Eso ha amortiguado el golpe.

Gus lo evaluó detenidamente.

—Podría simplemente despedirme yo, hacerlo fácil.

—¿Qué? En primer lugar, tenemos un contrato. Y, en segundo lugar, ¿de qué vas a vivir? —Alan miró a su alrededor y reparó en la cubitera; se la pasó a Sabrina, indicándole mediante gestos que fuese a por hielo. Aimee se marchó con ella, esperando así proporcionarle a su madre algo de intimidad con su jefe.

—Es por la conmoción, nada más —dijo—. Tómate una copa.

Rebuscando por el minibar, sacó una selección de botellillas en miniatura.

—¿Qué quieres tú?

—No seas absurdo —dijo Gus—. Esas cosas cuestan un riñón.

—Paga Canal Cocina —dijo él con una floritura—. Venga, mujer, te la pongo doble.

—Pensé que al menos tendría una fiesta de despedida y un pastel —soltó ella—. ¿Al cabo de doce años sólo una copa del mini-bar y la vieja patada en el culo?

—Triple —dijo Alan mientras Sabrina aparecía con el hielo—. Copas para todos.

—Estamos de celebración —explicó Gus a su hija, sintiéndose turbada aun cuando no había probado ni una gota—. Alan me despide, pero yo renuncio primero.

—¿Qué? —dijeron Aimee y Sabrina al unísono.

—¿Qué demonios…? Gus, ¿no has visto las noticias hoy?

—Difícilmente, Alan —dijo ella, un tanto remilgadamente—. Me he pasado la mañana correteando por el césped en pantalones pirata. Obedeciendo tus órdenes.

—Yo sólo insistí en una salida de fin de semana, Gus —dijo él—. Lo de los pantalones pirata era opcional.

—Siempre pensé que escribiría una carta de renuncia bastante sentimental —estaba diciendo ella, más para sí que para los demás—. Algo escrito a mano, sobre cuánto he querido a Canal-Cocina y cómo ha cambiado mi vida. Pero que había llegado el momento de seguir adelante. Besos y abrazos y todo eso.

—¿Se ha dado vuestra madre un golpe en la cabeza esta mañana? —preguntó Alan a Sabrina.

—Ha sido un día duro en general —respondió Aimee.

—Podríamos emitir un programa especial con todas las meteduras de pata. Y que saliera lo del hervidor en llamas, por supuesto. —Gus seguía hablando—. Eso sería divertido.

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