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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (14 page)

BOOK: Amo del espacio
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—¿Ninguna otra herida o señales en el cuerpo? —preguntó lentamente.

—Ninguna. Le sugiero, Red, que se concentre en la busca del arma. Registre todo el Sector Tres, si es necesario. Ya sabe cómo son las armas radiónicas, ¿no?

—He visto fotografías —dijo Caquer—. Dígame, Doctor ¿Hacen ruido? Nunca he visto el disparo de una.

El Dr. Skidder movió la cabeza.

—Hay un destello y un sonido silbante, pero no producen estruendo.

El doctor se lo quedó mirando.

—¿Quiere decir un disparo de arma explosiva?

—Desde luego que no. Sólo un débil s-s-s. No se podría oír a más de cinco metros.

Cuando el Teniente Caquer hubo cerrado el visífono, se sentó y cerró los ojos, tratando de reunir sus ideas dispersas. De alguna manera tendría que encontrar la verdad entre tres observaciones contradictorias. La suya, la del policía y la del Doctor.

Brager había sido el primero en ver el cuerpo y había dicho que tenía un agujero en el corazón. Y que no había más heridas. Que había escuchado el ruido del disparo.

Caquer pensó, supongamos que Brager miente. Seguía sin haber lógica. Porque de acuerdo con lo dicho por el Dr. Skidder no había agujero de bala, sino una quemadura por rayo. Skidder había visto el cuerpo después de Brager.

Alguien podía, por lo menos en teoría, haber usado un arma radiónica en el intervalo, sobre un cuerpo ya muerto. Pero...

Pero aquello no explicaba la herida de la cabeza, ni el hecho que el médico no había visto el agujero de bala.

Alguien podía, por lo menos en teoría, haber golpeado el cráneo con una espada, entre el momento que Skidder había hecho la autopsia y el instante en que él, Caquer, había visto el cadáver. Pero...

Pero aquello no explicaba porque él no había visto el hombro quemado cuando había levantado la sábana que cubría el cuerpo de la camilla. Podía haber dejado de observar el agujero de la bala, pero no era posible que no se hubiera fijado en un hombro en el estado que lo había descrito el Dr. Skidder.

Siguió trabajando en aquel rompecabezas, hasta que al fin decidió que sólo había una explicación posible. El médico forense mentía, por la razón que fuese. Ello significaba, desde luego, que él, Rod Caquer, no se había fijado en el agujero de la bala; pero aquello seguía siendo posible.

Mientras que la historia de Skidder no podía ser cierta. El mismo Skidder, durante la autopsia, podía haber hecho la herida de la cabeza. Y después, podía haber mentido sobre la quemadura del hombro. Caquer no podía imaginarse por qué —a menos que el hombre estuviese loco— habría cometido ninguna de las dos cosas. Pero ésa era la única forma en que podía hacer encajar todas las piezas del problema.

Pero ahora el cuerpo ya había sido incinerado. Sería su palabra contra la del Dr. Skidder...

«Pero, ¡espera!...» los sanitarios, dos de ellos, tenían que haber visto el cuerpo cuando lo colocaban en la camilla.

Rápidamente, Caquer se puso en pie delante del visífono y obtuvo comunicación con el Hospital.

—Los dos sanitarios que retiraron un cadáver en la Tienda 9364, hace menos de una hora, ¿han llegado ya al Hospital? —preguntó.

—Un momento, teniente... Sí, uno de ellos ha acabado su guardia y se ha marchado a casa. Pero el otro está aquí.

—Que se ponga al aparato.

Red Caquer reconoció al hombre que se situó delante de la pantalla. Era uno de los enfermeros que le habían pedido que se apresurase.

—Sí, teniente —dijo el hombre.

—¿Usted ayudó a poner el cuerpo en la camilla?

—Desde luego.

—¿Qué diría usted que fue la causa de la muerte?

El hombre vestido de blanco se quedó mirando a la pantalla incrédulamente.

—¿Está bromeando, Teniente? —sonrió—. Hasta un tonto podía ver lo que le había sucedido a aquel tipo.

Caquer arrugó el ceño.

—Sin embargo, hay declaraciones contradictorias. Quisiera su opinión.

—¿Mi opinión? Cuando a un hombre le han cortado la cabeza, no pueden haber diferencias de opinión, Teniente.

Caquer se obligó a hablar tranquilamente.

—El otro hombre que fue con usted, ¿podrá confirmar eso?

—Desde luego. ¡Por Júpiter! Tuvimos que colocarlo en la camilla en dos trozos. Primero, nosotros dos colocamos el cuerpo y luego Walter cogió la cabeza y la colocó al lado del busto. El asesinato se cometió con una onda desintegradora, ¿no fue así?

—¿Usted comentó el caso con su compañero? —dijo Caquer— ¿No hubo diferencia de opiniones respecto a... uh... los detalles?

—En realidad, sí que la hubo. Por eso le pregunté si el arma usada era un desintegrador. Después que llevamos el cuerpo al incinerador, mi compañero trató de convencerme que el corte tenía la apariencia de que alguien le hubiese dado varios golpes con un hacha o algo parecido. Pero era un corte limpio y recto.

—¿Vio alguna señal de herida en la parte superior del cráneo?

—No. Oiga, Teniente, no tiene muy buen aspecto. ¿Le pasa algo?

Esa era la situación con la que se enfrentó Rod Caquer y no se le puede culpar por desear que todo hubiese quedado en un simple caso de asesinato.

Unas cuantas horas antes le había parecido bastante mal que se hubiesen interrumpido la serie de años en que no se había registrado ningún asesinato en Callisto. Pero, desde entonces, las cosas se habían complicado. El aún no lo sabía, pero aún se iban a complicar más y aquello era sólo el principio.

Ya eran las ocho de la tarde y Caquer seguía en su despacho con un ejemplar del formularlo 812 delante de él, encima de la brillante superficie de duraplástico de su escritorio. En el formulario había unas cuantas preguntas impresas, aparentemente preguntas muy sencillas.

Nombre del difunto: Willem Deem.

Ocupación: Propietario de una tienda de libros y films.

Residencia: Departamento 825. Sector Tres. Callisto.

Residencia comercial: Tienda 9364. St. Tres. Callisto.

Hora de la muerte: Aprox. 3 tarde. Hora Oficial Callisto.

Causa de la muerte:...

Sí, las cinco primeras preguntas habían sido contestadas en un abrir y cerrar de ojos. Pero, ¿y la sexta? Había estado contemplando el impreso durante más de una hora. Una hora de Callisto, no tan larga como las de la Tierra, pero inacabable cuando se está considerando una pregunta como aquélla.

Fuese como fuese, tendría que escribir algo.

En vez de hacerlo, apretó el botón del visífono y un momento más tarde Jane Gordon le estaba contemplando desde la pantalla. Y Rod Caquer le devolvió la mirada, porque era algo que valía la pena.

—Hola, Jane —dijo—. Me temo que no podré venir esta noche. ¿Me perdonas?

—Desde luego, Rod. ¿Qué sucede? ¿El asunto de Deem?

El asintió sombríamente.

—Papeleo. Montañas de informes impresos que tengo que preparar para el Coordinador del Distrito.

—Oh, ¿cómo fue asesinado, Rod?

—El artículo sesenta y cinco —dijo él con una sonrisa— prohíbe dar detalles de ningún crimen sin resolver, a ninguna persona civil.

—Lástima del artículo sesenta y cinco. Papá conocía a Willem Deem y ha estado en casa a menudo. Mr. Deem era prácticamente un amigo nuestro.

—¿Prácticamente? —preguntó Caquer—. ¿Entonces debo entender que no te gustaba, Jane?

—Bien, creo que no. Era una persona de conversación interesante, pero un tipo sarcástico, Rod. Pienso que tenía un sentido pervertido del humor. ¿Cómo lo mataron?

—Si te lo digo, ¿me prometes que no harás más preguntas? —preguntó Caquer.

Los ojos de ella brillaron esperanzados.

—Desde luego.

—Le dispararon con una pistola del tipo explosivo y con otra radiónica. Alguien le abrió el cráneo con una espada, le cortó la cabeza con un hacha y también con una onda desintegradora. Después de que lo colocaran en la camilla, alguien le volvió a pegar la cabeza, porque no estaba separada cuando yo la vi. Y cerró el agujero de la bala, y...

—Rod, deja de decir tonterías —le interrumpió la muchacha—. Si no me lo quieres decir, conforme.

Rod sonrió.

—No te enfades. ¿Cómo sigue tu padre?

—Mucho mejor. Está durmiendo ahora, pero muy mejorado. Creo que podrá volver a la Universidad la semana que viene. Rod, pareces cansado. ¿Cuándo tienes que entregar esos informes?

—Veinticuatro horas después del crimen. Pero...

—Pero nada. Vente aquí en seguida. Puedes escribir tu informe por la mañana.

Ella le sonrió y Rod sucumbió.

—Muy bien, Jane —dijo—. Pero voy a pasar por el Cuartel de Patrullas. He puesto algunos hombres investigando en el barrio donde se cometió el crimen y quiero sus informes.

Pero el informe que encontró le estaba esperando, no arrojaba ninguna luz sobre el asunto. La investigación había sido completa, pero no había conseguido descubrir ninguna información de importancia. No se había visto a nadie entrar o salir de la tienda de Deem, antes de la llegada de Brager, y ninguno de los vecinos de Deem sabían que éste tuviera ningún enemigo. Nadie había escuchado el disparo.

Rod Caquer gimió y se metió el informe en el bolsillo. Mientras caminaba hacia la casa de los Gordon, se preguntó cómo iba a dirigir la investigación. ¿Qué es lo que hacía un detective en un caso como aquél?

Cierto; cuando él era un chico que iba a la escuela, allá en la Tierra, había leído novelas de detectives. Los policías generalmente conseguían atrapar a alguien, descubriendo discrepancias en sus declaraciones. Casi siempre lo hacían de un modo dramático.

Estaba Wilder Williams, el más grande de todos los detectives de novela, que podía mirar a un hombre y deducir toda su historia por el corte de su traje y la forma de sus manos. Pero Wilder Williams nunca se había encontrado con una víctima a la que hubieran matado de tantas formas diferentes como testigos.

Pasó una tarde agradable —pero inútil— con Jane Gordon, a quien pidió en matrimonio de nuevo y de nuevo fue rechazado. Pero ya estaba acostumbrado a eso. Ella estuvo un poco más fría que de costumbre esa noche, probablemente porque estaba resentida, ya que él no había querido contarle lo de Willem Deem.

Luego se fue a casa a dormir.

Desde la ventana de su departamento, después que hubo apagado la luz, podía ver la monstruosa bola de Júpiter colgada baja en el cielo, el verdeoscuro cielo de medianoche. Se tendió en la cama y la miró hasta que pudo verla después de cerrar los ojos.

Willem Deem, muerto. ¿Qué iba a hacer con Willem Deem? Sus pensamientos giraban en círculos, hasta que al fin una idea clara surgió del caos.

Mañana por la mañana hablaría con el doctor Skidder. Sin mencionar la herida de espada en la cabeza, le preguntaría si había notado el agujero de bala que Brager decía haber visto sobre el corazón. Si Skidder aún decía que la quemadura radiónica era la única herida, llamaría a Brager y le dejaría que discutiese con el médico.

Y luego... Bien, ya pensaría en ello cuando llegase el momento. De otro modo nunca conseguiría dormir.

Pensó en Jane, y se durmió.

Después de un rato, soñó. ¿Era aquello un sueño? Si lo era, entonces soñó que se encontraba en la cama, casi, pero completamente despierto y que había murmullos que le hablaban de todos los rincones de su habitación. Susurros que salían de la oscuridad.

¡Susurros!

—Mátalos.

—Los odias, los odias, los odias.

—Mata, mata, mata.

—El Sector Dos tiene todos los beneficios y el Sector Tres hace todo el trabajo. Explotan nuestras plantaciones de corla. Son malos.

—Mátalos, apodérate de ellos.

—Los odias, los odias, los odias.

—Los del Sector Dos son incapaces y usureros. Llevan la mancha de sangre marciana en las venas. Derramar, derramar sangre de Marte. El Sector Tres debe gobernar a Callisto. Tres es el número afortunado. Estamos destinados para gobernar a Callisto.

—Los odias, los odias, los odias.

—Mata, mata, mata.

—Sangre marciana de villanos usureros. Los odias, los odias, los odias.

Susurros.

—Ahora, ahora, ahora.

—Mátalos, mátalos.

—Ciento noventa millas a través de la llanura. Iremos allí en una hora con los monocoches. Ataque por sorpresa. Ahora, ahora, ahora.

Y Rod Caquer estaba levantándose de la cama, vistiéndose apresurada y ciegamente sin encender la luz, porque eso era un sueño y los sueños suceden en la oscuridad.

Su espada estaba en la vaina de su cinto y la sacó y probó el filo, y la hoja estaba afilada y dispuesta a verter la sangre de los enemigos a quienes iba a matar.

Ahora su espada iba a lucir en arcos de roja muerte, aquella espada que nunca había probado la sangre, aquella anacrónica espada que era la enseña de su profesión, de su autoridad. Él nunca había sacado la espada para luchar, aquel corto símbolo de una espada, sólo de cincuenta centímetros de largo; suficiente, sin embargo, para alcanzar el corazón; diez centímetros para llegar al corazón.

Los susurros continuaron.

—Los odias, los odias, los odias.

—Derrama la mala sangre; mata, mata, mata.

—Ahora, ahora, ahora, ahora.

Con la espada desenvainada en su puño crispado, había atravesado silenciosamente la puerta, bajado por la escalera, por delante de los otros departamentos.

Algunas de las otras puertas también se abrían. No estaba solo, allí en la oscuridad. Otras figuras se movían a su lado, en la negrura.

Se deslizó por la puerta hacia la oscuridad fría de la calle. La oscuridad que debía haber estado brillantemente iluminada. Esta era otra prueba de que estaba soñando. Las luces de la calle nunca se apagaban, después de anochecer. De las primeras horas de la tarde hasta el amanecer, nunca estaban apagadas.

Pero Júpiter, aún por encima del horizonte, proporcionaba suficiente luz para poder ver por dónde caminaba. Era como un dragón redondo en los cielos y la mancha roja con un maligno ojo.

Los susurros suspiraban en la noche, murmullos que llegaban de todas partes alrededor de él.

—Mata, mata, mata.

—Los odias, los odias, los odias.

Los susurros no venían de las figuras en sombras que le rodeaban. Todos marchaban hacia delante, silenciosamente, como él.

Los susurros procedían de la misma noche, palabras que ahora empezaban a cambiar de tono.

—Espera, esta noche no, esta noche no —decían—. Vuelve, vuelve, vuelve.

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