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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (20 page)

BOOK: Amor, curiosidad, prozac y dudas
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Pero hace ya un mes que he dejado de dedicarme a la casa y he prescindido de mi antigua costumbre de ir al mercado a diario, porque ahora prefiero hacer la compra una vez por semana, ir al supermercado y llenar un carrito hasta los bordes, y ahorrar tiempo. Eso significa que en casa ya no se come pescado fresco ni ensaladas, pero no parece que mi Borja se dé cuenta. Él llega tan cansado por las noches que casi ni presta atención a lo que cena. He olvidado también mi antigua obsesión por la limpieza. No sé, antes practicaba un ritual diario compuesto de numerosos pasos sucesivos: hacía las camas, quitaba el polvo, ponía la lavadora, planchaba la colada, pasaba el plumero por las estanterías, aspiraba todas las alfombras y la moqueta del dormitorio, ahuecaba uno por uno los almohadones de los sofás del comedor y restregaba las superficies de los baños hasta dejar los grifos y los espejos relucientes. Pero ahora como que me he dado cuenta de que el trabajo de la casa puede estirarse hasta lo indecible o reducirse al máximo, y el resultado, en la práctica, siempre es el mismo. La chica viene, y con lo que ella hace basta con que yo le dedique media hora diaria a la cocina y otra media hora a los baños, y a veces ni eso, para que la casa esté bien. Desde luego, Borja no ha apreciado la diferencia. Así que dispongo de siete horas diarias para llorar a gusto, llorar lágrimas y lágrimas transparentes y saladas, ahora que el niño se pasa la mayor parte del tiempo en la guardería y que Borja ya no viene a casa a la hora de comer. Sí, lo cierto es que podría aprovechar de alguna manera todo ese tiempo libre. Podría tomar clases de aerobic, o de pintura, o aprender francés, o incluso dedicarme a los arreglos florales. Hasta ahora no había caído en la cuenta de que me sobra tanto tiempo, y creía que la casa no me dejaba un minuto libre, y lo creía de verdad, estaba tan convencida de eso como de pequeña, con las monjas, lo estaba de que Dios existía; pero ahora sé que el trabajo de la casa no es tan absorbente, y tampoco estoy muy segura de que exista Dios, y si existe, que ya no lo sé, desde luego no se preocupa mucho por ninguno de nosotros. Es más fácil creer en Dios cuando eres pequeña y la vida se limita a ir y venir del colegio y jugar con tus muñecas. Luego de mayor, cuando ves todas las cosas malas que hay en el mundo, ya no te resulta tan fácil eso de ser católica, y por muy bonitas que sean las estatuas de la virgen con su manto azul y su corona de estrellas y las flores de mayo, no sé, como que se te pasa. Me parece que yo dejé de creer a los doce años. Yo era buena, era una buena chica, sigo siéndolo, y Dios no tenía ninguna razón para tratarme mal.

A los doce años perdí al hombre más importante de mi vida, mi padre, y conocí al segundo hombre que me marcaría y me convertiría en lo que soy, Antonio. Yo quería mucho a mi padre, muchísimo. Mi padre era un señor alegre que siempre estaba gastando bromas, y, no sé, tampoco es que yo quiera meterme con mamá, que me ayuda muchísimo y es mi mejor amiga, y que siempre está al otro lado del teléfono por si la necesito, pero lo cierto es que mi madre es bastante seria y reservada y nos venía muy bien tener a alguien que canturreara e hiciera chistes. Yo le quería mucho a pesar de que él nunca me hiciera demasiado caso, a pesar de que bebiese más de lo debido, a pesar de que no se llevase bien con mi madre; no podía evitarlo, un papá siempre es un papá para su hija, y no le perdono que se largase así, de repente, sin volver a dar señales de vida. Alguna vez escuché a la tía Carmen decir algo acerca de que había otra mujer. No sé si la había, ni lo sé ni quiero saberlo, ni ahora querría volver a ver a mi padre aunque él sí quisiera. Nunca, nunca, nunca podré perdonarle lo que nos hizo, y sé que odiar no es cristiano, pero, como ya he dicho, probablemente yo ya tampoco lo sea, aunque durante todos estos años he procurado que no se me note.

Hasta que mi padre se marchó siempre habíamos veraneado en Fuengirola, pero después de que se fuera empezamos a pasar los veranos con los abuelos, los padres de mamá, en San Sebastián, en un caserón enorme que olía a polvo y humedad. Allí, en San Sebastián, conocí a Antonio. Antonio tenía su pandilla, y yo, la mía. Todo chicos, todo chicas, porque entonces no estaba bien visto eso de mezclarse y nos contentábamos con ir cada uno por nuestro lado y dirigirnos miraditas en el parque, en los coches de choque, en el malecón. Éramos alevines de las mejores familias de San Sebastián, educados en colegios carísimos de estricta educación católica, expertos jugadores de tenis vestidos con ropa comprada en Zarauz, sobria pero de la mejor calidad. Fue natural que, al cabo del tiempo, ambas pandillas empezáramos a salir juntas, a compartir los paseos por el parque y por el malecón, y que al final algunos de sus miembros acabaran más o menos emparejados. Karmele y Kepa, Borja y Nerea, Antonio y yo. Antonio y yo.

De todos aquellos primeros amoríos de verano sólo el nuestro se mantuvo más allá de las dos semanas de rigor, y nuestra relación aguantó nueve meses de separación con la llama mantenida a fuerza de muchas cartas mías y unas pocas de Antonio; y volvió a renacer al verano siguiente, con la misma intensidad o incluso mayor que en aquel primer verano de los doce años. Porque durante aquellos nueve meses yo no había hecho otra cosa que pensar en Antonio. En Madrid apenas salía, no hacía sino ir del colegio a casa y de casa al colegio, y los fines de semana al club de tenis y a misa, y aunque en el club había algunos chicos que intentaban tirarle los tejos a aquella Anita prepúber, toda ñoñerías y sonrojos de colegio de monjas, que era yo entonces, ninguno, en mi opinión, podía compararse a Antonio, ni siquiera Gonzalo, mi primo, que sería muy guapo, eso sí, pero a mí no me decía nada, todo el día en su cuarto escuchando aquellos discos tan raros. Además, no estaba bien, o eso creía yo entonces, que una chica que salía con un chico en serio se fijara en otro, por mucho que el primero residiese a cuatrocientos kilómetros de distancia.

El verano siguiente regresé convertida en toda una mujer, como decían las monjas. Ya llevaba mi primer sujetador y empezaba a acostumbrarme a los piropos que escuchaba por la calle y que hacían que me ruborizase y mirase al suelo.

En San Sebastián me encontré con un Antonio también transformado, que fumaba cigarrillos rubios y conducía una Vespa recién estrenada. Antonio acababa de cumplir dieciséis años pero parecía un hombre de verdad, y era capaz de llegar nadando hasta la isla de Santa Clara y regresar; y cuando salía del agua, sonriendo con aquella dentadura blanquísima y apartándose el pelo mojado de la cara con gesto indolente, daba la impresión de que se lo había tomado como un simple paseíto; y cuando jugaba a palas, y ganaba siempre, las chicas no hacian más que dirigirle miradas de soslayo, fascinadas por aquellos abdominales bronceados que parecían esculpidos en mármol. Por las tardes, en La Cepa, Antonio me retaba, entre risas, a echar un pulso, y aquello me resultaba imposible, no llegábamos ni a empezar, porque en cuanto yo agarraba su mano me encontraba con la mía sobre la mesa. Así de fuerte era Antonio.

Aquel segundo verano dimos largos paseos por el malecón y compartimos interminables sesiones de besuqueos apasionados sobre la arena de la playa de Gros. Él me acariciaba los senos incipientes por debajo de mi bañador y yo notaba cómo se formaba un bulto duro que pugnaba por escapar del suyo. Y una noche, en la plaza de la Trinidad, después de haber bebido algunos calimochos de más, él se llevó la mano a la bragueta, y yo noté cómo aquel bulto crecía y se ponía duro por debajo de los pantalones. Entonces él sacó el miembroy lo puso en mi mano y eyaculó. Ni siquiera hizo falta que yo le masturbara, aunque la verdad es que tampoco habría sabido cómo hacerlo. Sencillamente aquel cilindro de carne, aquella cosa tersa y dura como un melocotón, escupió un líquido blanco sobre la palma de mi mano y yo me quedé allí, sin saber que hacer, avergonzada y asombrada, con la espalda rígida y los ojos muy abiertos.

El último día del verano intercambiamos fotos y promesas, y yo lloré sin poder contenerme. Él tenía el pelo blanco de puro rubio después de haberse pasado dos meses tostándose al sol, y yo estaba absolutamente convencida de que no había chico más guapo en todo San Sebastián. En el camino de vuelta, en el tren, YO, conteniendo los sollozos y las lágrimas, iba redactando mentalmente todas las cartas que pensaba escribirle a lo largo del invierno, y mis hermanas se reían de mí y de mi mutismo, y Cristina canturreaba entre risas Anita está enamorada, Anita está enamorada, y mi madre les obligaba a callar porque no quería que sus hijas llamaran la atención del resto de los viajeros del vagón.

Llegó el siguiente verano y ya no éramos novios. Durante el invierno él no había contestado a una sola de mis cartas, hasta que yo, resignada, asumí que debía dejar de escribirle. Además, aquel verano nuestras pandillas ya no salían juntas. Antonio y yo coincidimos a veces comprando helados en el quiosco de la playa o paseando por el malecón, y entonces él me saludaba muy amablemente y me dedicaba una de sus sonrisas de anuncio, y poco más. Cada tarde, antes de salir, yo me pintaba los ojos en honor de aquel Antonio que había dejado de prestarme atención, y me cepillaba la melena durante horas para que brillara. Si por casualidad me lo encontraba en un banco del parque, o en los futbolines, o en el bar de La Cepa, me parecía que la tarde había merecido la pena. Yo llegaba a casa todas las noches, a las diez en punto, y antes de dormir pensaba siempre en él, en su sonrisa blanca y su pelo blanco, escribía su nombre en la pared con un dedo y tinta imaginaria y luego un corazón, y luego Antonio y Ana, y luego otro corazón, porque para mí Antonio era, y siempre lo será, el chico más guapo de la playa de Gros.

Aquel verano pasó y llegó el siguiente, y yo regresé a Donosti con el pelo más corto y en la cara el rictus de escepticismo de la experiencia incipiente. Aquel invierno, en Madrid, yo había empezado a salir los fines de semana, y había ido al cine y a fiestas y a discobares, y me había dejado besar por otros chicos en rincones oscuros, y alguno me había tocado los pechos, e incluso hubo uno con el que llegué más allá de eso. Un chico de los Maristas con el que estuve saliendo dos meses, y con el que una noche de tormenta en que nos refugiamos en un soportal me dejé llevar y acabamos masturbándonos el uno al otro, o algo parecido, no sé; él me metía la mano entre las piernas e intentaba meterme un dedo por el agujero, y yo le toqué el sexo de la misma forma que se lo había tocado a Antonio dos veranos atrás, sin demasiado entusiasmo y como sin pensarlo mucho, y él eyaculó y yo volví a sentirme tan avergonzada como aquella primera vez. Evidentemente, eso era lo que ellos esperaban de mí. Aunque yo no consiguiera entender por qué.

Y así llegué a los diecisiete años, virgen de solemnidad. Aquél era mi quinto verano en Donosti, y seguía tan enamorada de Antonio como el primero, y aquel quinto verano ya podía salir por las noches, y salía con mis amigas a beber por los bares de Donosti aquellas mezclas dulzonas de vino y cocacola que bajaban rápido por el esófago y llegaban con prisa a la cabeza, y así fue como en una de mis primeras borracheras acabé besándome con Antonio en la barra de La Cepa. Salimos de aquel bar, montamos en su moto y él condujo hacia el monte. Chispeaba ligeramente, sirimiri, y llegamos a un bosquecillo en el camino de Orlo, cerca de la autopista, y él aparcó la moto y me llevó de la mano hacia los árboles, y yo sentía que la cabeza me daba vueltas, y notaba que me resultaba difícil mantener el equilibrio.

Cuando volví a casa eran las seis de la mañana. Mamá me esperaba levantada, hecha una furia, y me pegó un bofetón sin mediar palabra. Me fui a la cama hecha un mar de lágrimas y a la mañana siguiente, al ir al baño, me di cuenta de que había una mancha de sangre en mis braguitas. Las escondí como pude en el bolsillo del albornoz Y más tarde, cuando mamá se fue a hacer la compra y Rosa y Cristina a la playa, las lavé a mano, las sequé con el secador de pelo, las doblé cuidadosamente y las enterré en el fondo del cajón de la ropa interior. Nunca más volvería a ponérmelas. Nunca, nunca, nunca más.

Dos días más tarde me encontré con Antonio en el bar de La Cepa. Él tomaba vinos con sus amigos y yo iba acompañada de Nerea y Karmele, y él me dirigió una mirada fugaz y siguió bebiendo y, más tarde, pagó las consumiciones y se marchó. Todo lo que nos dijo fue «adiós, chicas>. Ni siquiera «adiós, Ana». Sólo «adiós, chicas».

Durante el resto del verano apenas cruzamos tres palabras.

El invierno pasó como una exhalación. Como correspondía a la mayor de tres hermanas en una casa sin padre, yo tenía que ocuparme de mantener limpia la casa y de llevar al día las facturas y las reparaciones, porque mamá se pasaba el día metida en la farmacia para dar de comer a sus hijas, y yo, la verdad, prefería trabajar y no pensar y hacer todos los esfuerzos posibles para borrar de mi cabeza cualquier referencia a Antonio. Apenas salía. Se acabaron los cines y los discobares, las cocacolas y las palomitas, los flirteos con los chicos de los Maristas. Adelgacé. Me miraba en el espejo y me sorprendía al pensar cómo había cambiado. A los dieciséis años yo tenía una carita aniñada, mofletuda, adornada por dos hoyuelos pícaros y un par de relucientes manchas sonrosadas que parecían manzanitas, y ahora, sin embargo, veía a una mujer de tez aceitunada, con las cuencas de los ojos ligeramente hundidas y rematadas en la parte inferior por dos ojeras violáceas, del mismo color que los escapularlos de las monjas, y dos pómulos huesudos, prominentes, que conferían a su rostro cierto aire de resignada determinación, y, aunque sólo tenía diecisiete años, me sentía vieja, siglos más mayor que el resto de las chicas de la clase, y, por tanto, me parecía natural que ninguna de ellas pudiera comprenderme.

Hasta que un día, haciendo compras en El Corte Inglés, me di de narices con Borja.

Borja se había trasladado a Madrid a estudiar ingeniería y vivía en un colegio mayor, y a pesar de que yo no me atreví a preguntar directamente por Antonio, el tema no tardó en salir a colación. A través de Borja me enteré de que Antonio había empezado a estudiar derecho en Deusto, pero no le iba muy bien, y Borja me dijo que Antonio salía con lo peor de Bilbao, bebía como un cosaco y las malas lenguas aseguraban que también le daba a las drogas, y Borja y él aún se veían, pero ya no tanto como antes, porque Borja, el niño bien por antonomasia, el exponente más claro de lo mejorcito de Donosti, no veía con muy buenos ojos las actividades de Antonio. Es un pena, decía Borja, los caminos tan distintos que pueden llegar a tomar dos personas que han sido amigas desde la infancia. Y yo asentía sin decir nada, ¿qué iba a decir?

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