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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (13 page)

BOOK: Amo del espacio
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—Sí —admitió Elmo—. Pero quisiera preguntar algo más. Andrómeda es una constelación, no una estrella. Sin embargo me dijiste que vuestro planeta es Andrómeda II. ¿Cómo es posible?

—En realidad venimos del planeta de una estrella en Andrómeda para la cual no tenéis nombre; está demasiado lejos para que aparezca en vuestros telescopios. Simplemente la llamé por un nombre que sería familiar para vosotros. Para vuestra comodidad llamé a la estrella según la constelación.

Cualquier sospecha —de qué, no podía decirlo— que Elmo Scott tuviera, se acababa de evaporar.

La vaca se enderezó.

—Bueno, ¿qué esperamos para largarnos?

—Nada, supongo —dijo el doberman—. Cinco y yo nos turnaremos en la guardia.

—Id adelante y empezad a trabajar —dijo la serpiente de cascabel—. Yo haré la primera guardia. Media hora; eso os dará un mes allí.

El Doberman asintió. Se levantó dirigiéndose a la puerta, que abrió con el morro después de levantar el pestillo con la cola. La ardilla, la gallina y la vaca le siguieron.

—Ya nos veremos, guapa —dijo la vaca.

—Hazta luego, zeñores —dijo la ardilla.

Casi dos horas después, el Doberman que estaba entonces de guardia, levantó la cabeza repentinamente.

—Ya se van —dijo.

—¿Cómo? —dijo Elmo Scott.

—Su nueva espacionave acaba de despegar. Ha entrado en el hiperespacio y está acelerando hacia Andrómeda.

—Has dicho su nave. ¿Por qué no has ido con ellos?

—¿Yo? Desde luego que no voy. Yo soy Rex, tu perro. ¿No te acuerdas? Sólo que Uno, el que usaba mi cuerpo, me ha dejado una comprensión de lo sucedido y un bajo nivel de inteligencia.

—¿Un bajo nivel?

—Parecido al tuyo, Elmo. Dice que se desvanecerá, pero no hasta que te lo haya explicado todo. ¿Qué te parece si me das comida? Estoy hambriento. ¿Quieres darme la comida, Toots?

Elmo dijo:

—No llames a mi esposa... Dime, ¿eres realmente Rex?

—Desde luego que soy Rex.

—Dale la comida, Toots —dijo Elmo—. Espera, tengo una idea. Vamos todos a la cocina de modo que podamos seguir hablando.

—¿No me darás doble ración? —preguntó el Doberman.

Dorothy estaba sacando la comida del perro de la nevera.

—Desde luego, Rex.

El perro se colocó en su rincón de la cocina.

—Qué te parece si preparas algo de comer para nosotros, Toots —sugirió Elmo—. Estoy hambriento. Mira, Rex, ¿cómo es que se fueron de este modo, sin despedirse de nosotros?

—Me dejaron a mí para deciros adiós de su parte. Y te hicieron un favor, Elmo, para compensarte por tu hospitalidad. Uno te examinó el cerebro y encontró la barrera psicológica que te ha impedido el idear nuevos argumentos para tus novelas. La destruyó. De modo que ahora podrás escribir de nuevo. Ni mejor ni peor que antes, quizá, pero al menos no te sentirás impotente, delante de una hoja de papel en blanco.

—Qué importa eso ahora —dijo Elmo—. ¿Qué hay de la nave que no pudieron reparar? ¿La dejaron aquí?

—Desde luego. Pero sacaron sus cuerpos y los repararon. Eran verdaderos monstruos, desde luego. Dos cabezas cada uno y cinco miembros y podían usarlos como piernas o como brazos; con seis ojos cada uno, tres en cada cabeza, colocados al extremo de largos tentáculos. Quisiera que los hubieras visto.

Dorothy estaba colocando la comida en la mesa.

—¿No te importará una comida fría, Elmo? —preguntó.

Elmo la miró sin verla y dijo:

—¿Eh? —y luego se volvió hacia el perro. El Doberman estaba en su rincón inclinado sobre una gran fuente de comida, que Dorothy acababa de poner en el suelo a su lado. Dijo:

—Gracias Toots —y empezó a tragar con gran ruido de mandíbulas. Elmo se preparó un sándwich y empezó a comer. El Doberman terminó su comida, bebió algo de agua y se tendió a los pies de Elmo.

Elmo lo miró.

—Rex, si puedo encontrar la espacionave que abandonaron no tendré que volver a escribir historias —dijo—. Puedo hallar bastantes cosas dentro para... Oye, voy a hacerte una proposición.

—Ya sé —dijo el Doberman—. Si te digo dónde está, buscarás «una» Doberman para que tenga compañía y te dedicarás a la cría de perritos Doberman. Bien, quizá no lo sabes, pero de todos modos vas a hacer precisamente esto. El monstruo llamado Uno puso esa idea en tu cabeza; me dijo que yo también tenía que sacar algo de provecho de todo este asunto.

—Conforme, pero ¿me dirás dónde está el aparato?

—Te lo diré, ahora que te has terminado ese sándwich. Era algo que parecía una mota de polvo, si la hubieses visto, encima del pedazo de jamón cocido que te has comido. Era casi submicroscópico. Te lo acabas de tragar.

Elmo Scott se llevó las manos a la cabeza. La boca del Doberman estaba abierta; cualquiera habría dicho que se estaba riendo de él.

Elmo lo amenazó con un dedo.

—¿Quieres decir que tendré que seguir escribiendo novelas toda mi vida?

—¿Y por qué no? —preguntó el Doberman—. Ellos decidieron que realmente serías más feliz de ese modo, y con la barrera psicológica destruida no te será difícil. Ya no tendrás que empezar por: —Ya es tiempo que todos los hombres buenos...—Incidentalmente, no fue ninguna casualidad que sustituyeras monstruos por hombres; fue la idea de Uno. Ya se encontraba aquí, en mi interior, observándote. Y divirtiéndose mucho, además.

Elmo se levantó y empezó a pasearse por la cocina.

—Parece que han sido más listos que yo en todo, excepto en una cosa, Rex —murmuró—. Esto no me lo podrán quitar, si tú cooperas.

—¿Cómo?

—Podemos ganarnos una fortuna. ¡Rex, el único perro del mundo que habla! Puedo darte collares con diamantes incrustados y podrás comer bistecs de ternera y todo lo que quieras. ¿Lo harás?

—¿Si haré el qué?

—Hablar.

—Woof —dijo el Doberman.

Dorothy Scott miró a Elrno Scott.

—¿Por qué has hecho eso, Elmo? Siempre me has dicho que no le pidiese que hiciera nada.

—No sé —dijo Elmo—. Se me ha olvidado. Bien, creo que lo mejor será que vuelva a escribir mi novela. —Pasó por encima del perro y se dirigió a la máquina de escribir en la otra habitación.

Se sentó delante de ella y luego llamó.

—Eh, Toots.

Dorothy entró y se puso a su lado.

Elmo dijo:

—Creo que tengo una idea. Esa frase de «Ya es tiempo que todos los monstruos buenos vengan en ayuda de Elmo Scott» contiene una idea estupenda. Casi puedo sacar el título de ahí.
Los monstruos risueños.
Se trata de un individuo que quería escribir una novela de fantasía científica y de repente su... uh... perro. Puedo hacer que sea un Doberman como Rex y... Bien, espera hasta que la leas.

Puso una hoja limpia de papel en la máquina y escribió el título:

LOS MONSTRUOS SONRIENTES

PESADILLA DESPIERTO

(Daymare)

Todo empezó como un sencillo caso de asesinato. Esto ya era bastante malo, porque era el primer asesinato cometido durante los cinco años que Rod Caquer llevaba de Teniente de las Fuerzas de Policía, en el Sector Tres de Callisto.

Toda la población del Sector Tres se sentía orgullosa de aquella marca, o por lo menos se había sentido, hasta que aquel récord había dejado de significar algo.

Pero antes de que aquel caso se terminara, nadie se habría sentido más contento que Rod Caquer si el asunto hubiese sido un simple caso de asesinato sin complicaciones cósmicas.

Los sucesos empezaron a ocurrir cuando el zumbido del aparato hizo que Rod Caquer dirigiera la mirada hacia la pantalla de su telecomunicador.

La imagen de Barr Maxon, Director del Sector Tres, le contemplaba severamente.

—Buenos días, Director —dijo Caquer, amablemente—. Me gustó mucho el discurso que pronunció la noche pasada sobre los...

Maxon le interrumpió.

—Gracias, Caquer —dijo—. ¿Conoce a Willem Deem?

—¿El propietario de la tienda de libros y films? Sí, algo.

—Está muerto —anunció Maxon—. Parece asesinato. Más vale que vaya en seguida.

Su imagen desapareció de la pantalla, antes que Caquer pudiera hacer ninguna pregunta. Pero las preguntas podían esperar. Caquer ya se dirigía a la puerta, mientras se abrochaba el cinto de su espadín.

¿Un asesinato en Callisto? No acababa de creerlo, pero si era cierto lo mejor que podía hacer sería llegar allí cuanto antes. Con toda rapidez, si es que quería poder echar un vistazo al cuerpo antes de que no lo incineraran.

En Callisto, los cadáveres no pueden preservarse más de una hora después de su muerte, debido a las esporas de hylra que, en pequeñas cantidades, flotan siempre en el ambiente. Desde luego, son inofensivas para los tejidos vivos, pero aceleran enormemente la putrefacción en los tejidos animales muertos, de cualquier clase.

El Dr. Skidder, médico forense, atravesaba la puerta de la tienda de libros y películas cuando el Teniente Caquer llegaba, casi sin aliento.

El médico señaló con el pulgar hacia atrás.

—Más vale que se apresure si quiere echar una mirada. Se lo llevan por la puerta trasera. Pero he examinado...

Caquer pasó por su lado corriendo y alcanzó a los sanitarios en la parte de atrás.

—Hola, muchachos, déjenme echar un vistazo —dijo Caquer mientras levantaba la tela que cubría la cosa depositada en la camilla.

Después de verlo se sintió un poco marcado, pero no había ninguna duda de la identidad del cadáver o de la causa de la muerte. Había tenido la esperanza que aquello podría resultar en una muerte por accidente, después de todo. Pero el cráneo estaba partido hasta las cejas, un golpe dado por un hombre fuerte con una pesada espada.

—Deje que nos marchemos, Teniente. Hace casi una hora que lo han encontrado.

La nariz de Caquer confirmó esta observación y volvió a colocar la sábana en su lugar rápidamente y dejó que los sanitarios se dirigieran a su brillante ambulancia blanca, estacionada delante de la puerta.

Volvió a entrar en la tienda, pensativo, y lanzó una mirada a su alrededor. Todo parecía estar en orden. Las largas estanterías de mercancías envueltas en celofán estaban limpias y arregladas. La fila de cabinas en un extremo del local, algunas equipadas con visores para los clientes que deseaban examinar libros, mientras otras disponían de aparatos de proyección para aquellos que estaban interesados en microfilms, estaban vacías y ordenadas.

Un pequeño grupo de curiosos se había reunido en el exterior y Brager, uno de los policías, estaba ocupado en impedir que entrasen en el local.

—Oiga, Brager —dijo Caquer. El patrullero entró en la tienda y cerró la puerta detrás de él.

—Diga, Teniente.

—¿Sabe algo de esto? ¿Quién lo encontró, cuándo, etc.?

—Yo lo encontré, hace casi una hora. Estaba haciendo mi ronda, cuando oí el disparo.

Caquer lo miró, sin expresión.

—¿El disparo? —repitió.

—Sí. Entré corriendo y lo encontré muerto sin que se viera a nadie por aquí. Estaba seguro de que nadie había salido por la puerta principal, de modo que fui a la trasera y tampoco se veía a nadie. De manera que regresé y llamé por teléfono.

—¿A quién? ¿Por qué no me llamó a mí directamente?

—Lo siento, Teniente, pero estaba excitado y sin duda marqué el número mal y salió la comunicación con el Director. Le dije que alguien había disparado contra Deem y me ordenó que me quedase de guardia y que él llamaría al forense, a la ambulancia y a usted.

«¿Lo habría hecho en aquel orden?», se preguntó Caquer. Sin duda, ya que él había sido el último en llegar allí.

Pero puso aquel detalle a un lado para concentrarse en la cuestión más importante, que Brager había oído un disparo. Eso era absurdo, a menos que... pero no, aquello era también absurdo. Si Willem Deem había sido muerto de un tiro, el médico no le habría abierto el cráneo como parte de su autopsia.

—¿Qué es lo que quiere decir por un disparo, Brager? —preguntó Caquer—. ¿Un arma explosiva de las de tipo antiguo?

—Sí —dijo Brager—. ¿No ha visto el cadáver? Tiene un agujero en el pecho, justo en el corazón. Creo que es un agujero de bala. Nunca he visto uno antes. No sabía que existiera una pistola en Callisto. Fueron prohibidas antes que las armas radiónicas.

Caquer asintió lentamente.

—¿No has visto ninguna otra señal de... ejem... alguna otra herida? —insistió.

—Caramba, no. ¿Por qué tendría que haber alguna otra herida? Un agujero en el corazón es suficiente para matar a un hombre, ¿no?

—¿Adónde se fue el Dr. Skidder cuando salió de aquí? —preguntó Caquer—. ¿Dijo algo antes de irse?

—Sí, me dijo que como usted le pediría su informe se marchaba a su oficina y que esperaría hasta que usted fuese allí o le llamase. ¿Qué quiere que haga yo ahora, Teniente?

Caquer pensó por un momento.

—Vaya a la casa de al lado y use su visífono, Brager, yo tengo que comunicar por éste. —Caquer ordenó por fin al policía—. Llame a tres hombres más y los cuatro se dedican a visitar a todas las casas de la manzana y a preguntar a todo el mundo.

—¿Quiere decir si vieron a alguien escapar por la puerta trasera, o si oyeron el disparo y todo eso? —preguntó Brager.

—Sí. También todo lo que sepan de Deem, o de quien pudiera haber tenido un motivo para matarlo.

Brager saludó y se marchó.

Caquer llamó al Dr. Skidder por el visífono.

—HoIa, Doctor —dijo—. Suéltelo todo.

—Nada más que lo que había a la vista, Red. Un arma radiónica, desde luego. A corta distancia.

El Teniente Red Caquer trató de dominar sus pensamientos.

—Repita eso, por favor, Doctor.

—¿Qué sucede? —preguntó Skidder—. ¿Nunca ha visto una muerte por arma radiónica antes? Es posible que no la haya visto, Red. Pero hace cincuenta años, cuando yo era estudiante, las teníamos de vez en cuando.

—¿Cómo lo mató?

El Dr. Skidder pareció sorprendido.

—Ah, entonces no alcanzó a los sanitarios. Creía que habría visto el cuerpo. En el hombro izquierdo tenía quemada toda la piel y la carne, y el hueso chamuscado. La muerte fue debida a shock; el rayo no alcanzó ninguna área vital. La quemadura hubiese sido mortal de todos modos, pero el shock hizo la muerte instantánea.

«Los sueños deben ser algo parecido a esto», pensó Caquer. En los sueños pasan cosas que no tienen ningún significado —se dijo a sí mismo— pero ahora no estoy soñando, esto es real.

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