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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (34 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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—¿Cómo?

—Da igual. Yo...

Algo metálico se estrelló contra el suelo, a sólo unos metros de distancia. El ruido resonó en toda la iglesia. Langdon arrastró a Vittoria detrás de una columna, al tiempo que la joven apuntaba la pistola en aquella dirección. Silencio. Esperaron. De nuevo un sonido, esta vez un crujido. Langdon contuvo el aliento.
¡No tendría que haberlo permitido!
El sonido se acercó, como el de alguien que cojeara. De repente, una presencia inesperada apareció al otro lado de la base de la columna.


Figlio di puttana!
—maldijo por lo bajo Vittoria, y saltó hacia atrás. Langdon la imitó.

Al lado de la columna había una enorme rata, que arrastraba un bocadillo a medio comer envuelto en papel. El animal se detuvo cuando los vio, y contempló durante un largo momento el cañón de la pistola. Luego, al parecer indiferente, continuó arrastrando su captura hacia uno de los nichos de la iglesia.

—Hija de... —exclamó Langdon, con el corazón acelerado.

Vittoria bajó el arma y recuperó al instante la compostura. Langdon se asomó y vio una fiambrera de obrero, tal vez empujada desde un caballete por el ingenioso roedor.

Langdon paseó la mirada por la basílica, pero no detectó el menor movimiento.

—Si este tipo está aquí —susurró—, habrá oído el ruido. ¿Seguro que no quieres esperar a Olivetti?

—Ábside secundario izquierdo —repitió Vittoria—. ¿Dónde está?

Langdon se volvió de mala gana y trató de orientarse. La terminología de las catedrales podía compararse con las directrices para orientarse en un escenario: engañaban a la intuición. Se puso de cara al altar mayor.
Centro del escenario.
Después, señaló con el pulgar hacia atrás.

Ambos dieron media vuelta y miraron en aquella dirección.

Por lo visto, la Capilla Chigi se hallaba en el tercer o cuarto nicho de la derecha. La buena noticia era que Langdon y Vittoria se encontraban en el
lado
correcto de la iglesia. La mala era que estaban en el
extremo
equivocado. Tendrían que atravesar la catedral en toda su longitud, pasando ante tres capillas más, todas cubiertas de sudarios de plástico transparente, como la Capilla Chigi.

—Espera —dijo Langdon—. Yo iré primero.

—Olvídalo.

—Fui yo quien se equivocó en el Panteón.

La joven se volvió.

—Pero yo soy quien lleva la pistola.

Langdon leyó en sus ojos lo que pensaba en realidad:
Fui yo
quien perdió a mi padre. Fui yo quien ayudó a construir un arma de destrucción masiva. Las rótulas de este tipo son mías...

Langdon intuyó la inutilidad de sus esfuerzos y lo dejó correr. Avanzó junto a ella con cautela por el lado este de la basílica. Cuando pasaron ante el primer nicho cubierto, Langdon se sintió tenso, como si participara en algún concurso surrealista.
Elegiré la cortina número
tres,
pensó.

La iglesia estaba en silencio. Los espesos muros de piedra bloqueaban toda señal del mundo exterior. A medida que iban pasando delante de las capillas, pálidas formas humanoides oscilaban como fantasmas detrás del plástico.
Mármol tallado
, se dijo Langdon, con la esperanza de no equivocarse. Eran las ocho y seis minutos. ¿Habría sido puntual el asesino, y escapado antes de que Langdon y Vittoria entraran? ¿O seguía aquí? Langdon no estaba seguro de cuál era su posibilidad favorita.

Dejaron atrás el segundo ábside, ominoso en la catedral cada vez más oscura. Daba la impresión de que la noche estaba cayendo por momentos, acentuada por las vidrieras cubiertas de polvo. De pronto, la cortina de plástico que tenían al lado osciló, como agitada por una corriente de aire. Langdon se preguntó si alguien había abierto una puerta.

Vittoria disminuyó el paso cuando distinguieron el tercer nicho. Empuñando la pistola dirigió la mirada en dirección a la estela que había junto al ábside. Había dos palabras talladas en el bloque de granito:

CAPPELLA CHIGI

Langdon asintió. Avanzaron hasta una esquina del nicho sin decir palabra, y se apostaron detrás de una ancha columna. Vittoria apuntó al plástico. Después indicó a Langdon con un ademán que tirara del envoltorio.

Un buen momento para empezar a rezar,
pensó Langdon. Extendió la mano a regañadientes por encima del hombro de Víttoria. Empezó a apartar el plástico con el mayor cuidado posible. Se movió un centímetro y crujió ruidosamente. Ambos se quedaron petrificados. Silencio. Al cabo de un momento, como a cámara lenta, Vittoria se inclinó hacia adelante y miró por la estrecha rendija. Langdon echó un vistazo por encima de su hombro.

Por un momento ninguno de los dos respiró.

—Vacía —dijo al fin Vittoria, y bajó el arma—. Hemos llegado demasiado tarde.

Langdon no la oyó. Estaba asombrado, transportado por un instante a otro mundo. Nunca en su vida había imaginado una capilla semejante. Construida por completo en mármol de color castaño, la Capilla Chigi era impresionante. El ojo experto de Langdon la devoró a sorbos. Era la capilla más
terrenal
que habría podido imaginar, casi como si hubiera sido diseñada por el propio Galileo y los Illuminati.

La cúpula brillaba con un campo de estrellas luminosas y los nueve planetas astronómicos. Debajo, los doce símbolos del Zodíaco, símbolos paganos, terrenales, arraigados en la astronomía. El Zodíaco también estaba relacionado directamente con la Tierra, el Aire, el Fuego, el Agua, los cuadrantes que representaban el poder, el intelecto, el ardor, la emoción,
La Tierra representa el poder,
recordó Langdon.

En la pared, más abajo, vio tributos a las cuatro estaciones de la Tierra:
primavera, estate, autunno, inverno.
Pero mucho más increíble que todo esto eran las dos estructuras enormes que dominaban la estancia. Langdon las miró con silenciosa reverencia.
No puede ser,
pensó.
¡Es imposible!
Pero no lo era. A cada lado de la capilla, en perfecta simetría, había dos pirámides de mármol de tres metros de altura.

—No veo a ningún cardenal —susurró Vittoria—. Ni tampoco a un asesino.

Apartó el plástico y entró.

Los ojos de Langdon estaban clavados en las pirámides.
¿Qué
hacen estas pirámides en el interior de una capilla cristiana?
Por increíble que fuera, aún había más. En el centro de cada pirámide, incrustados en sus fachadas anteriores, había medallones de oro... Medallones como Langdon había visto pocas veces, elipses perfectas. Los discos bruñidos brillaban bajo el sol poniente que se filtraba por la cúpula.
¿Elipses de Galileo? ¿Pirámides? ¿Una cúpula de estrellas?
La cúpula poseía más significación iluminista que cualquier otra estancia que Langdon hubiera podido imaginar.

—Robert —soltó Vittoria con voz quebrada—. ¡Mira!

Langdon giró en redondo, y volvió a la realidad cuando miró hacia donde ella indicaba.

—¡Caramba! —gritó al tiempo que saltaba hacia atrás.

Desde el suelo los miraba con expresión desdeñosa la imagen de un esqueleto, un trabajado mosaico de mármol que plasmaba «la muerte en vuelo». El esqueleto cargaba con una tabla que retrataba la misma pirámide y estrellas que habían visto fuera. Sin embargo, no fue la imagen lo que heló la sangre en las venas de Langdon. Era el hecho de que el mosaico estaba montado sobre una piedra circular, un
cupermento,
que había sido levantado del suelo como una tapa de una alcantarilla, y ahora se hallaba a un lado de una abertura negra practicada en el suelo.

—¡El agujero del demonio! —exclamó Langdon con voz ahogada.

Había estado tan entusiasmado con el techo, que ni siquiera se había fijado. Avanzó hacia el pozo, vacilante. El hedor que surgía de él era abrumador.

Vittoria se tapó la boca con la mano.


Che puzza.

—Emanaciones —dijo Langdon—. Vapores procedentes de huesos putrefactos. —Respiró a través de la manga cuando se inclinó sobre el agujero y escudriñó su interior. Negrura—. No veo nada.

—¿Crees que hay alguien ahí abajo?

—No hay forma de saberlo.

Vittoria indicó el otro lado del agujero, desde donde una escalera de madera podrida descendía a las profundidades.

Langdon negó con la cabeza.

—Como bajar al infierno.

—Tal vez haya una linterna entre las herramientas de los obreros. —Parecía ansiosa por encontrar una excusa que le permitiera huir del hedor—. Iré a mirar.

—¡Con cuidado! —advirtió Langdon—. No sabemos con seguridad si el hassassin...

Pero Vittoria ya se había ido.

Una mujer tozuda,
pensó Langdon.

Cuando se volvió hacia el pozo, se sintió mareado por los efluvios. Contuvo el aliento, hundió la cabeza más abajo del borde y escudriñó las tinieblas. Sus ojos se adaptaron poco a poco a la oscuridad, y empezó a ver tenues formas abajo. Daba la impresión de que el pozo desembocaba en una cámara pequeña.
El agujero del demonio.
Se preguntó cuántas generaciones de Chigi habían sido arrojadas al pozo sin más ceremonias. Langdon cerró los ojos y esperó, obligó a sus pupilas a dilatarse para ver mejor en la oscuridad. Cuando volvió a abrir los ojos, distinguió una figura pálida en la oscuridad. Langdon se estremeció, pero reprimió el instinto de retroceder.
¿Estoy viendo
visiones? ¿Es eso un cadáver?
La figura se desvaneció. Langdon cerró los ojos de nuevo y esperó, esta vez más rato, para que sus ojos pudieran captar la luz más tenue.

Empezó a sentirse mareado, y se puso a divagar en la negrura.
Unos segundos más.
Ignoraba si era debido a las emanaciones o a mantener la cabeza inclinada, pero no se encontraba bien. Cuando abrió por fin los ojos, la imagen que vio ante él le resultó inexplicable.

Estaba mirando una cripta bañada en una luz azulina siniestra. Un tenue siseo resonaba en sus oídos. Una luz se reflejaba en las paredes empinadas del pozo. De repente, una larga sombra se materializó sobre él. Langdon, sobresaltado, se puso en pie de un brinco.

—¡Cuidado! —exclamó alguien detrás de él.

Antes de que Langdon pudiera volverse, notó un intenso dolor en la nuca. Giró en redondo, y vio a Vittoria apartando un soplete. El aparato era el causante de la luz azul que iluminaba la capilla.

Langdon se llevó la mano al cuello.

—¿Qué pretendes?

—Sólo darte un poco de luz —dijo la joven—. Te has tirado contra mí.

Langdon miró el soplete.

—Es lo mejor que he podido encontrar —explicó Vittoria—. No he visto ninguna linterna.

Langdon se frotó la nuca.

—No te oí entrar.

Vittoria le tendió el soplete, y se encogió de nuevo cuando percibió el hedor.

—¿Crees que esas emanaciones son combustibles?

—Esperemos que no.

Tomó el soplete y se acercó con lentitud al agujero. Avanzó hasta el borde e introdujo la llama en la abertura, de manera que iluminara la pared lateral. Cuando dirigió la luz, sus ojos siguieron el contorno de la pared hacia abajo. La cripta era circular, de unos seis metros de diámetro. La luz del soplete iluminó el fondo a unos nueve metros de profundidad. La tierra era oscura, moteada de diversos colores. Terrenal. Entonces, Langdon vio el cuerpo.

Su instinto le aconsejó retroceder.

—Está ahí —dijo haciendo un gran esfuerzo para no huir. La figura se destacaba contra el suelo de tierra—. Creo que está desnudo.

Langdon recordó el cuerpo desnudo de Leonardo Vetra.

—¿Es uno de los cardenales?

Langdon no tenía ni idea, pero no podía imaginar quién más podía ser. Contempló la masa pálida. Inmóvil. Sin vida.
Y no obstante...
Langdon vaciló. La posición de la figura era muy extraña. Como si...

—¿Hola? —llamó Langdon.

—¿Crees que está vivo?

No hubo respuesta desde abajo.

—No se mueve —dijo Langdon—. Pero parece...

No, imposible.

—¿Parece
que?

Vittoria también estaba mirando desde el borde.

Langdon escudriñó la negrura.

—Parece que está de pie.

Vittoria contuvo el aliento y bajó la cara para ver mejor. Al cabo de un momento, la levantó.

—Tienes razón. ¡Está de pie! ¡Quizás esté vivo y necesite ayuda! ¿Hola? —gritó a su vez—.
Mi può sentiré?

No resonó el eco en el mohoso interior del pozo. Sólo silencio.

Vittoria se encaminó a la escalera.

—Voy a bajar.

Langdon la agarró del brazo.

—No. Es peligroso. Yo iré.

Esta vez Vittoria no protestó.

66

Chinita Macri estaba furiosa. Iba sentada en el asiento del pasajero de la camioneta de la BBC, que acababa de desviarse por Via Tomacelli. Gunther Glick estaba consultando el plano de Roma, al parecer desorientado. Tal como ella temía, el desconocido había vuelto a llamar, esta vez con información.

—Piazza del Popolo —insistió Glick—. Es lo que estamos buscando. Hay una iglesia en la plaza. Y dentro está la prueba.

—La prueba. —Chinita dejó de limpiar las gafas y se volvió hacia él—. ¿La prueba de que el cardenal ha sido asesinado?

—Eso dijo.

—¿Te crees todo lo que te dicen?

Como tantas veces, Chinita deseó estar al mando. Sin embargo, los cámaras de vídeo estaban sujetos a los caprichos de los reporteros dementes para los cuales rodaban. Si Gunther Glick deseaba seguir una débil pista telefónica, Macri era como un perro sujeto a una correa.

Le miró, sentado en el asiento del conductor, la mandíbula apretada. Los padres del hombre, decidió, debían de ser comediantes frustrados, para ponerle de nombre Gunther Glick. No era de extrañar que el pobre tipo necesitara demostrar algo. No obstante, pese a su desgraciado nombre y a la irritante ansiedad por dejar huella, Glick era dulce, como una especie de Hugh Grant atiborrado de litio.

—¿No deberíamos volver a San Pedro? —dijo Macri con la mayor paciencia posible—. Ya vendremos a investigar esta misteriosa iglesia más tarde. Hace una hora que empezó el cónclave. ¿Y si los cardenales llegan a una decisión en nuestra ausencia?

Glick no pareció oírla.

—Creo que estamos haciendo lo correcto. —Inclinó el plano y volvió a estudiarlo—. Eso es, si giro a la derecha... y luego, enseguida a la izquierda...

Se desvió hacia la calle estrecha que tenían delante.

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