Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
Vittoria parecía emocionada.
—¿El ángel apunta al suroeste? ¿No sabes qué iglesias hay en esa dirección?
—Esos malditos edificios no me dejan ver. —Langdon se volvió hacia la plaza de nuevo—. No conozco lo bastante bien las iglesias de Roma para...
Enmudeció.
—¿Qué pasa? —preguntó Vittoria, sorprendida.
Langdon volvió a mirar la plaza. Como había subido las escaleras, estaba más alto, y gozaba de mejor vista. Aún no veía nada, pero comprendió que estaba avanzando en la dirección correcta. Sus ojos ascendieron hasta lo alto del andamio. Tenía una altura de seis pisos, y casi llegaba al rosetón de la iglesia, una altura mucho mayor que la de los demás edificios de la plaza. Supo al instante qué iba a hacer.
Al otro lado de la plaza, Chinita Macri y Gunther Glick estaban pegados al parabrisas de la camioneta.
—¿Estás filmando esto? —preguntó Gunther.
Macri tenía la cámara fija en el hombre que estaba trepando al andamio.
—Si quieres saber mi opinión, va demasiado bien vestido para jugar a Spiderman.
—¿Y quién es la señorita Spidey?
Chinita miró a la atractiva mujer parada bajo el andamio.
—Apuesto a que te gustaría averiguarlo.
—¿Crees que debería llamar a redacción?
—Aún no. Sigamos observando. Es mejor tener algo seguro entre manos antes de informar de que hemos abandonado el cónclave.
—¿De veras crees que alguien mató a alguno de los viejos pedorros?
Chinita lanzó una risita.
—Ahora sí que no me cabe la menor duda de que vas a ir al infierno.
—Pero me llevaré el Pulitzer conmigo.
Cuanto más ascendía Langdon, más inestable le parecía el andamio. No obstante, la vista panorámica de Roma mejoraba a cada paso. Continuó subiendo.
Repiraba con más dificultad de la esperada cuando llegó al último peldaño. Se izó sobre la plataforma superior, sacudió el yeso de su ropa y se puso en pie. La altura no le afectaba. De hecho, era tonificante.
La vista resultaba impresionante. Como un océano en llamas, los tejados rojos de Roma se extendían ante él, resplandecientes bajo el ocaso escarlata. Desde aquel lugar, por primera vez en su vida, Langdon vio las antiguas raíces de Roma, más allá del tráfico y la polución:
la Città di Dio.
Examinó los tejados, en busca de la aguja de una iglesia o un campanario. Pero pese a que podía ver hasta el lejano horizonte, no encontró nada.
Hay cientos de iglesias en Roma,
pensó.
¡Tiene que haber una al suroeste de aquí! Si la iglesia es todavía visible,
se recordó.
¡Si la iglesia sigue en pie!
Repitió su inspección, esta vez con mayor lentitud. Sabía que no todas las iglesias tendrían agujas visibles, en especial los santuarios más pequeños y apartados. Además, Roma había experimentado un cambio radical desde el siglo XVII, cuando las iglesias eran por ley los edificios más altos permitidos. Ahora, sólo veía edificios de apartamentos, rascacielos, torres de televisión.
Por segunda vez, Langdon peinó el horizonte con la mirada sin ver nada. Ni una sola aguja. A lo lejos, en los límites de Roma, la enorme cúpula de Miguel Ángel ocultaba el sol. La basílica de San Pedro. Ciudad del Vaticano. Langdon se preguntó qué estarían haciendo los cardenales, y si el registro de la Guardia Suiza habría permitido localizar la antimateria. Algo le decía que no... y que no lo conseguirían.
El poema estaba resonando de nuevo en su cabeza. Lo repitió, línea a línea.
Desde la tumba terrenal de San,
/
en el agujero del demonio.
Habían encontrado la tumba de Santi.
Cruzando Roma esos místicos / cuatro elementos se revelan..
Los elementos místicos eran Tierra, Aire, Fuego, Agua,
La senda de luz, prueba secreta.
El Sendero de la Iluminación formado por las esculturas de Bernini.
Que ángeles guíen tu elevada búsqueda.
El ángel señalaba al suroeste...
—¡Escalera central! —exclamó Glick, señalando a través del parabrisas—. ¡Algo está pasando!
Macri desvió la cámara hacia la entrada principal. Algo estaba pasando, sin la menor duda. Al pie de la escalera, el hombre de aspecto militar había acercado un Alfa Romero al pie de los peldaños y abierto el maletero. Estaba examinando la plaza como si buscara curiosos. Por un momento, Macri pensó que el hombre los había localizado, pero sus ojos continuaron su exploración. Al parecer satisfecho, sacó un
walkie-talkie
y habló por él.
Casi al instante, dio la impresión de que un ejército salía de la iglesia. Como un equipo de futbol norteamericano en desbandada, los soldados formaron una línea recta en lo alto de la escalera. Empezaron a descender como una muralla humana. Detrás de ellos, casi escondidos por la pared, cuatro soldados parecían cargar con algo. Algo pesado. Incómodo de transportar.
Glick se inclinó hacia adelante.
—¿Han robado algo de la iglesia?
Chinita utilizó el teleobjetivo para examinar la muralla de hombres, en busca de una abertura.
Una fracción de segundo,
rezó.
Un
solo fotograma. Es lo único que necesito.
Pero los soldados se movían como un solo hombre.
¡Venga!
Macri insistió, y obtuvo la recompensa. Cuando los soldados intentaron depositar el objeto en el maletero, Macri encontró su abertura. Por una ironía, fue el hombre mayor quien cometió el error. Sólo un instante, pero suficiente. Macri consiguió su fotograma. De hecho, fueron diez.
—Llama a redacción —dijo Chinita—. Tenemos un cadáver.
Muy lejos, en el CERN, Maximilian Kohler entró en el estudio de Leonardo Vetra sentado en su silla de ruedas. Empezó a registrar los archivos de Vetra con eficiencia mecánica. Al no encontrar lo que buscaba, se trasladó al dormitorio del científico. El cajón superior de la mesita de noche estaba cerrado con llave. Kohler lo forzó con un cuchillo de cocina.
Dentro encontró justo lo que estaba buscando.
Langdon descendió del andamio. Se sacudió el yeso de la ropa. Vittoria le estaba esperando.
—¿No ha habido suerte? —preguntó la joven.
Langdon meneó la cabeza.
—Han metido al cardenal en el maletero.
Langdon miró hacia el coche aparcado, donde Olivetti y un grupo de soldados habían desplegado un plano sobre el capó.
—¿Están buscando en el suroeste?
Ella asintió.
—No hay iglesias. Desde aquí, la primera que se ve es San Pedro.
Langdon gruñó. Al menos, estaban de acuerdo. Avanzó hacia Olivetti. Los soldados se apartaron para dejarle pasar.
Olivetti alzó la vista.
—Nada, pero en este plano no salen todas las iglesias. Sólo las grandes. Hay unas cincuenta.
—¿Dónde estamos? —preguntó Langdon.
Olivetti señaló la Piazza del Popolo y trazó con el dedo una línea recta hacia el suroeste. La línea dejaba a un lado, por un margen sustancial, el grupo de cuadrados negros que indicaban las iglesias principales de Roma. Por desgracia, las iglesias principales de Roma eran también las más antiguas, las que ya existían en el siglo XVII.
—He de tomar algunas decisiones —dijo Olivetti—. ¿Está seguro de que ésa es la dirección?
Langdon recreó en su mente el dedo extendido del ángel, y notó que la impaciencia se apoderaba de él.
—Sí, señor. Segurísimo.
Olivetti se encogió de hombros y volvió a seguir la línea con el dedo. El camino se cruzaba con el puente Margherita, la Via Cola di Kiezo, y atravesaba la Piazza del Risorgimento, sin encontrarse con ninguna iglesia hasta morir en el centro de la plaza de San Pedro.
—¿Qué pasa con San Pedro? —preguntó un soldado. Tenía una profunda cicatriz bajo el ojo izquierdo—. Es una iglesia.
Langdon meneó la cabeza.
—Ha de ser un lugar público. No parece muy pública en este momento.
—Pero la línea cruza la plaza de San Pedro —añadió Vittoria, que miraba por encima del hombro de Langdon—. La plaza es pública.
Langdon ya lo había pensado.
—Pero no hay estatuas.
—¿No hay un monolito en el centro?
La joven tenía razón. Había un monolito egipcio en la plaza de San Pedro. Langdon miró el monolito de la plaza en que se encontraban,
La pirámide elevada.
Una coincidencia extraña, pensó. Desechó la idea.
—El monolito del Vaticano no es de Bernini. Fue traído por Calígula. No tiene nada que ver con
Aire.
—Había otro problema—. Además, el poema dice que los elementos están esparcidos por Roma. La plaza de San Pedro no está en Roma, sino en el Vaticano.
—Depende de a quién se lo pregunte —intervino otro soldado.
Langdon alzó la vista.
—¿Cómo?
—Siempre ha existido un contencioso. La mayoría de planos muestran la plaza de San Pedro como parte del Vaticano, pero debido a que está fuera de la ciudad amurallada, muchas autoridades romanas han afirmado durante siglos que pertenece a Roma.
—No lo dirá en serio —contestó Langdon. Lo ignoraba por completo.
—Sólo lo digo —continuó el guardia—porque el comandante Olivetti y la señorita Vetra han estado haciendo preguntas sobre una escultura relacionada con el Aire.
Los ojos de Langdon casi estuvieron a punto de salírsele de las órbitas.
—¿Y conoce una en la plaza de San Pedro?
—No exactamente. En realidad, no es una escultura. No creo que tenga importancia.
—Oigámoslo —ordenó Olivetti.
El guardia se encogió de hombros.
—Sólo lo sé porque suelo estar de guardia en la plaza. Conozco todos los rincones de la plaza de San Pedro.
—La escultura —le apremió Langdon—. ¿Cómo es?
Langdon empezaba a preguntarse si los Illuminati habían tenido los redaños de colocar su segundo indicador justo delante de la basílica de San Pedro.
—Paso por delante cada día cuando hago la patrulla —dijo el guardia—. Está en el centro, justo donde señala la línea. Por eso me ha venido a la cabeza. Como ya he dicho, no es una escultura. Es más un... bloque.
Olivetti parecía a punto de sufrir un ataque.
—¿Un bloque?
—Sí, señor. Un bloque de mármol incrustado en la plaza. Justo en la base del monolito. Pero el bloque no es un rectángulo. Es una elipse. Y en el bloque está esculpida la imagen de una ráfaga de viento. —Hizo una pausa—. De
aire,
supongo, si quiere ponerse científico.
Langdon contemplaba asombrado al joven soldado.
—¡Un relieve! —exclamó de repente.
Todo el mundo le miró.
—¡Un
relieve
es la otra mitad del arte de esculpir!
La escultura es el arte de moldear figuras en volumen y también en
relieve.
Había escrito la definición en pizarras durante años. En esencia, los relieves eran esculturas en dos dimensiones, como el perfil de Abraham Lincoln en las monedas de un centavo. Los medallones de Bernini de la Capilla Chigi constituían otro ejemplo perfecto.
—
Bassorilievo?
—preguntó el guardia, utilizando el término artístico italiano.
—¡Sí! ¡Bajorrelieve! —Langdon golpeó el capó con los nudillos—. ¡No estaba pensando en esos términos! Esa losa de la que está hablando es el
West Ponente,
representa el Viento de Poniente. También se conoce como
Respiro di Dio.
—¿El aliento de Dios?
—¡Sí!
¡Aire!
¡Y fue tallada y colocada allí por el propio arquitecto!
Vittoria parecía confusa.
—Yo pensaba que Miguel Ángel había diseñado San Pedro.
—¡Sí, la
basílica!
—exclamó Langdon en tono triunfal—. ¡Pero
la plaza
de San Pedro fue diseñada por Bernini!
Cuando la caravana de Alfa Romeo salió de la Piazza del Popólo, era tal la prisa que llevaban que nadie se fijó en la camioneta de la BBC que los seguía.
Gunther Glick pisó el acelerador y se abrió paso entre el tráfico, sin perder de vista a los cuatro Alfa Romeo que cruzaban el Tíber por el puente Margherita. En circunstancias normales, Glick habría hecho el esfuerzo de mantener una prudente distancia, pero hoy apenas podía seguirlos. Aquellos tipos volaban.
Macri estaba sentada en su zona de trabajo (el asiento de atrás), a punto de concluir una llamada telefónica a Londres. Colgó y gritó a Glick, para hacerse oír por encima del ruido del tráfico:
—¿Qué prefieres antes, la buena noticia o la mala?
Glick frunció el ceño. Cuando se trataba de la casa madre, nada era sencillo.
—La mala.
—Redacción está muy cabreada con nosotros por haber abandonado el puesto.
—Sorpresa.
—También piensan que tu soplo es un fraude.
—Por supuesto.
—Y el jefe me acaba de advertir de que estás en la cuerda floja.
Glick arrugó el entrecejo.
—Fantástico. ¿Cuál es la buena noticia?
—Han accedido a echar un vistazo a lo que acabamos de filmar.
Glick sonrió.
Ahora van a darse cuenta de quién está en la cuerda
floja.
—Pues envíalo.
—No puedo transmitir si no paramos.
Glick se desvió por la Via Cola di Rienzo.
—Ahora no puedo parar.
Siguió a los Alfa Romeo cuando doblaron a la izquierda para rodear la Piazza del Risorgimento.
Macri sujetó su ordenador cuando todo se deslizó a un lado en la parte de atrás.
—Rompe mi transmisor —advirtió—, y tendremos que llevar esta cinta a Londres a pie.
—Agárrate, amor mío. Algo me dice que casi hemos llegado.
Macri levantó la vista.
—¿Adónde?
Glick contempló la cúpula que se alzaba ante ellos. Suspiró.
—Justo al sitio donde empezamos.
Los cuatro Alfa Romeo se internaron con destreza entre el tráfico que daba la vuelta a la plaza de San Pedro. Se separaron y distribuyeron a lo largo del perímetro, y los soldados descendieron en puntos seleccionados previamente. Los guardias se hicieron invisibles al instante entre los turistas y las camionetas de las televisiones. Algunos entraron en el bosque de columnas que rodeaba la plaza. También se fundieron con la muchedumbre. Cuando Langdon miró a través del parabrisas, presintió que un nudo se estaba cerrando alrededor de San Pedro.
Además de los hombres que Olivetti acababa de enviar, el comandante había llamado por radio al Vaticano, a fin de destacar guardias de paisano en el centro de la plaza, donde se hallaba el
West Ponente,
el bajorrelieve de Bernini. Mientras Langdon escrutaba los espacios abiertos de la plaza, una pregunta familiar le atormentó.
¿Cómo piensa
el asesino de los Illuminati salirse con la suya? ¿Cómo meterá a un cardenal entre toda esta gente y le asesinará delante de todo el mundo?
Consultó su reloj. Eran las nueve menos seis minutos.