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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (19 page)

BOOK: Amor, curiosidad, prozac y dudas
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El único misterio de mi vida, la única nota de aventura, es esa retahíla de llamadas telefónicas sin sentido. Ese toque de atención constante que recibo todas las noches, cuando suena el teléfono a eso de las once y media. Descuelgo el auricular y al otro lado de la línea escucho siempre la misma canción. La hora fatal, de Purcell.

No me imagino quién puede llamarme.

Intenté que la compañía telefónica me hiciese llegar un listado de los números de teléfono desde los que se me llama. Imposible. Me explicaron que en Inglaterra existe un sistema por el que puedes localizar el número de la última persona que te ha llamado. Aquí no.

He hecho todo tipo de análisis y cálculos de probabilidades para averiguar la identidad del misterioso llamador anónimo. He revisado minuciosamente el historial de todos mis amantes.

Está aquel profesor con el que perdí mi virginidad, no porque él me gustase demasiado sino porque yo consideré que a los veintiún años ya iba siendo hora de dejar de ser doncella. Él no sabía que yo era virgen y acabó concediéndole a aquel hecho una importancia mucho mayor de la que en realidad tenía. El pobre hombre se sentía obligado conmigo.

Sin embargo, para mí se había tratado simplemente de una prueba empírica, y no particularmente satisfactoria, por cierto. Para mí el tema de la virginidad no tenía mayor importancia.

Mi virginidad no era sino un remanente de mi cuerpo que habría querido guardar para Gonzalo, pero como Gonzalo no había querido cogerlo, me apresuré a regalárselo al primero que lo quiso. Yo había pensado que, estando él casado, la cosa no pasaría de ser una aventura sin importancia.

Pero él no debió de verlo así.

Empezó a llamarme a todas horas. Decía que estaba dispuesto a dejar a su mujer. Me asusté. No quería que la cosa trascendiera. Cualquiera podía pensar que obtenía las mejores notas a fuerza de irme a la cama con los profesores. Antes morir que pasar por eso.

Por otra parte, tampoco quería acabar mal con él. Al fin y al cabo, era uno de los candidatos a convertirse en mi director de tesis.

Intenté explicarle que la responsabilidad de un matrimonio roto era demasiado para mí. No era verdad, por supuesto, pero se trataba de la única excusa que encontraba para acabar diplomáticamente con la relación.

Él se puso a llorar. Era la primera vez que yo veía llorar a un hombre, excepto en la televisión, claro, y me sentía enormemente incómoda. No merecía la pena pagar tanto por tan poco.

Tanto derroche de lágrimas. Tanto chantaje sentimental.

Y todo por tener a un sujeto balanceándose encima de ti, jadeando como un cachorro.

No me extrañaría que fuese él quien llama. Me conoce lo bastante como para saber de mi obsesión por Purcell, y tiene un carácter lo suficientemente inestable como para hacer una tontería así. Pero no puede ser él. Le resultaría casi imposible conseguir mi teléfono. Sólo los más cercanos lo tienen, y, por expreso deseo mío, no figura en la guía. Aunque, ¿quién sabe?, todo es posible. Al fin y al cabo, hay muchas formas de conseguir un número de teléfono. En la vida casi todo se consigue si uno insiste lo suficiente.

Podría tratarse de aquel medio novio que tuve en la universidad, aquel pijo mocoso cuyo padre poseía la mayor cadena de cafeterías de Madrid y que se había empeñado en que su hijo estudiara económicas para dirigir un día aquel emporio, a pesar de que el pobre chico era claramente negado para los estudios y apenas había leído cuatro libros en su vida.

Él debió de encontrarme atractiva, porque yo suponía un respiro de todas aquellas rubias teñidas con que había salido que se llamaban Elsa o Patricia o Natalia, y que conducían coches con frenos ABS que sus papás les habían regalado al cumplir los dieciocho años. Aquellas chicas a las que conocía de toda la vida, de los veranos en Mallorca y las mañanas en el club de equitación.

Por qué me dejé embobar por todo su dinero y su manía de alargar las eses al hablar, sigue siendo un misterio. Tal vez supuse, sencillamente, que eso era lo que debía hacer.

Una vez que llegué a la universidad y comprendí que aquél era un lugar como cualquier otro, que mis compañeros de clase no eran el súminum de la intelectualidad y el savoir faire, sino solamente un hatajo de hormonas con patas, exactamente igual al resto de los adolescentes que no iban a la universidad, decidí que, ya puestos, mejor liarse con uno que tuviese el dinero suficiente para invitarme a todas las copas, sacarme de Madrid los fines de semana y dejarme por las noches a la puerta de casa en su Peugeot 205.

En suma, que pagara mis favores como lo merecían.

Estuvimos juntos casi un año. Y cuando me dejó diciendo que le creaba complejo de inferioridad salir con una mujer más inteligente que él, no le guardé ningún rencor. Al fin y al cabo había sido sincero.

Y, además, siempre supe que tarde o temprano volvería a su mundo de botas a medida y clubes de campo, a sus rubias teñidas, vestidas de Cerruti de pies a cabeza. Pero tampoco es él quien me llama, aunque podría haber conseguido mi teléfono a través de algún amigo común de la facultad. No, no creo que sea él.

Él debe de pensar que Purcell es una marca de electrodomésticos.

Tampoco creo que sea Ramón. El asesor jurídico de la empresa. Casado. Citas furtivas y llamadas en clave. Ramos de rosas con tarjeta anónima. «Rosas para Rosa.» Qué cursi podía llegar a ser, el pobre. Dos niños a los que nunca dejaría. Y no mucho más que recordar. Tampoco creo que él me recuerde mucho, aun cuando sólo se encuentre a dos despachos de distancia.

Menos todavía que me llame.

«Si ha iniciado un romance en la oficina póngale fin.» Palabras de Debra Carter, especialista en formación y asesoría de empresas. Atesoro sus libros en la estantería de mi despacho al lado de una lista interminable de manuales de econometría y contabilidad.

Mis soldados alineados, en formación, preparados para defenderme en todas las batallas.

«No ascienda a la persona con quien ha mantenido esa relación y no cometa la equivocación de creer que la incidencia es “inocente” y que nadie se enterará. Todo acaba por saberse, y ésa es una regla que no conoce excepciones.

»La mayoría de los triunfadores una vez han tomado la decisión de atacar la cumbre, ponen término a todas las relaciones privadas susceptibles de originar equívocos. Saben que es alterar las reglas del contacto humano y llamar al desastre.»

Así que pusimos término a nuestra relación. Lo decidimos de mutuo acuerdo. Ambos queríamos ser triunfadores.

No, él no puede ser.

Y sólo nos queda Luis. Un ejecutivo de Willis Faber. Seis meses de aburridísimos fines de semana en común. Paseos por exposiciones y cenas en restaurantes caros. Ligueros que parecían murciélagos cuando los dejaba colgados en el respaldo de la silla. Ropa interior negra llena de lazos y encajes. Incluso un par de esposas. Había visto, claro está, Nueve semanas y media. Este sí podía ser. Lo de las llamadas está en su línea de perversión light. Pero algo no concuerda. Él era demasiado racional como para eso. Además, fue él quien decidió acabar la relación.

No, no tendría sentido que ahora me acosara.

A veces fantaseo con la idea de que sea Gonzalo. Quizá Gonzalo siempre supiese lo que yo había sentido durante todos aquellos años en que convivimos. Quizá después de la metedura de pata con lo de Cristina no se atreva a dirigirme la palabra.

Qué manera de engañarse.

Q

de querer, queja y quiebra

Apuntes para mi tesis: Catulo dedicó toda su obra a Lesbia. Antinoo se arrojó a un estanque cuando pensó que ya no era suficientemente bello para Adriano. Marco Antonio perdió un imperio por Cleopatra. Lancelot traicionó a su mentor y mejor amigo por el amor de la reina Ginebra, y enfermo de amor y remordimiento emprendió el peregrinaje en busca del Santo Grial. Robin Hood raptó a lady Marian. Beatriz rescató a Dante del Purgatorio. Petrarca dedicó toda su obra a Laura. Abelardo y Eloísa se escribieron durante toda la vida. Diego Marcilla, en Teruel, cayó muerto a los pies de Isabel de Segura al enterarse de que ésta había desposado al pretendiente designado por su padre. Julieta bebió una copa de veneno cuando vio muerto a Romeo. Melibea se arrojó por la ventana a la muerte de Calixto. Ofelia se tiró al río porque pensó que Hamlet no la amaba. Polifemo cantó a Galatea hasta el final de sus días mientras vagaba lloroso entre prados y ríos. Botticelli enloqueció por Simonetta Vespucci después de inmortalizar su belleza en la mayor parte de sus cuadros. Juana de Castilla veló a Felipe el Hermoso durante meses, día y noche y sin dejar de llorar, y acto seguido se retiró a un convento. Don Quijote dedicó todas sus gestas a Dulcinea. Doña Inés se suicidó por don Juan y regresó más tarde desde el paraíso para interceder por su alma. Garcilaso escribió decenas de poemas para Isabel de Freire, aunque nunca la tocó. San Francisco de Borja abandonó la corte a la muerte de la emperatriz Isabel. No volvió a tocar a una mujer. Isabel de Inglaterra rechazó a príncipes y reyes por el amor de sir Francis Drake. Sandokán luchó por Marianna, la Perla de Labuán. Werther se pegó un tiro en la sien cuando le anunciaron la boda de Carlota. Hólderlin se retiró a una torre a la muerte de Diotima, a la que no había tocado jamás, y nunca salió de allí. Rimbaud, que había escrito obras maestras a los dieciséis años, no escribió una sola línea desde el momento en que acabó su relación con VerIaine, se hizo tratante de esclavos y se suicidó literariamente. VerIaine intentó asesinar a Rimbaud, acto seguido se convirtió al catolicismo y escribió las Confesiones; nunca volvió a ser el mismo. Julián Sorel aguantó dos meses sin mirar a los ojos a Matilde de la Mole para recuperar su cariño. Ana Karenina abandonó a su hijo por el amor del teniente Vronski, y se dejó arrollar por un tren cuando creyó que había perdido aquel amor. Camille Claudel enloqueció por Rodin, que nunca movió un dedo por ella. Y yo sigo dejándole a Iain recados diarios en el contestador, pero si me lo pidiera dejaría de hacerlo y nunca más volvería a llamarle. Y no se me ocurriría mayor prueba de amor, porque pienso en él constantemente.

R

de rota, rencor y rendida

La tristeza se extiende como una mancha de aceite, lenta e imborrable. No encuentro un estropajo para fregarme el alma. Llevo un mes sin dejar de llorar y apenas puedo comer. Todas las noches me meto en la cama y lloro, lloro, lloro y lloro. Lloro en silencio lágrimas saladas que resbalan por mis mejillas como gotas de lluvia en un cristal. Mi matrimonio se está yendo a pique y Borja aguanta la situación como puede, y yo pienso que lo hace, sobre todo, por el niño, y puede que también por pena, porque al fin y al cabo, yo lo sé, Borja es buena persona y es lógico que le parta el alma verme así. Al principio le intuía más preocupado. Pero ahora se le nota algo cambiado, y se le ve, sobre todo, desilusionado. Cuando Borja vuelve del trabajo se encuentra a su mujer metida en la cama, ojerosa, demacrada y taciturna, y a veces se me pasa por la cabeza si Borja no se dará cuenta, aunque sólo sea un poco, de lo que pasa, si no se dará cuenta de que lo mío es más serio de lo que parece. Pero, no sé, él no dice nada.

Me levanto todas las mañanas a las siete, despierto al niño, le lavo, le visto y lo hago todo de forma mecánica. Me esfuerzo en volver a sentir aquella energía cálida y envolvente que sentía antes cuando le bañaba, aquella sobredosis de cariño que se me salía por los poros, que se me escapaba por las puntas de los dedos como una corriente eléctrica, pero ya no es lo mismo. Sigo queriendo a mi hijo tanto o más que antes, eso es innegable, una madre siempre es una madre, vamos, creo yo, pero el caso es que ahora, por las mañanas, siento una infinita pereza, unas ganas incontrolables de volver a la cama a llorar. Preparo el desayuno como puedo. He perdido el entusiasmo, la alegría que me inspiraba enjabonar las piernecitas regordetas del bebé. Oigo los ruidos que hace Borja cuando se despierta, como de costumbre, media hora más tarde que yo, cuando se encamina cansinamente hacia el baño, arrastrando los pies dentro de sus zapatillas de felpa. Luego desayunaremos juntos en la cocina, Borja leerá el periódico y yo mordisquearé pedacitos de tostada y mientras intentaré que el niño se trague su potito Bledine. Antes insistía mucho en que se lo acabara entero, pero ahora, no sé, como que cada vez me da más igual. Cuando acabemos de desayunar terminaré de vestir al niño y Borja se marchará con el crío en brazos y camino del trabajo lo dejará en la guardería, pero, eso sí, antes de irse, en la puerta, me besará en la mejilla como ha venido haciendo de lunes a viernes todas las mañanas durante los últimos cuatro años, porque mi marido es una buena persona, aunque bastante previsible, eso sí. Y cuando la puerta se cierre, regresaré a la cama, me tumbaré y me pondré a llorar. Tengo un manantial inagotable que me brota desde dentro del estómago y del que surgen lágrimas y más lágrimas cristalinas que parecen pequeños caramelitos de anís.

Antes se me ocurrían millones de cosas que hacer, y las mañanas se me pasaban volando. Limpiaba la casa, iba a hacer la compra, llamaba a mamá, contestaba cartas, pintaba cenefas, tejía maceteros, regaba plantas, cosía almohadones, restauraba muebles, colgaba cuadros, fijaba estanterías... tenía la casa hecha una bombonera. Entre unas cosas y otras siempre estaba ocupadísima. No, no trabajaba, ni falta que me hacía. En mi opinión Rosa y Cristina podían quedarse con sus monsergas feministas. ¡Cuántas veces les había oído decir que ellas no podrían vivir sin trabajar, que se aburrirían, que se asfixiarían entre cuatro paredes, que se volverían locas ... ! Pamplinas. Puro cuento. Entre la casa y el niño, decía yo cuando hablaba del tema con mamá, a poco que te esmeres no te queda un minuto libre, y debía de ser verdad, porque por entonces yo nunca me aburría.

Sé que suena absurdo, pero a mí me gustaba hacer la casa, no sé, siempre me ha parecido relajante limpiar, fregar y abrillantar. Me gustaba quitar el polvo del salón y ver cómo mi imagen se reflejaba en la mesa de caoba, y me gustaba limpiar los grifos de la cocina y comprobar cómo bastaba con una bayeta y un poco de Cristasol para arrancar destellos a una superficie opaca, y, no sé, parecerá tonto, pero a mí me parece que hay algo de relajante y tranquilizador en el acto de poner orden, de arreglar cosas, de transformar el caos en pulcritud. Mi marido se empeñaba en que tuviéramos una chica interna, pero yo no quería, porque al fin y al cabo durante años yo lo había limpiado todo en casa, y, además, mi casa era mía y no me apetecía tener una filipina, o una polaca, o peor aún, una dominicana, o cualquier extranjera que ni siquiera iba a entender lo que yo le dijera, instalada en mi nido como un pájaro cuco.

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