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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (34 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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Aun así, tenía la casa y unas cuantas inversiones mixtas que había hecho por su cuenta y riesgo a lo largo de los años, más como un experimento que otra cosa, así como una cuenta de ahorros y el dinero del seguro que había ido apartando para las bodas de las niñas y que había ido reinvirtiéndose continuamente en un fondo de inversión a largo plazo durante los últimos dieciocho años. Una suerte, a decir verdad, pues muchas veces se había planteado recuperar el fondo y transferir el capital a su asesor financiero.

—Todo irá bien, mamá —le había dicho Aimee—. Y, si no, siempre puedes venirte a la ciudad a vivir en mi habitación. —Se habían reído ante la ocurrencia, como si fuese un chiste privado. Sabrina se había sentido al margen en ese momento, se lo había notado en la cara.

—Déjame echarte también una mano —le había dicho su hija pequeña, pero Gus se había opuesto, resaltando la pericia de Aimee con los números. Sin embargo, después se había quedado dándole vueltas al tema, a sabiendas de que se habría sentido mejor si Sabrina no se hubiera enterado de cómo estaban las cosas.

—No tienes por qué inquietarte —le había dicho. De alguna manera, le había parecido necesario que la menor de sus hijas siguiese ajena al problema y pidiendo mimos.

—He visto la prensa de hoy —dijo Oliver, siguiendo el mismo ritmo que ella. Señaló un pájaro rojo que saltaba en una rama de árbol—. Y le he pedido a ese chiquitín que le saque los ojos al tío ese. —Silbó y el pájaro levantó el vuelo—. Mensaje transmitido. Mi colega parte rumbo a las Caimán para encontrarle y someterle a tortura —dijo como si tal cosa. Ella se rio, pero en el fondo no le habría importado nada que le ocurriese alguna desgracia al sinvergüenza que se había llevado su dinero.

—Es todo de lo más embarazoso, la verdad —dijo—. No soy tan lista como pensaba que era.

—Bah. Nunca te sientas mal por haber sido engañada. Los artistas de los chanchullos son unos profesionales.

—Tú gestionabas el dinero de otros. ¿Nunca sentiste la tentación?

—No. Yo no era quien para quitarle el dinero a nadie. Hay que tener serios delirios para querer lo que no es tuyo.

—Bueno, yo he perdido todo mi ascendiente con Alan —le confesó Gus, mientras notaba una agradable sensación de dolor metiéndosele por las piernas. Esperaba poder dormir esa noche, que el ejercicio físico del día la dejase baldada—. Ahora no puedo tirar la toalla y amenazar con dejar el programa.

—Nadie creía que fueras a hacerlo de todos modos —dijo él, y le ofreció un trago de su botella de agua. Ella declinó el ofrecimiento—. Te sientes demasiado orgullosa de tu trabajo.

—El orgullo precedió a la caída. —Empezaba a notar la piel caliente.

—Todavía estás en pie.

—Sin nadie para cogerme si me derrumbo.

—No tiene por qué ser así.

—Estoy segura de que no sabes lo que dices —dijo Gus.

—Seguro que tú sí. Te estoy pidiendo que salgas conmigo. Una cita.

Ella arrugó el entrecejo.

—Soy tu jefa, ¿sabes?

—Vale, entonces me despediré —dijo él—. Aunque he echado un vistazo a la política de Canal Cocina y… no hay restricciones.

—A mí no me han mandado ese informe.

—Poseo muchas virtudes —prosiguió él—. Como la paciencia. Cuando quiero una cosa, puedo tener toda la paciencia del mundo.

—Pues yo no. Están pasando demasiadas cosas en mi vida en estos momentos. Y, además, no sería apropiado, sencillamente. Punto final.

—No me cuentes ese cuento —dijo Oliver—. Yo te veo entre bambalinas y, francamente, me gusta más la Gus de carne y hueso. Es igual de guapa, pero mucho menos «apropiada». —Inclinó la cabeza hacia ella, un gesto que de inmediato hizo que todos los nervios del cuerpo de ella se pusieran en alerta. Dio varios pasos rápidos para adelantarse a Oliver, pero él volvió a ponerse a su altura.

No le hables —se dijo Gus—. Ni una palabra.

—¿Así que quieres a la Gus de carne y hueso, eh? —El aire fresco y la falta de sueño se le estaban subiendo a la cabeza, aflojándole la lengua antes incluso de que las células de su cerebro le transmitiesen el mensaje de que cerrara el pico—. ¿Qué sabrás tú de la Gus de carne y hueso? De hecho, ésta no es la vida que había pensado vivir, ¿sabes? —¡Cierra el pico, Augusta! Limítate a caminar en silencio el resto de la marcha. Sella esos labios—. No había planeado ser viuda a los treinta y pocos —soltó. Ay, Dios mío, seguía hablando—. No había planeado convertirme en una estrella de la televisión —continuó—. No había planeado convertirme en el futuro asegurado de Carmen Vega. No había planeado apuntarme al programita de aventuras de Gary. Y no había planeado que otra persona incubase mi siguiente huevo. ¡Ya está! —¡Ah, sí!, lo de mantener la boca callada, a ella se le daba muy bien, pensó con sarcasmo.

—Existe la vida con que soñamos —dijo Oliver—, la vida que nos merecemos y la vida que vivimos. Yo siempre preferiré lo que tengo antes que lo que me merezco.

—Y ahora eres el segundo de cocina filósofo —dijo Gus~. Mira qué listo. No quiero darte más alas, o pronto querrás tener tu propio programa. Ya tengo bastante competencia, muchas gracias.

—Yo sólo quiero paladear lo que tengo en mi plato —dijo él sencillamente—. Tal vez explorar una relación para aderezarlo un poco.

—Pues no hay mucho sabor aquí, me temo. Mi alacena está bastante vacía en estos momentos.

—Vale, vale. Mensaje recibido. De momento. Pero, mira, realmente puedo darte buenos consejos sobre el asunto del dinero. Puedo ponerte en contacto con gente. Lo único que tienes que hacer ahora es no dejar que ese tío se lleve nada más de lo que te ha robado ya. No pierdas la fe, Gus.

—Porque estaré bien, por supuesto.

—Lo estarás.

—Odio esas frases, ya sabes, cuando la gente dice esas cosas —replicó ella—. En realidad, no me hacen sentir nada mejor. Pero no te preocupes, soy la número uno dando la vuelta a la tortilla. A eso me dedico. —Su tono de voz estaba salpicado de sarcasmo.

—No pretendo restar importancia a nada de lo que has tenido que vivir —dijo él—. Pero te enfrentas a todas las situaciones con tanta elegancia… Cualquier otro estaría llorando y gimiendo por lo del robo, y en vez de eso sales aquí y te pones a hacer yoga y a andar por el monte y a ponerme a mí en mi sitio. Eres digna de admirar.

—Como la riña de ayer con Aimee y Sabrina —dijo ella—. Manejé tan bien la situación que casi me estalla una vena de la cabeza.

Guardó silencio un instante.

—Disculpa si estoy un poco irritable. Es que ha sido un fin de semana tan malo…

—Eres genial —dijo Oliver—. En todas partes cuecen habas. Mi propio hermano no me llamó cuando ocurrió lo del 11-S.

—¡Qué horror!

—Comprobó que me encontraba bien a través de mi madre. Y con eso le bastó. En aquel entonces Peter me había borrado de su vida. Pero hemos entablado el contacto de nuevo.

—Tú conocías a mucha gente que trabajaba en las Torres. —No era una pregunta.

—Sí, claro —respondió él—. Forma parte de estar en Wall Street.

—¿Por eso te metiste en la cocina? —preguntó—. La mayoría de la gente de tu posición habría invertido en un restaurante, en lugar de intentar trabajar en los fogones.

—A mí ya me gustaba la cocina antes —dijo él—. Pero puede que lo que ocurrió sí que influyera un poco.

—A veces se me pasa por la cabeza esta curiosa idea —reconoció Gus—. Que la gente que muere joven se libra del dolor, mientras que los demás nos quedamos aquí a recomponer nuestros pedazos.

—Siento lo de tu marido —dijo Oliver—. Pero eso no es lo que te define. Ayer la sesión resultó violenta, pero me parece que has criado a dos chicas estupendas.

—Estoy lejos de ser perfecta, me temo.

—¿Y no lo estamos todos?

—Disculpa, ¿Gus? —Era Priya, que, resoplando un poco, se acercaba a ellos a paso ligero. Lucía una expresión que la presentadora estrella conocía de sobra: los ojos como platos, el gesto anhelante, como si creyese que Gus estuviera a punto de desvelarle un secreto sobre la vida que sólo ella conociese. No era la primera vez que se topaba con una fan como Priya, por supuesto, pero no sólo los desconocidos la miraban de ese modo. Gus había visto esa mirada en Aimee y Sabrina cuando, sentadas en la escalera, esperaban a que les llevase a su padre a casa; y en Hannah, aquel verano que estuvo dejándose caer con una tarta en las manos; e incluso en Troy, cuando había ido a verle después de que Sabrina le hubiese hecho trizas el corazón. «¿Me salvarás? —decía esa cara—. ¿Puedes hacer que todo sea mejor?»

Lo curioso era lo fácilmente que se había metido en el papel, cuando Christopher había sido el que siempre había velado por ella. Gus había sido objeto de todos los mimos y ni siquiera se había dado cuenta. Pero no hubo ningún calentamiento previo, ninguna sesión de entrenamiento, tan sólo la repentina transición: Christopher ahí, en la cama del hospital, y todas las decisiones de la vida en sus manos, y sólo en sus manos. Hasta el punto de que prácticamente recibía con alegría cualquier desafío, cualquier crisis, ya fuera grande o pequeña, que se produjese en la vida de quienes la rodeaban. Había aprendido que se le daba muy bien ponerse manos a la obra, tirar para delante con lo que fuese, algo que su yo más joven jamás habría imaginado. Se le daba muy bien cuidar de otros. El trago amargo fue que hiciera falta que Christopher muriese para que todo eso aflorase finalmente. Y ahora llevaba años pagándole el favor.

Le había causado espanto pensar que no se hubiesen dicho «Te quiero» lo suficiente., aun cuando se lo habían dicho muchas veces. Gus sólo quería decírselo una vez más, pasar juntos una noche más, un minuto más siquiera. Lo habría aceptado, también, y con agradecimiento. Había acometido pequeñas modificaciones —ya no dejaba los zapatos tirados de cualquier modo en el armario y empezó a usar el archivador que Christopher había comprado—, y también grandes transformaciones, como seguir manteniendo un trabajo incluso cuando se había pasado la novedad. En cierto vago sentido, había tenido la sensación de que podía volver a salir con un hombre algún día, pero sin tener la menor idea de cuándo podía llegar ese momento.

«Lo sabrás cuando estés preparada», era algo que su madre solía decirle en la primera etapa tras la muerte de Christopher. Pero ¿y si no lo estaba? ¿Y si no llegaba a estarlo nunca? Echaba de menos estar con su marido, sufría por no poder notar sus manos en su cuerpo, y sentía verdadero pánico ante la sola idea de que realmente otro hombre pudiera tocarla. Por mucho que la fantasía la excitase.

En vez de eso, se había empeñado en llenar todo su anhelo de conexión íntima cuidando de otros. Durante un tiempo le había dado resultado, pero al cabo de dieciocho años de vivir sola ya no le satisfacía del mismo modo. Aun así, sabía que los demás seguían contando con ella.

—Cuánto me alegro de que esté aquí, Priya —dijo frotando muy afectuosamente el brazo de la mujer, y recibiendo a cambio el destello de unos dientes blancos—. Tiene una sonrisa preciosa —añadió, y se despidió de Oliver agitando la mano, para inclinarse hacia la mujer y poder oír así hasta la última palabra que venía a decirle.

Llevaban más de dos horas pateando los alrededores cuando por fin regresaron al vestíbulo del hotel.

—Gracias a Dios que han vuelto —dijo el gerente del complejo turístico—. Estamos en un tremendo aprieto. Nuestro chef se lia puesto enfermo y tenemos a doscientos representantes alojados en el hotel con motivo de una conferencia de ejecutivos. Han pagado un menú especial de degustación, pero el chef no ha dejado nada apuntado.

—¿Qué le ha pasado? —La preocupación de Gus era sincera.

—Se ha roto una pierna al caerse de una cama elástica —explicó el hombre.

—Bueno, estoy segura de que puede dar indicaciones sentado en una silla —dijo ella.

—No, se lo han llevado en ambulancia. Sé que esto es muy inapropiado, teniendo en cuenta que es usted una huésped del hotel, pero quería preguntarle, señora Simpson, si estaría usted dispuesta a hacer algo por nosotros.

—¿Sus ayudantes de cocina están aquí aún?

—Por supuesto —dijo el gerente—. Conocen bien el menú habitual del resto de cenas. Pero los asistentes a la conferencia… Voy a serle sincero: han pagado extra por una cena especial.

Gus consultó con Oliver.

—Tendremos que ver lo que hay en la cocina, pero supongo que podríamos echarles una mano.

Hizo un gesto a Gary para que se acercara a ellos.

—¿Qué planes tienes para esta tarde? —preguntó la presentadora al facilitador.

—Carreras de dos en dos con las piernas atadas —respondió.

—Sí, Oliver y yo cocinaremos para ustedes —dijo Gus a toda prisa. Definitivamente, no tenía pensado seguir jugando como una chiquilla—. Hannah, ve corriendo a ver si puedes meterle prisa a Carmen. Aimee y ella se han quedado muy rezagadas. A los demás, os deseo una feliz tarde en compañía de Gary.

Cuatro horas después Gus, Carmen y Oliver compartían una botella para brindar por la mejor comida que habían cocinado improvisadamente en su vida: platos de risotto con almejas de inspiración paellera, trucha con hinojo en cobertura de sal marina, finas rodajas de ternera Wagyu con mantequilla de tomillo y un trío de milhojas de crema con sabor a jengibre, té verde y chocolate a la pimienta, entre otros platos. Agotadas, dejaron a Oliver abajo, que fue a reunirse con Troy para terminar su torneo de videojuegos, y se dirigieron al ascensor, demasiado cansadas hasta para encontrar algún motivo de discusión.

Había resultado esclarecedor ver a Carmen ponerse manos a la obra y cocinar sin interrupciones publicitarias ni cámaras. Su mohín había desaparecido del todo y en su lugar había lucido una expresión de sesuda concentración, y había cortado y troceado y machacado especias hasta lograr unos asombrosos estallidos de sabor. El sofrito que había hecho, mezclando en la sartén cebolla, tomate y ajo con aceite de oliva, había elevado el pollo asado a la categoría de un plato aromático memorable.

En un primer momento, los hombres y mujeres que trabajaban en la cocina se habían quedado de una pieza al ver a Carmen, Oliver y Gus entrar por la puerta. Pero enseguida todo el mundo se había puesto manos a la obra. Como un equipo. Al fin y al cabo, había un montón de clientes que habían pagado y que esperaban ser alimentados.

A decir verdad, era la primera vez que trabajaba codo con codo con Carmen, y no sólo a su vera. La rivalidad seguía ahí, desde luego, mientras probaban, degustaban e incesantemente se sugerían la una a la otra lo que podían hacer para mejorar el plato. Pero, por una vez, la comida se impuso al choque de caracteres. A fin de cuentas, no había nadie mirando: ni Alan, ni Porter, ni millones de ojos al otro lado de la cámara.

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