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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (15 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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—¿Quiere eso decir que vas a trabajar menos, cariño? —preguntó su madre, mandando callar a su marido con un gesto de la mano.

—No necesariamente —contestó Oliver—. Pero creo que quiere decir que seré más feliz.

—Oh, qué bien —suspiró su madre.

—¿Serás menos cretino? —preguntó Marcus.

—Cabe esperar que sí —respondió Oliver mientras repartía los cafés que acompañarían al postre.

Hacía sólo cuatro años desde que se apuntara a la escuela de cocina, pero eso había cambiado su agenda, su actitud y su ropero, pensaba él ahora mirándose los mocasines marrones que jamás habría usado en su vida anterior. Había jubilado la mayoría de sus trajes y hoy en día prefería la ropa informal. La última vez que había estado en un ascensor, rodeado de cajas, había sido cuando desmontó su despacho y bajó las cosas al vestíbulo, con sus colegas del mundo de las finanzas mirándole sin poder disimular su conmiseración al pasar por el pasillo delante de ellos. Creían que se le habían cruzado los cables por culpa de la presión. Oliver sabía que ya se había vendido demasiado. Por eso acogió con agrado el rigor del Instituto Culinario, aunque le resultase chocante.

Allí fue donde conoció a Carmen. Le llevaba un semestre de delantera —él era además bastantes años mayor que ella—, pero acabaron coincidiendo en una clase de repostería. Él le echó una mano el día que Carmen tuvo un «pequeño accidente» con una crema de coco: la batidora eléctrica rayó el metal del cuenco y su preciosa crema amarillenta quedó transformada en un engrudo gris verdoso. Entre los dos tiraron aquel desastre por el fregadero y entonces Oliver echó la mitad de su mezcla en el cuenco de ella. Contravenía las normas, por supuesto, pero le pareció que era lo que debía hacer. Una vez más, Oliver había querido pertenecer al bando de los amables.

Y ahora, cuatro años más tarde, se había encontrado milagrosamente trabajando para Canal Cocina e iniciando una carrera profesional nueva a sus treinta y nueve años. Miró la hora en su brillante reloj de plástico. Oliver había dicho definitivamente adiós a su antigua vida en el instante en que guardó en una caja su caro reloj (era demasiado arriesgado llevar joyas buenas cuando se estaba cocinando) y empezó a usar uno que le hacía sonreír cada vez que miraba la hora. Bueno, tal vez no cada vez: seguía llegando tardísimo a la reunión.

Frustrado y aburrido, Oliver de repente sintió curiosidad y despegó la cinta adhesiva que sellaba la caja más grande de Carmen. ¿Por qué no echar un vistazo a eso que era tan importante? Se sintió mal por ser tan fisgón.

Dentro, cuidadosamente envueltos en papel de burbujas, había once pares de zapatos: planos para cocinar y de tacón para… ¿quién coño lo sabía?

Sacó un par de zapatos de tacón de aguja dorados y se los «calzó» en las manos.

—Soy Carmen —dijo con voz de falsete, exagerando ridículamente el acento español—. Súbeme los zapatos, para que pueda pisotearte bien. —E hizo la pantomima de caminar por la tapa de la caja con sus manos calzadas para acabar bailando un cancán—. Sáquenme de aquí —gimió llevándose las manos automáticamente a la cabeza, aún con ellas metidas en los zapatos dorados de Carmen.

Inesperadamente, las puertas del ascensor se abrieron.

—¡Huy!, ¿Oliver? —Era Porter, de pie en el pasillo, asimilando la imagen del alto, rapado y apuesto productor culinario agachado entre las cajas y con los índices asomando por la abertura frontal de un par de zapatos dorados—. ¿Te encuentras bien?

9

Porter no se rio tanto cuando, ciento veintiocho minutos después, hacía una pelota con el séptimo folio de papel que arrugaba.

—Creo que tenemos que sorprender al público en el próximo programa —decía Carmen, repitiendo su tesis—. A mí me gustaría ver algo con tinta de calamar. El menú tiene que asombrar y atraer.

—Eso está muy bien para un restaurador, Carmen, pero la cocina en televisión no tiene que ser tan rebuscada —respondió Gus—. Se trata de hacer que lo espectacular parezca sencillo.

—Ya he hecho un programa antes, no es mi primera vez.

—No me cabe la menor duda de que estás familiarizada con el tema. Pero lo que estamos haciendo aquí es bastante diferente a… ¿un programa de diez minutos por Internet? —A Gus no le estaba haciendo ninguna gracia tanto tira y afloja en relación con los menús de las siguientes emisiones de Comer, beber y ser. Siempre le había resultado sencillo planear sus programas, en los que no tenía copresentadora. Y no le llamaba la atención la propuesta de presentar platos rebuscados: como madre, sentía más respeto por sus ocupadas homólogas.

También resultaba desalentador que Alan les obligase a emitir una tanda corta de programas que no llenaba toda la temporada. En esencia, Gus estaba haciendo méritos para conseguir un empleo que había desempeñado ya a lo largo de doce años. Era para cabrearse.

—Pues EstallidoDeSabor gozaba de muchísima popularidad —repuso Carmen en tono glacial.

—Sí, entre las asociaciones de estudiantes —respondió Gus—. ¿Qué demonios hacías en diez minutos? ¿Batir mayonesa? ¿Hacer patatas y salsa? ¿Preparar una ensalada? —Estaba poniéndose de mal humor, pero trató de contenerse. Lo último que deseaba era que la tomasen por una cascarrabias. Se aclaró la voz y trató de hablar con su tono de voz más profesional—: Lo que quiero decir, Carmen, es que el espectador medio de Canal Cocina busca que le agasajen y le inspiren, no que lo abrumen. Tratamos de usar ingredientes fáciles de encontrar y que resulten más o menos familiares a todo el mundo.

—Pero la novedad mantiene el interés de la gente —replicó la ex Miss España—. Y, por cierto, la mayonesa que yo hago es la de toda la vida.

—A mí me gusta la mayonesa, bueno, en realidad el alioli, pero es la misma idea. —Oliver no había dicho ni pío en prácticamente toda la reunión, incómodo por haber llegado tan tarde, molesto con Carmen, intimidado por Gus y preocupado por la impresión que se habría llevado Porter de él—. Podríamos hacer pescado con alioli.

Gus y Carmen le lanzaron una mirada de desaprobación. Ay, mi madre… Se hundió casi imperceptiblemente en su silla.

—Anda, si habla —dijo Porter, calibrando a Oliver con la mirada—. Mirad, está claro que Carmen y Gus tienen pareceres diferentes, y yo quiero que vayáis los tres juntitos a comprar y que volváis aquí y os pongáis a cocinar. Sin cámaras, sin presión. A ver qué conseguís hacer en la cocina del estudio, a ver si podéis aprender unos del estilo de los otros.

—Pero si ni siquiera podemos ponernos de acuerdo sobre lo elemental del menú —empezó a decir Carmen—. Mis conceptos no están siendo respetados por algunas de las señoras de la sala.

—Confía en mí, Carmen —dijo él—, tú aportas innovación y especias. Gus aporta sofisticación y un historial demostrado. Yo he pasado por muchos programas de éxito y entre todos, os guste a vosotras dos o no, voy a asegurarme de que Comer, beber y ser sea el mejor de todos los que he producido hasta ahora.

—¿Cuándo empezamos con el nuevo programa? —preguntó Oliver.

—De inmediato —respondió Porter—. Esto es lo que de verdad quiero hacer: montar un concurso. El afortunado espectador ganará una hora de antena con el equipo de Comer, beber y ser.

—¿Qué? —Gus tenía la sensación de que todo estaba empezando a girar fuera de su control y, francamente, no le hacía ni pizca de gracia.

—Tendremos participantes que presentarán recetas que ellos hayan creado, vídeos, lo que se nos ocurra. Todo para tener la gran suerte de cocinar codo con codo con vosotras dos. Los seguidores de Carmen son internautas, y nuestros espectadores matarían con tal de pasar un rato en tu cocina, Gus.

—¡Porter, estás convirtiendo mi programa en un concurso!

—También es mi programa, Gus. —Carmen dio una palmada al juntar las manos—. Y a mí me parece una idea brillante.

—Bien —dijo Porter—. Tenemos ya un anuncio para el concurso, listo para grabarse en directo.

A ciento doce kilómetros de distancia, en el norte de Nueva Jersey, Priya Patel abrió el buscador de Internet por cuarta vez en quince minutos. De fondo, como de costumbre, se oía el runrún de Canal Cocina; le gustaba ese sonido, pero sólo prestaba atención a las repeticiones de ¡Cocinar con gusto! de las doce del mediodía y de las cinco. Lo demás era puro relleno. Hoy Gus Simpson estaba preparando bollitos de naranja y albaricoque con un glaseado dulce elaborado a base de piel de naranja, ralladura de limón y azúcar glas. ¡Mmm…!

Lo único que superaba a las repeticiones de los programas eran los episodios originales, y Priya había establecido como una norma de la casa que no la interrumpiesen durante la emisión de una nueva entrega en la que apareciese Gus. Sólo en caso de que a alguno se le rompa un brazo, le decía a su familia. Exclusivamente. Tampoco era que a nadie de la casa le interesase gran cosa. Durante aquella emisión en directo se había armado un buen lío en la cocina de Gus y se la había visto algo tensa. Poniendo buena cara, por supuesto. Priya sabía lo que era eso.

Se había quedado consternada al ver los anuncios de un programa completamente nuevo —Comer, beber y ser— que iba a sustituir a su adorado ¡Cocinar con gusto!, cuyo ritmo era agradable, muy relajante, mientras que el programa en directo parecía algo caótico.

Preocupada, Priya había escrito varios mensajes electrónicos en los últimos días, concretando mucho sus ideas y explicándoles por qué creía que ese formato en directo no era la mejor opción para mostrar los talentos de Gus Simpson. Y nadie de Canal Cocina se había tomado la molestia de responder. No es que ella hubiese esperado otra cosa… Bueno, a lo mejor sí había albergado alguna esperanza. Era bueno tener esperanza.

Entonces a Priya le había dado por exponer esquemáticamente sus ideas a última hora de la noche a su marido, Raj, quien unas veces parecía interesado en el tema y, otras, era muy evidente que prefería irse a dormir. Ella sabía que no debía molestarse por ello, pero no dejaba de resultar desagradable. A diferencia de ella, que había llegado a Estados Unidos a los dos años, Raj había crecido en la India y sólo había viajado a América cuando Priya y él se prometieron en matrimonio. Se habían conocido antes, por supuesto; sus padres fueron considerados con ella a ese respecto.

El matrimonio había sido una condición para poder matricularse en un posgrado. Y Priya estaba más que dispuesta a abandonar el nido paterno. En aquel entonces le había parecido un buen trato. Una petición razonable. Ahora, casi veinte años y tres hijos después, le gustaría poder dar marcha atrás y deshacer aquella decisión, para seguir siendo virgen y quedarse toda la vida en la casa de su madre. Habría podido ocuparse del mostrador de la Posada Days que tenían en el norte de Jersey, sonriendo a los cansados viajeros que venían de la autopista.

«Oh, permítame que consulte su reserva», habría dicho con un tono sereno en el despacho con aire acondicionado. «Permítame que haga más agradable su estancia.» Y los clientes habrían sonreído y le habrían dado las gracias en voz baja y habrían apreciado el cuenco de manzanas que tenía sobre el mostrador, lavadas y listas para ser consumidas. Priya se enorgullecía de su atención a los detalles.

Y nadie se hacía una idea de lo que costaba mantener todas las cosas en su sitio.

Deberías estar contenta. Eso era lo que decía su marido. Mira qué casa tan bonita tenemos. ¿Sabes cuánto ha costado esa pantalla plana? Deberías estar contenta. Eso era lo que le decía su suegra cuando cogía un avión para ir a verlos, cada visita cada vez más larga. Cuando yo me casé, no tuve nada de esto. Deberías tratar mejor a tu marido. Ves demasiada televisión. Eres perezosa y rezongona. Si mi hijo no fuese tan bueno, te habría cambiado por otra hace mucho tiempo.

A Priya le gustaba imaginarse a sí misma estampada en un cromo, con la cara en el anverso y sus datos vitales en el reverso. Altura: 1,65 metros. Peso: Métete En Tus Asuntos. Edad: Métete En Tus Asuntos. Aficiones: hacer conservas de fruta, elaborar mermeladas y ver a Gus Simpson en Canal Cocina. («Eso no son aficiones muy indias», se imaginaba a los coleccionistas de los cromos discutiendo entre sí mientras sopesaban su valía comparándola con las Lakshmis, Mayas e Indiras. «Eso convierte a Priya en un cromo muy poco común, ciertamente. ¿Vale más o vale menos?») Nivel de felicidad. Esa era la categoría favorita de Priya de las que aparecían en el cromo. Nivel de felicidad: Métete En Tus Asuntos.

Le encantaba esa expresión. Métete En Tus Asuntos. Era lo que le decía a su marido cuando le preguntaba qué había estado haciendo todo el día, cuando a ella se le había olvidado ir a la calle Oak Tree Center de Iselin a por unos tomates, chilis y coriandro fresco para preparar una comida. A por un poco de methi (fenogreco) para preparar tortitas thepla. A Raj le encantaba ese plato. A su hija adolescente, no. Ni a sus hijos; el más pequeño, de casi seis años, ya estaba preparándose para empezar a ir al colegio de primaria a partir del otoño.

A él le gustaban los macarrones, de caja, que Priya preparaba con frecuencia cuando estaban solos en casa, haciéndole jurar que guardaría el secreto. Eso también podría figurar en su cromo. Malos hábitos: guarda secretos. Y se esconde a llorar en el cuarto de baño.

—Debes de estar contenta con que Kiran empiece ya primaria —le dijo su madre, que solía ir a visitarla—. Así tendrás tiempo para hacer todas las cosas que quieres hacer. Piensa en lo limpia que estará la casa.

Métete En Tus Asuntos, pensaba Priya, vocalizando bien cada palabra mentalmente y sonriendo. De labios para afuera, se mostraba de acuerdo con su madre. Sería genial, le decía.

Ahora, con Kiran jugando arriba con la pancita bien llena de pasta Kraft, Priya abrió una nueva ventana en la pantalla de su ordenador. Las palabras «¡Gane una oportunidad para aparecer en Comer, beber y ser!» parpadeaban en la pantalla. «Véanse las normas para concursar», leyó, y pinchó el enlace.

¿Qué daño haría a nadie si participara en el concurso nuevo de Gus?, pensó. ¿No sería divertido conocerla en persona y charlar sobre especias? Priya se lo sabía todo sobre la vida de Gus (lo había leído en la revista People hacía años). Sabía que se había quedado viuda con dos niñas, que con mucho esfuerzo había conseguido montar una pequeña bocadillería…

Trabajar en ese tipo de establecimiento debía de ser bastante duro, desde luego que sí, pensó Priya. Con la gente pidiendo cada uno una cosa diferente: bocadillo sin tomate, con más lechuga, este pan está duro, ¿por qué no ha ido a los indios a por cebolla fresca? Sentía empatía por Gus, debía de haber trabajado mucho, y se alegraba sinceramente de su éxito.

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