Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
Ambos hombres se sumergieron en el estanque ensangrentado.
Cuando el agua fría recubrió todo el cuerpo de Langdon, lo primero que sintió fue dolor. A continuación, el instinto de supervivencia cobró vida. Se dio cuenta de que ya no sostenía el arma. La había soltado en el momento del impacto. Tanteó en el fondo resbaladizo. Su mano tocó metal. Un puñado de monedas. Las dejó caer. Abrió los ojos y escudriñó el fondo luminoso. El agua se agitaba a su alrededor como en un gélido jacuzzi.
Pese al instinto de respirar, el miedo le tenía clavado al fondo. Siempre en movimiento. No sabía de dónde llegaría el siguiente ataque. ¡Tenía que encontrar la pistola! Tanteó con desesperación delante de él.
Tienes ventaja,
se dijo.
Estás en tu elemento.
Aún con el jersey empapado, Langdon era un ágil nadador.
El agua es tu elemento.
Cuando los dedos de Langdon tocaron metal por segunda vez, estuvo seguro de que su suerte había cambiado. El objeto que tenía en la mano no era un puñado de monedas. Lo agarró e intentó atraerlo hacia él, pero al hacerlo, notó que su cuerpo se deslizaba en el agua. El objeto no se movía.
Langdon comprendió, aún antes de pasar por encima del cuerpo retorcido del cardenal, que había agarrado parte de la cadena metálica que inmovilizaba al hombre y que servía de lastre. Se quedó paralizado por la visión de la cara aterrorizada que le miraba desde el fondo de la fuente.
Espoleado por la vida que alumbraba en los ojos del hombre, Langdon asió las cadenas e intentó izarle hacia la superficie. El cuerpo ascendió poco a poco... como un ancla. Langdon tiró con más fuerza. Cuando la cabeza del cardenal rompió la superficie, el anciano aspiró varias bocanadas de aire con desesperación. Después, su cuerpo rodó con violencia, lo cual provocó que Langdon soltara las cadenas resbaladizas. Baggia se hundió de nuevo como una piedra y desapareció bajo el agua espumeante.
Langdon se volvió a zambullir con los ojos abiertos. Localizó al cardenal. Esta vez, cuando lo sujetó, las cadenas que cubrían el cuerpo de Baggia se movieron... y revelaron una nueva maldad, una palabra estampada a fuego en el pecho...
Un instante después, dos botas aparecieron ante su vista. De una de ellas manaba abundante sangre.
Como jugador de waterpolo, Robert Langdon se había visto envuelto en cantidad de batallas submarinas. El salvajismo competitivo que tenía lugar bajo la superficie de una piscina de waterpolo, lejos de los ojos de los árbitros, podía rivalizar con los más feroces combates de lucha libre. Langdon había sido pateado, arañado, inmovilizado e incluso mordido en una ocasión por un defensor rival, al que había superado sin cesar.
Luchando en el agua helada de la fuente de Bernini, Langdon sabía que esto no tenía nada que ver con la piscina de Harvard. No estaba compitiendo por ganar un partido, sino por su vida. Ésta era la segunda vez que se enfrentaban. Aquí no había árbitros. Ni partidos de vuelta. Los brazos que le empujaban la cabeza hacia el fondo de la fuente lo hacían con una fuerza que no dejaba la menor duda acerca de sus intenciones.
Langdon giró instintivamente como un torpedo.
¡Suéltate!
Pero la fuerza de su atacante le vencía, pues éste disfrutaba de una ventaja que ningún defensor de waterpolo había tenido nunca: los pies bien asentados sobre el fondo. Langdon se retorció, intentó erguirse. Daba la impresión de que el hassassin ejercía más fuerza con un brazo que con el otro, pero no cedía ni un ápice.
Fue entonces cuando Langdon comprendió que no podría alzarse. Hizo lo único que podía. Dejó de forcejear.
Si no puedes ir al norte, ve al este.
Lanzó el cuerpo hacia adelante.
El súbito cambio de dirección pareció pillar desprevenido al hassassin. El movimiento lateral de Langdon arrastró a su captor y lo desequilibró. La presión del hombre disminuyó, y Langdon movió los pies de nuevo. Fue como si un cable se hubiera partido. De pronto, se sintió libre. Expulsó el aire estancado de sus pulmones y ascendió a la superficie como un poseso. Sólo pudo aspirar una bocanada de aire. El hassassin le empujó hacia abajo de nuevo, con las manos sobre sus hombros. Langdon pugnó por encontrar apoyo para los pies, pero su enemigo se lo impidió.
Se hundió otra vez bajo el agua.
Le dolían los músculos de tanto luchar. Esta vez, sus maniobras fueron en vano. Exploró el fondo en busca de la pistola. Todo era borroso. Las burbujas eran más densas. Una luz cegadora le deslumbró cuando el asesino le hundió más aún, hacia un foco sumergido sujeto al suelo de la fuente. Langdon agarró el foco. Estaba caliente. Intentó liberarse de un tirón, pero el artilugio estaba montado sobre unos goznes, y giró en su mano. Perdió al instante su punto de apoyo.
El hassassin le hundió más.
En ese momento Langdon lo vio. Asomaba entre las monedas, justo delante de su cara. Un cilindro negro y estrecho.
¡El silenciador de la pistola de Olivetti!
Extendió la mano, pero cuando sus dedos se cerraron en torno al cilindro, no palpó metal, sino plástico. Al tirar, la manguera flexible flotó hacia él como una serpiente. Mediría unos sesenta centímetros de largo, y un chorro de burbujas surgía de un extremo. Langdon no había encontrado la pistola. Era uno de los numerosos e inofensivos
spumanti
de la fuente, pequeños aparatos que producían burbujas.
A escasa distancia, el cardenal Baggia sentía que su alma estaba abandonando el cuerpo. Si bien se había preparado para este momento durante toda su vida, nunca había imaginado que el final sería así. Su envoltorio físico agonizaba... Quemado, golpeado, retenido bajo el agua por un peso inamovible. Se recordó que sus sufrimientos no eran nada comparados con lo que había soportado Jesús.
Murió por mis pecados...
Baggia oía el ruido de la batalla que tenía lugar muy cerca. La idea se le antojaba insoportable. Su secuestrador estaba a punto de acabar con otra vida... El hombre de ojos bondadosos, el hombre que había intentado ayudarle.
Mientras el dolor aumentaba, Baggia clavó la vista en el cielo negro, a través del agua. Por un momento, creyó ver estrellas.
Había llegado el momento.
Baggia se liberó de todo miedo y dudas, abrió la boca y exhaló el que sabía iba a ser su último suspiro. Vio que su espíritu se elevaba hacia el cielo en un estallido de burbujas transparentes. Después lanzó una exclamación ahogada. El agua penetró como cuchillos de hielo clavados en sus costados. El dolor sólo duró unos pocos segundos.
Después... paz.
El hassassin ignoró el dolor que torturaba su pie y se concentró en el norteamericano, al que estaba asfixiando bajo el agua.
Acaba con él de
una vez.
Empujó con más fuerza, convencido de que esta vez Robert Langdon no sobreviviría. Tal como había anticipado, los movimientos de su víctima se fueron haciendo cada vez más débiles.
De pronto, el cuerpo de Langdon se inmovilizó. Fue presa de violentos temblores.
Sí,
pensó el hassassin.
Los estertores. Cuando el agua empieza a
entrar en los pulmones.
Sabía que los estertores duraban unos cinco segundos.
Duraron seis.
Después, tal como el hassassin había esperado, su víctima se quedó flácida, como un globo deshinchado. Todo había terminado. El hassassin le retuvo bajo el agua otro medio minuto, con el fin de que el líquido invadiera sus tejidos pulmonares. Poco a poco, notó que el cuerpo de Langdon se hundía hasta el fondo, sin necesidad de ayudarle. Por fin, el hassassin le soltó. Las televisiones descubrirían una sorpresa doble en la Fuente de los Cuatro Ríos.
—
Tabban!
—juró el hassassin, al salir de la fuente y examinar su pie ensangrentado. La punta de la bota estaba hecha trizas, y el extremo del dedo gordo del pie había desaparecido. Enfurecido por su descuido, desgarró el dobladillo de la pernera y se vendó el dedo. Un dolor agudo recorrió su pierna.
—
Ibn al-kalb!
Apretó los puños y anudó con más fuerza el vendaje improvisado. Poco a poco, la hemorragia fue disminuyendo.
El hassassin subió a la furgoneta, mientras sus pensamientos transitaban del dolor al placer. Su trabajo en Roma había terminado. Sabía muy bien qué calmaría su desazón. Vittoria Vetra estaba inmovilizada, esperando. El hassassin, pese a estar helado y mojado, experimentó una potente erección.
Me he ganado mi recompensa.
En otra zona de la ciudad, Vittoria despertó, dolorida. Estaba tendida de espaldas. Sentía todos los músculos entumecidos. Le dolían los brazos. Cuando intentó moverse, sintió espasmos en los hombros. Tardó un momento en darse cuenta de que tenía las manos atadas a la espalda. Su primera reacción fue de confusión.
¿Estoy soñando?
Pero cuando intentó levantar la cabeza, el dolor que estalló en su nuca le confirmó que estaba muy despierta.
La confusión se transformó en miedo. Paseó la vista en derredor. Se hallaba en una habitación de piedra, grande y bien amueblada, iluminada por antorchas. Una especie de sala de reuniones antigua. Cerca, vio un círculo de bancos anticuados.
Vittoria sintió que una brisa fresca acariciaba su piel. A pocos metros, una puerta doble abierta daba acceso a un balcón. A través de las rendijas de la balaustrada, Vittoria habría podido jurar que veía el Vaticano.
Robert Langdon yacía sobre un lecho de monedas en el fondo de la Fuente de los Cuatro Ríos. Aún tenía en la boca la manguera de plástico. Le quemaba la garganta, pero no se quejaba. Estaba vivo.
Ignoraba si había imitado bien la agonía de un hombre que se ahogaba, pero como estaba acostumbrado al agua desde niño, Langdon había oído ciertos relatos. Se había esforzado al máximo. Cerca del final, había expulsado todo el aire de sus pulmones y dejado de respirar, para que su masa muscular le hundiera hasta el fondo.
Por suerte, el hassassin se había tragado el anzuelo.
Langdon ya había esperado lo máximo posible. Estaba a punto de empezar a ahogarse. Se preguntó si el hassassin seguiría vigilando. Respiró por el tubo y sin salir a la superficie nadó hasta que encontró el cuerpo central de la fuente. Emergió al amparo de las sombras que arrojaban las enormes figuras de mármol.
La furgoneta había desaparecido.
Eso era todo cuanto Langdon necesitaba ver. Aspiró una larga bocanada de aire fresco y volvió hacia el punto en que se había hundido el cardenal Baggia. Langdon sabía que el hombre estaría inconsciente, y que existían pocas posibilidades de reanimarle, pero tenía que intentarlo. Cuando localizó el cuerpo, plantó los pies a cada lado y asió las cadenas que rodeaban al cardenal. Entonces, tiró de él. Cuando el cardenal emergió, Langdon vio que tenía los ojos saltones. No era una buena señal. No percibió respiración ni pulso.
Consciente de que le era imposible sacar el cuerpo del estanque, tiró del cardenal Baggia hasta la oquedad esculpida en la base del montículo central de mármol, donde había un saliente inclinado. Langdon apoyó el cuerpo desnudo sobre el saliente.
Después puso manos a la obra. Ejerció presión sobre el pecho del cardenal para expulsar el agua de los pulmones. A continuación, le aplicó el boca a boca. Lenta y deliberadamente. Resistiendo la tentación de soplar con demasiada fuerza y rapidez. Durante tres minutos, intentó revivir al anciano. Al cabo de cinco minutos, desistió.
ll preferito.
Uno de los cuatro hombres que más posibilidades tenían de ser Papa yacía muerto delante de él.
Incluso ahora, tendido a la sombra del saliente semisumergido, el cardenal Baggia conservaba un aire de serena dignidad. El agua ondulaba sobre su pecho, casi con remordimiento, como si pidiera perdón por haber contribuido al asesinato del hombre, como si intentara purificar la herida que llevaba su nombre...
Langdon pasó una mano sobre el rostro del cardenal y le cerró los ojos. En ese momento sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Eso le sorprendió. Después, por primera vez desde hacía años, Langdon lloró.
Las emociones que le embargaban, como una neblina, se disiparon poco a poco mientras se alejaba del cardenal. Agotado, casi esperaba derrumbarse, pero sintió que un nuevo impulso se apoderaba de él. Innegable. Frenético. Notó que una energía inesperada fortalecía sus músculos. Su mente, como indiferente al dolor de su corazón, expulsó el pasado y se concentró en la tarea desesperada que exigía su atención.
Encontrar la guarida de los Illuminati. Ayudar a Vittoria.
Se volvió hacia el cuerpo central de la fuente de Bernini y se puso a buscar el último indicador de los Illuminati. Sabía que en algún lugar de esta masa escultórica había una pista que señalaba a la guarida. No obstante, mientras examinaba las diversas figuras de la fuente, sus esperanzas se desvanecieron. Tuvo la impresión de que las palabras del
segno
se burlaban de él.
Que ángeles guíen tu búsqueda.
Langdon contempló las formas talladas,
¡Las figuras de la fuente son profanas!
¡No tiene ángeles!
Una vez terminado su inútil examen de la masa escultórica, su mirada ascendió por la columna de piedra.
Cuatro indicadores,
pensó,
diseminados por Roma hasta formar una cruz gigantesca.
Cuando escudriñó los jeroglíficos del obelisco, se preguntó si habría una pista escondida en la simbología egipcia. Desechó al instante la idea. Los jeroglíficos eran muy anteriores a Bernini, y no se habían descifrado hasta el descubrimiento de la Piedra de Rosetta. De todos modos, aventuró Langdon, cabía la posibilidad de que Bernini hubiera tallado un símbolo adicional, que hubiera pasado inadvertido entre todos los jeroglíficos.