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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (50 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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El último altar de la ciencia,
pensó Langdon. Al asesino le quedaba una última tarea.
Tierra. Aire. Fuego. Agua.

Consultó su reloj. Media hora. Langdon se acercó a
El éxtasis de
Santa Teresa.
Esta vez, mientras contemplaba el indicador de Bernini, Langdon no albergó la menor duda sobre lo que estaba mirando.

Que ángeles guíen tu búsqueda...

Sobre la santa recostada, con un fondo de llamas doradas, se cernía el ángel de Bernini. La mano del ángel aferraba una lanza puntiaguda de fuego. Langdon siguió con los ojos la dirección de la lanza, que se arqueaba hacia el lado derecho de la iglesia. Sus ojos se posaron en la pared. Examinó el lugar al que apuntaba la lanza. Sabía, desde luego, que apuntaba al otro lado de los muros, a algún lugar de Roma.

—¿Qué hay en esa dirección? —preguntó al jefe de bomberos con renovada determinación.

—¿En esa dirección? —El jefe miró hacia donde Langdon señalaba. Parecía confuso—. No lo sé... El oeste, supongo.

—¿Qué iglesias hay en esa dirección?

Dio la impresión de que la perplejidad del hombre aumentaba.

—Docenas. ¿Por qué?

Langdon frunció el ceño. Pues claro que había docenas.

—Necesito un plano de la ciudad. Ahora mismo.

El jefe envió a alguien en busca del plano que llevaban en el camión. Langdon se volvió hacia la estatua.
Tierra... Aire... Fuego...
VITTORIA.

El indicador final es Agua,
se dijo.
El Agua de Bernini.
Estaba en alguna iglesia. Una aguja en un pajar. Repasó todas las obras de Bernini que pudo recordar.
¡Necesito un tributo al agua!

Langdon recreó en su mente la estatua de
Tritón,
el dios griego del mar. Entonces, se dio cuenta de que estaba situada en la plaza que se extendía ante esta misma iglesia, en dirección contraria. Se obligó a pensar.
¿Qué figura habría tallado Bernini para glorificar el agua?
¿Neptuno y Apolo?
Por desgracia, la estatua se hallaba en el Victoria y Albert Museum de Londres.

—¿Signore?

Un bombero entró corriendo con el plano.

Langdon le dio las gracias y lo desplegó sobre el altar. Comprendió al instante que había elegido a la gente adecuada. El plano del cuerpo de bomberos de Roma era el más detallado que había visto en su vida.

—¿Dónde estamos ahora?

El hombre señaló.

—Al lado de la Piazza Barberini.

Langdon miró de nuevo la lanza del ángel para orientarse. El jefe había calculado bien. Según el plano, la lanza señalaba al oeste. Langdon trazó una línea desde el lugar donde se encontraba en dirección oeste. Casi al instante, sus esperanzas empezaron a desvanecerse. Daba la impresión de que, a cada centímetro que recorrían sus dedos, pasaba ante otro edificio marcado con una diminuta cruz negra.
Iglesias.
La ciudad estaba plagada de ellas. Por fin, el dedo de Langdon ya no encontró más iglesias y se internó en los suburbios de Roma. Exhaló un suspiro y retrocedió.
Maldición.

Los ojos de Langdon se posaron en los tres lugares donde habían sido asesinados los tres primeros cardenales.
La Capilla Chigi... San
Pedro... Aquí...

Al verlos en el mapa, reparó en que su emplazamiento formaba una configuración extraña. Había imaginado que las iglesias estarían distribuidas al azar por Roma. Pero no era así. Por improbable que fuera, parecía que las iglesias estaban erigidas de una manera sistemática, formando un triángulo cuyos vértices eran San Pedro, Santa Maria del Popolo y Santa Maria della Vittoria... Langdon volvió a mirar. No estaba imaginando cosas.


Penna
—dijo de repente, sin alzar la vista.

Alguien le ofreció un bolígrafo.

Langdon rodeó con un círculo las tres iglesias. Su pulso se aceleró. Volvió a mirar los indicadores.
¡Un triángulo simétrico!

Lo primero que acudió a la mente de Langdon fue el sello del billete de un dólar, el triángulo que contenía el ojo que todo lo veía. Pero era absurdo. Sólo había marcado tres puntos. En teoría, tenía que haber cuatro.

¿Dónde está el Agua?
Langdon sabía que el triángulo quedaría destruido, situara donde situara el cuarto punto. La única manera de conservar la simetría era situar el cuarto indicador dentro del triángulo, en el centro. Miró el punto en el plano. Nada. De todos modos, la idea le fastidiaba. Los cuatro elementos de la ciencia se consideraban
iguales.
El agua no era especial. El agua no estaría en el
centro
de los demás.

Aun así, su instinto le decía que la disposición sistemática no podía ser accidental.
Aún no capto el conjunto.
Sólo quedaba una alternativa. Los cuatro puntos no formaban un triángulo. Adoptaban otra forma.

Langdon miró el plano.
¿Un cuadrado tal vez?
Si bien un cuadrado carecía de sentido simbólico, al menos era una figura simétrica. Langdon apoyó el dedo sobre uno de los puntos que convertirían el triángulo en cuadrado. Observó de inmediato que un cuadrado perfecto era imposible. Los ángulos del triángulo original eran oblicuos, y creaban un cuadrilátero deforme.

Mientras estudiaba los otros puntos posibles alrededor del triángulo, sucedió algo inesperado. Reparó en que la línea que había trazado antes para indicar la dirección de la lanza del ángel atravesaba uno de los destinos posibles. Langdon, estupefacto, trazó un círculo alrededor de aquel punto. Ahora estaba mirando cuatro marcas de tinta en el plano, dispuestas de manera que formaban una especie de diamante, como una cometa.

Frunció el ceño. Los diamantes no eran un símbolo de los Illuminati. Pensó. Y entonces...

Por un instante, Langdon recreó en su mente el famoso Diamante de los Illuminati. La idea era ridícula, por supuesto. La desechó. Además, este diamante era oblongo, como una cometa, y no podía ser un ejemplo de la simetría perfecta reverenciada por los Illuminati.

Cuando se inclinó para examinar el punto donde había colocado la marca final, Langdon se llevó una sorpresa al descubrir que el cuarto punto se hallaba en pleno centro de Roma, en la famosa Piazza Navona. Sabía que la plaza albergaba una iglesia importante, pero ya había atravesado con el dedo la plaza y tenido en consideración la iglesia. Por lo que él sabía, no albergaba obras de Bernini. Era la iglesia de Santa Agnes de la Agonía, llamada así en honor de Santa Agnes, una bellísima adolescente virgen condenada a una vida de esclavitud sexual por negarse a renunciar a su fe.

¡Tiene que haber algo en esa iglesia!
Langdon se devanó los sesos, y recreó en su mente el interior de la iglesia. No recordó que guardara ninguna obra de Bernini, y mucho menos relacionada con el agua. La disposición del plano también le perturbaba. Un diamante. Demasiado preciso para ser una coincidencia, pero no lo bastante para tener sentido.
¿Una cometa?
Langdon se preguntó si había elegido un punto equivocado.
¿Hay algo que no acabo de ver?

La respuesta tardó en llegar otro medio minuto, pero cuando lo hizo, Langdon experimentó un júbilo como jamás había conocido en su carrera académica.

Por lo visto, el genio de los Illuminati era inagotable.

La forma que estaba mirando no pretendía ser la de un diamante. Los cuatro puntos sólo formaban un diamante porque Langdon había unido puntos adyacentes.
¡Los Illuminati creen en los opuestos!
Los dedos de Langdon temblaron cuando unieron vértices opuestos con el bolígrafo. Una cruz gigante apareció ante él.
¡Una cruz!
Los cuatro elementos de la ciencia se desplegaron ante sus ojos... esparcidos por Roma hasta crear una enorme cruz.

Mientras contemplaba la forma, asombrado, un par de versos resonaron en su mente... como antiguos amigos con un nuevo rostro.

Cruzando Roma esos místicos

cuatro elementos se revelan.

La niebla empezó a disiparse. ¡Langdon comprendió que había tenido la respuesta delante de sus narices toda la noche! El poema de los Illuminati le había revelado cómo estaban dispuestos los altares. ¡Una cruz!

¡Cruzando Roma esos místicos / cuatro elementos se revelan!

Un juego de palabras astuto. ¡Pero era mucho más que eso! Otra pista oculta.

La cruz del plano, comprendió Langdon, significaba la dualidad definitiva de los Illuminati. Era un símbolo religioso formado por elementos de la ciencia. ¡El Sendero de la Iluminación de Galileo era un tributo tanto a la ciencia como a Dios!

Las demás piezas del rompecabezas encajaron casi de inmediato.

Piazza Navona.

En el centro de la Piazza Navona, frente a la iglesia de Santa Agnes de la Agonía, Bernini había esculpido una de sus más celebradas esculturas. Todo el mundo que visitaba Roma iba a verla.

¡La Fuente de los Cuatro Ríos!

Un tributo perfecto al agua, la Fuente de los Cuatro Ríos de Bernini glorificaba los cuatro ríos principales del Antiguo Mundo: el Nilo, el Ganges, el Danubio y el Río de la Plata.

Agua,
pensó Langdon.
El indicador final.
Era perfecto.

Y aún más perfecto, pensó Langdon, la guinda del pastel, era que, sobre la fuente de Bernini, se alzaba un altísimo obelisco.

Langdon corrió hacia el cuerpo sin vida de Olivetti, dejando a los bomberos confusos.

Las diez y treinta y un minutos, pensó.
Queda aún mucho tiempo.
Era el primer instante en todo el día que Langdon pensaba llevar ventaja.

Se arrodilló al lado de Olivetti, cuyo cadáver ocultaban los bancos, y se incautó con toda discreción de la semiautomática y el
walkie-talkie
del comandante. Langdon sabía que podría pedir ayuda, pero no se hallaba en el lugar más indicado para hacerlo. Era preciso que el último altar de la ciencia continuara siendo un secreto. Las televisiones y el cuerpo de bomberos con las sirenas a todo volumen, lanzados en dirección a la Piazza Navona, no le serían de ninguna ayuda.

Sin decir palabra, salió por la puerta y esquivó a la prensa, que estaba entrando en oleadas. Cruzó la Piazza Barberini. Conectó el
walkie-talkie.
Intentó llamar al Vaticano, pero sólo obtuvo estática. O estaba fuera de alcance, o el transmisor necesitaba algún tipo de código de autorización. Langdon manipuló los cuadrantes y botones, sin resultado. Comprendió que su plan de recabar ayuda no iba a funcionar. Giró en redondo y buscó una cabina. Ninguna. En cualquier caso, los líneas del Vaticano estaban saturadas.

Estaba solo.

Sintió que su oleada de esperanza inicial se disipaba, y examinó su penoso estado: cubierto de polvo de huesos, herido, agotado y hambriento.

Se volvió hacia la iglesia. Una espiral de humo se elevaba sobre la cúpula, iluminada por los focos de las televisiones y los camiones de los bomberos. Se preguntó si debía volver y pedir ayuda. No obstante, el instinto le advirtió de que más ayuda, sobre todo ayuda inexperta, no significaría otra cosa que un engorro.
Si el hassassin nos ve venir...
Pensó en Vittoria y comprendió que era su última posibilidad de hacer frente al secuestrador.

Piazza Navona,
pensó, sabiendo que podía llegar con bastante anticipación y apostarse al acecho. Miró si había un taxi en las cercanías, pero las calles estaban casi desiertas. Parecía que hasta los taxistas lo habían dejado todo para ir a ver la televisión. La Piazza Navona se encontraba a sólo un kilómetro y medio de distancia, pero Langdon no albergaba la menor intención de desperdiciar energías desplazándose a pie. Volvió a mirar hacia la iglesia, y se preguntó si podría pedir prestado un vehículo a alguien.

¿Un camión de bomberos? ¿Una furgoneta de la televisión? Seamos serios.

Langdon, consciente de que las opciones y los minutos se iban desgranando, tomó una decisión. Sacó la pistola del bolsillo y perpetró un acto tan impropio de él que pensó que su alma estaba poseída. Corrió hasta un Citroën parado en un semáforo y apuntó al conductor a través de la ventanilla bajada.


Fuori!
—gritó.

El hombre bajó temblando como una hoja.

Langdon saltó detrás del volante y pisó el acelerador.

101

Gunther Glick estaba sentado en un banco, de las dependencias de la Guardia Suiza. Rezaba a todos los dioses que le venían a la
cabeza. Que esto
NO
sea un sueño, por favor.
Había sido la exclusiva de su vida. La exclusiva que cualquiera desearía. Todos los reporteros del mundo deseaban estar en el pellejo de Glick en estos momentos.
Estás despierto,
se dijo.
Y eres una estrella. Dan Rather, el presentador
más famoso de la televisión norteamericana, está llorando ahora.

Macri estaba a su lado, con expresión algo estupefacta. Glick no la culpaba. Además de transmitir en exclusiva la alocución del camarlengo, Glick y ella habían proporcionado al mundo fotos morbosas de los cardenales y del Papa fallecido (
¡aquella lengua!),
así como imágenes en directo del contenedor de antimateria y la cuenta atrás que se desgranaba en la pantalla.
¡Increíble!

Todo había sido a requerimiento del camarlengo, por supuesto, de modo que no existían motivos para que Glick y Macri estuvieran encerrados en una habitación de la caserna de la Guardia Suiza. Pero a los guardias no les había gustado el osado comentario añadido a su reportaje. Glick sabía que no habría debido oír la conversación sobre la que acababa de informar, pero era su momento estelar.
¡Otra primicia de Glick!

—¿El Buen Samaritano de la Undécima Hora? —gruñó Macri a su lado, muy poco impresionada.

Glick sonrió.

—Brillante, ¿verdad?

—Brillantemente estúpido.

Sólo tiene celos,
pensó Glick. Poco después del discurso del camarlengo, Glick había vuelto a encontrarse en el lugar adecuado en el momento oportuno. Había oído a Rocher dar órdenes a sus hombres. Por lo visto, el capitán había recibido una llamada telefónica de un misterioso individuo, del cual Rocher afirmaba que poseía información fundamental sobre la crisis. Rocher estaba hablando como si ese individuo pudiera ayudarlos, y aconsejaba a sus hombres que se prepararan para la llegada del invitado.

Si bien estaba claro que la información era confidencial, Glick había actuado como cualquier reportero entregado a su profesión: sin honor. Había encontrado un rincón discreto y ordenado a Macri que conectara su cámara para informar de la noticia.

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