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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (13 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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—¿Soy feliz? —susurró. Él no se inmutó. Nunca se inmutaban—. ¿Soy feliz? —dijo de nuevo.

Era la misma pregunta que le salía de los labios cada vez que se despertaba de noche empapada de sudor frío, con la habitación a oscuras y en silencio, el corazón palpitando a toda velocidad y sin saber con certeza dónde se encontraba. A solas con sus pensamientos, no tenía que poner en marcha los motores ni actuar fingiendo ser la eterna chica alegre, que era lo que todo el mundo parecía querer de ella. En esas horas de silencio se preguntaba qué habría opinado su padre sobre la persona en que se había convertido. Cuál de sus novios le habría gustado más.

—Soy una monógama en serie —le había dicho a Aimee cuando le informó de que Troy ya no estaba en la foto y que ahora estaba saliendo con Billy. Así fue como lo había descrito: la foto. Como si el hecho de que alguien saliese de su vida fuese tan sencillo como sacar la fotografía del sonriente novio del marco de alpaca de encima de su cómoda.

—Mira que eres idiota —le había respondido su hermana sacudiendo la cabeza. Dio la impresión de que había querido añadir algo, pero no dijo nada más. Para variar.

Para Sabrina fue un alivio, pues no quería tener que contar, entre dudas y vacilaciones, cómo había conocido a William Angle. Los había presentado un tipo al que conocía de la escuela de diseño, y que trabajaba de diseñador gráfico en el despacho de Billy. Éste era un ejecutivo en alza de una empresa de comunicaciones que pertenecía a un conglomerado internacional, con un montón de contactos para asistir a fiestas divertidas y conocer a clientes potenciales. Eso fue lo que había interesado a Sabrina en un primer momento, y, cuando quedó con él para tomar una copa, la idea fue ampliar su red de contactos profesionales. Había sido una agradable forma de pasar una velada: tenía una maravillosa manera de hablar, pausada, que hacía que todo aminorase la marcha, y se le veía tan seguro de sí mismo. Pero además la sorprendió cuando le contó que se había presentado a Gran Hermano, aunque había tenido que marcharse antes porque a la mañana siguiente iba a llevar a su hermano pequeño a jugar al golf en Chelsea Piers.

Parecía tan distinto de todos los hombres a los que había conocido que Sabrina estaba fascinada. Siempre le había atraído todo lo novedoso. No pasó nada, tranquilos. No era de esa clase de chicas. Simplemente flirteó y se escribió con él por correo electrónico, hasta que estuvo segura de que había algo más —ella nunca daba un paso hasta conocer al hombre hacia el que lo daba—, y entonces metió las cosas de Troy en una bolsa de papel.

«No sé», había dicho a su madre cuando le preguntó qué era lo que había salido mal.

«No sé», había respondido a Aimee cuando le preguntó si amaba a Troy.

«No sé», había dicho cuando cada uno de sus novios, uno tras otro, le habían preguntado qué era lo que quería. Ahora recorrió su dormitorio con la mirada: las paredes estaban pintadas de un moderno gris azulado, como si se viese el cielo a través de un velo de niebla. Su cama doble, una explosión de cojines la noche anterior, tenía el tamaño justito para dos. Habían pasado por el piso de Sabrina, sin planear nada, para que ella cogiese algo de ropa antes de seguir su camino hacia el apartamento de Billy. Pero se dejaron llevar deliciosamente. Era la primera vez que se quedaban a pasar la noche en casa de ella.

—No salgamos de esta cama —le había susurrado, antes de convencer a Billy hábilmente para que llamase a su oficina y dijera que estaba enfermo—. Finjamos que nos hemos quedado a la deriva en una balsa no más grande que esta cama y que nadie puede encontrarnos. —Era uno de sus juegos preferidos. Y mientras ella estuviese dispuesta a jugar a lo que él quisiera, Billy no tenía ninguna necesidad de que le rescataran.

Sabrina acababa de quedarse adormilada otra vez cuando oyó unos leves sonidos de frufrú en la cocina. Oír ruidos procedentes de una cocina vacía en la ciudad de Nueva York no era nunca algo bueno. Zarandeó a Billy para despertarle.

—Tenemos un ratón —dijo entre dientes.

—Y tú tienes una ratonera —gruñó él rodeándola con los brazos.

—Quita, Billy, lo digo en serio.

El guardó silencio unos segundos.

—Yo no oigo nada —dijo en su tono de voz normal.

Pero Sabrina estaba ya de pie, poniéndose rápidamente una camiseta y pasándole a él los bóxers.

—Vamos a mirar.

—¿No vives con tu hermana?

—Es por la tarde, está trabajando.

—Vale, vale —dijo él desperezándose antes de meter las piernas por los calzoncillos.

Para hacer una broma, cogió un paraguas de lo alto de la cómoda de Sabrina y lo levantó por encima de la cabeza. Entonces volvió la cabeza para mirarla mientras abría la puerta con mucho aspaviento y dio un teatral paso de sigilo, a lo Elmer Gruñón, en dirección a la cocina.

—Estoy cazando conejos —dijo imitando la voz del cazador de dibujos animados, y esperó a que Sabrina se riera.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó su novia con la cara colorada.

Billy estiró el cuello, aguzando el oído. Ahora estaba totalmente serio. Y allí, en la cocina, todavía con el abrigo puesto y sosteniendo en una mano un frasco de aceitunas negras, estaba la más famosa presentadora de televisión: Gus Simpson.

—¡Mamá! ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —Sabrina se sentía desnuda aun cuando la camiseta que se había puesto la tapaba de alguna manera.

—¡Vuelve a esa habitación y ponte una camisa! —Gus prácticamente chillaba mientras señalaba a Billy con el dedo.

—No. —Billy rodeó los hombros de Sabrina con el brazo, pero ella se lo quitó de encima—. Ha entrado en casa ajena sin autorización.

—¡Tú…! ¡Serás tú el que lo ha hecho! —Gus sí estaba gritando ahora—. Puedo entrar en la casa de mi hija cuando me dé la gana.

—No —insistió él. Y simplemente se quedó ahí plantado, vestido sólo con los bóxers.

Gus cambió de táctica.

—Ve a vestirte ahora mismo —le dijo a Sabrina—. Tú y yo tenemos que hablar.

—Señora Simpson, Gus, esto es incómodo para todos —dijo Billy, complacido ante su propia madurez. No era como había planeado darle la noticia a su futura suegra, pero era un firme defensor de que había que coger siempre al toro por los cuernos y nunca resistirse a la corriente de los acontecimientos. Ahora sonrió ampliamente a Sabrina, pese a notar el fuego de la mirada de la madre de su novia en él—. Creo que debería calmarse. Su hija y yo vamos a casarnos.

—Ay, Dios mío —dijo Gus, y dejó el tarro de aceitunas con tal fuerza en la encimera que el frasco salió disparado y se estampó en el linóleo. Se quedó mirando cómo el líquido se extendía por el suelo—. Yo os daría la enhorabuena, pero, que Dios me asista, no puedo pasar por esto otra vez.

Aunque la grabación del Comer, beber y ser iba a hacerse en casa de Gus, las reuniones siguieron celebrándose en el estudio de Nueva York. Era más conveniente… para todos los demás. Un par de temporadas antes, Gus creyó hallarse casi en condiciones de pedir que todas las reuniones se hicieran en su casa. Ya tenía los cuchillos, las cazuelas, las sartenes y el centrifugador de lechuga marcados con su nombre y el de Canal Cocina. No había derecho a que la caída en picado de los índices de audiencia le obligase ahora a pelear por conservar todo lo que ella misma había creado. Para ser sinceros, simplemente no habría habido Carmen Vega sin Gus Simpson. E iba a asegurarse de que esa emperifollada reina de la belleza no se olvidase de ello.

Cuando entró en la sede central de Canal Cocina, a Gus le dolían los pies dentro de sus botas negras de piel. Había pateado demasiado con esos tacones. Le sorprendía comprobar hasta qué punto la ira avivaba los pasos, pero ahora tenía los pies llenos de ampollas y se sentía aún más frustrada. ¡Ojalá ese Billy de Sabrina se atragantase con el piscolabis! El día entero había sido un desastre, desde la conversación con Alan a la charla con Sabrina y el monstruo de su novio, y todavía tenía que verse otra vez con Porter. Llegar tarde era impropio de ella. Siempre había puesto mucho empeño en llegar puntual a los sitios. Pero su vida en esos momentos estaba muy lejos de parecerse a la que había llevado cuando sólo era la ciudadana desconocida Gus Simpson, y a veces resultaba irritante. Ser Gus Simpson la famosa presentadora de la tele entrañaba cumplir un buen número de normas y reglas. Y la principal de todas ellas era la de sonreír por exigencias del guión.

—Carmen, qué sorpresa —dijo, serena y amable, al cruzar la puerta abierta del despacho de Porter—. ¿Llego tarde?

—Nunca —respondió él, observándola con atención—. Carmen ha llegado antes de la hora. Precisamente me estaba diciendo cuánta ilusión le hace trabajar contigo.

—He estado estudiando tus programas como si fuesen un plano —dijo la joven presentadora con una gran sonrisa—. Cuánto podría aprender de ti, ¿sabes? —La coletilla era española.

—Qué bien —replicó Gus—. Me alegro de que anoche pusieran Eva al desnudo en el canal de cine clásico. Ahora me siento mucho más preparada. ¿Porter?

—De acuerdo, señoras, sentémonos en esa mesa de ahí. Hay una cosa que quiero que vean: una selección de vídeos que recibimos después de la emisión. Vamos a colgar varios en el sitio de Canal Cocina, pues la respuesta del público ha sido espectacular. —Porter giró el portátil para que las dos mujeres pudieran ver la pantalla, con cuidado de dejar el ordenador a la misma distancia de una y otra. Dio al play para iniciar la reproducción de unas imágenes en las que se veía a un grupo de hombres y mujeres de veintitantos años.

«—Gus Simpson, bienvenida a mi fiesta particular del March Madness. Antes pensaba que era imposible ser como tú —decía una mujer de raza asiática que llevaba una camiseta de Syracuse—. ¡Pero ahora me siento inspirada! ¡No pasa nada por ensuciar la cocina! Y, por favor, ¿quién es el calvito ese tan mono?

»—¡Pues Oliver para ti! —exclamaba otra joven del fondo—, ¡yo me pido al otro! —Un joven regordete le propinó un golpecito en la cabeza desde detrás, jugando, con un guante de horno, antes de asomarse a la cámara para sostener en alto un letrero que decía "Amo a Carmen".

»—¡Adelante, Gus! —decían todos a coro al final del vídeo.»Porter apartó el portátil y les repartió varias copias de unas notas que había escrito.

—Tenemos montones de vídeos como éste, hasta de un grupo que preparó vuestro primer plato en tiempo real, a la vez que nosotros, y es desternillante —dijo Porter—. Es increíble la cantidad de respuestas que estamos recibiendo de los espectadores, interesados por la emisión en tiempo real, el mundo real, las personas reales del programa inaugural de Comer, beber y ser.

—Me encanta —comentó Carmen al pie—. Adoro a la gente real.

—Qué bien… —dijo Gus secamente—. A mí también me gusta mucho. Entonces, ¿cómo vamos a hacer que esto funcione? —preguntó haciendo un sutil gesto para referirse a Carmen.

—¡Ah, tengo un plan para eso! —Porter se levantó y se puso a andar de un lado a otro—. Vamos a reuniros a todos otra vez, a Troy, Hannah, Aimee y Sabrina, y vamos a repetir lo del otro día. Con algo más de organización, claro está.

—Al parecer Sabrina se ha prometido en matrimonio. Otra vez. —Porter conocía a Gus y a sus hijas desde hacía mucho tiempo, y sabía muy bien que a la más pequeña le encantaba enamorarse.

—¿Cómo que «otra vez»? —preguntó Carmen. Gus se hizo la sorda.

—Conociendo a Sabrina, el chico debe de ser un monumento —dijo Porter—. Podría traerle a él también.

—En realidad, no; no puede —replicó Gus fríamente. Porter se detuvo el tiempo suficiente para poder observar su rostro.

—De acuerdo, borra eso —dijo—. Oye, ¿dónde se ha metido Oliver? No me hubiera esperado que nuestro productor culinario llegase tarde a nuestra primera reunión de grupo.

—¡Oh, es verdad! —dijo Carmen—. Le pedí que me hiciera un favorcito de nada. Pensé que no le molestaría a nadie.

Gus abrió la boca y volvió a cerrarla. Porter captó el mensaje: a ella sí que le importaba. Pero no iba a ceder a la tentación de decirlo.

8

Nunca te quedes atrapado en el ascensor. Eso era lo que siempre decía el profesor favorito de Oliver, el doctor Randall, en la escuela de negocios. Sólo que nunca lo había dicho en sentido literal.

Oliver Cooper estiró los brazos en cruz para calcular si era capaz de tocar los dos lados del ascensor a la vez. No llegó, pero aun así le faltó muy poco para lograrlo. Sus brazos, al igual que las piernas, eran largos y bien musculados, y tenía la tez bronceada gracias a un reciente fin de semana de esquí. Con casi dos metros de estatura y la cabeza suavemente rasurada por la temida caída del cabello, Oliver era un hombre imponente. Menos mal que era el único ocupante del ascensor; las puertas de la caja cuadrada no parecían querer abrirse y no le hubiera hecho ninguna gracia tener que mantener una conversación superflua. («Qué locura, ¿eh?», sería el tema.) Apretó varias veces el botón de emergencia y el fuerte pitido le resonó en los oídos. Fue a coger el móvil, pero se acordó de que lo había dejado en casa ¡precisamente hoy! Entonces se apoyó en la pared del ascensor y se dejó caer hasta quedar en cuclillas sobre los talones de sus mocasines de piel marrón.

Un vistazo a su Swatch le informó de que eran las cuatro y cinco de la tarde. Llevaba once minutos atrapado (se suponía que debía haberse presentado en el despacho de Porter hacía cinco minutos). Y podría haber estado allí. Lástima que no se le diese mejor decir que no. Eran infinidad de veces las que no había podido negarse a hacer algo que le habían pedido. Simplemente, no podía.

—¡Oh, Oliver, cómo me alegro de verte! —Eso fue lo que le había dicho, barriéndole con una rápida mirada y clavando a continuación esos enormes ojos castaños en los suyos, mientras fingía de manera casi imperceptible estar desamparada—. Tengo que subir todas estas cosas y no encuentro a nadie por aquí que pueda ayudarme.

—¿No podrías usar un carrito? Pídeselo al portero…

Carmen se encogió de hombros como si no pudiera tomarse la molestia de averiguarlo.

—A ti seguro que no te pesa. —Y tocó ligeramente a Oliver en el brazo. Sujetaba un frappuccino de la cafetería de la acera de enfrente. Era un capricho que le hacía sentir culpable (llevaba algún tiempo tratando de reducir su ingesta de cafeína) y la taza estaba casi llena—. Yo no puedo con todo, Oliver… —Ladeó la cabeza con una expresión muy ensayada y dejó la sugerencia en el aire. Su blusa roja como de satén realzaba el tono cálido de su piel morena y sus labios rojos atraían la atención hacia su dentadura blanca y perfecta.

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