Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
«¡No! ¡Lo que me me parece mal es que Leonardo Vetra
demostró
en la práctica la existencia de su Dios, y usted ordenó asesinarle!»
El camarlengo se volvió, con semblante inexpresivo.
El único sonido que se oyó fue el crepitar del fuego.
De repente, la cámara se agitó, y el brazo de Kohler apareció en pantalla. Se inclinó hacia adelante, como si se debatiera con algo sujeto bajo la silla de ruedas. Cuando volvió a reclinarse, sostenía una pistola. El ángulo de la cámara era escalofriante, enfocaba desde atrás... siguiendo la pistola que apuntaba... al camarlengo.
«Confiese sus pecados, padre —dijo Kohler—. Ahora.»
El sacerdote parecía sorprendido.
«Nunca saldrá vivo de aquí.»
«La muerte será un alivio bienvenido de la desdicha en que su fe me ha sumido desde la infancia. —Kohler sostenía la pistola con ambas manos—. Le dejaré elegir. Confiese sus pecados... o dispóngase a morir ahora mismo.»
El camarlengo miró hacia la puerta.
«Rocher está fuera —le desafió Kohler—. Él también está dispuesto a matarle.»
«Rocher ha jurado proteger a la...»
«Rocher me ha dejado entrar.
Armado.
Sus mentiras le dan asco. Tiene una sola opción. Confiese. He de oírlo de sus propios labios.»
El camarlengo titubeó.
Kohler amartilló la pistola.
«¿De veras duda de que voy a matarle?»
«Diga lo que diga —contestó el camarlengo—, un hombre como usted nunca lo entenderá.»
«Pruebe.»
El sacerdote permaneció inmóvil un momento, una silueta dominante a la tenue luz del fuego. Cuando habló, sus palabras resonaron con una dignidad más adecuada a una declaración de altruismo que a una confesión.
«Desde el principio de los tiempos —dijo—, esta Iglesia ha combatido contra los enemigos de Dios. A veces con palabras. Otras con espadas. Y siempre hemos sobrevivido.»
El camarlengo irradiaba convicción.
«Pero los demonios del pasado —continuó—eran demonios de fuego y abominación... Eran enemigos a los que podíamos hacer frente, enemigos que inspiraban miedo. Pero Satanás es taimado. A medida que transcurría el tiempo, cambió su faz diabólica por un nuevo rostro, el rostro de la razón pura. Transparente e insidioso, pero carente de alma al mismo tiempo. —La voz del camarlengo se tiñó de ira, una transición casi demoníaca—. Dígame, señor Kohler, ¿cómo puede la Iglesia condenar lo que nuestras mentes consideran lógico? ¿Cómo podemos censurar lo que constituye los mismísimos cimientos de nuestra sociedad? Cada vez que la Iglesia alza su voz para advertir a la humanidad,
ustedes
nos llaman ignorantes. Paranoicos. ¡Controladores! Así se esparce su maldad. Cubierta por un velo de intelectualismo justiciero. ¡Se multiplica como un cáncer! Santificado por los milagros de su tecnología. ¡Deificándose! Hasta que ya sólo se puede sospechar de ustedes que son la bondad personificada. La ciencia ha venido a salvarnos de nuestras enfermedades, del hambre y el dolor. Contemplad la Ciencia: el nuevo Dios de incesantes milagros, omnipotente y benevolente. Haced caso omiso de las armas y el caos. Olvidad la soledad fracturada, el peligro incesante. ¡La ciencia está aquí! —El camarlengo avanzó hacia la pistola—. Pero yo he visto el rostro de Satanás al acecho... Yo he visto el peligro...»
«¿De qué está hablando? ¡La ciencia de Vetra demostró en la práctica la existencia de su Dios! ¡Era su aliado!»
«¿Aliado? ¡La ciencia y la religión no están juntas en esto! ¡Usted y yo no buscamos al mismo Dios! ¿Quién es su Dios? ¿Uno formado por protones, masas y cargas de partículas? ¿Cómo inspira su Dios? ¿Cómo se infiltra en el corazón del hombre y le recuerda que responde ante un poder más grande, que es responsable ante sus semejantes? Vetra se había desviado del camino. ¡Su trabajo no era religioso, era
sacrílego!
El hombre no puede poner la Creación en un tubo de ensayo y mostrarlo al mundo entero. ¡Esto no glorifica a Dios, lo
degrada!»
El camarlengo había extendido las manos como garras, y en su voz se revelaba un punto de locura.
«¡Por eso ordenó que asesinaran a Leonardo Vetra!»
«¡ Por la Iglesia! ¡ Por toda la humanidad! ¡ Por la locura de todo ello! El hombre no está preparado para disponer del poder de la Creación. ¿Dios en un tubo de ensayo? ¿Una gota de líquido capaz de desintegrar una ciudad entera? ¡Era preciso detenerle!»
El camarlengo enmudeció de repente. Desvió la vista hacia el fuego. Daba la impresión de estar repasando sus alternativas.
Las manos de Kohler sujetaron con firmeza la pistola.
«Ha confesado. No tiene escapatoria.»
El camarlengo lanzó una carcajada triste.
«No lo entiende, señor Kohler. Confesar los pecados
es
la escapatoria. —Miró hacia la puerta—. Cuando Dios te apoya, cuentas con opciones que ningún otro hombre podría comprender.»
Apenas había terminado de hablar, el camarlengo asió el cuello de la sotana y lo desgarró con violencia, dejando al descubierto el pecho desnudo.
«¿Qué está haciendo? —preguntó Kohler, sorprendido.»
El camarlengo no contestó. Retrocedió hacia la chimenea y extrajo un objeto de las brasas.
«¡Alto! —ordenó Kohler, apuntando el arma—. ¿Qué está haciendo?»
Cuando el camarlengo se volvió, sostenía un hierro al rojo vivo. El Diamante de los Illuminati. Los ojos del hombre enloquecieron de repente.
«Tenía la intención de hacerlo sin ayuda. —Su voz transmitía una feroz intensidad—. Pero ahora... Veo que Dios quería que usted me acompañara. Usted es mi salvación.»
Antes de que Kohler pudiera reaccionar, el camarlengo cerró los ojos, arqueó la espalda y hundió el hierro al rojo vivo en el centro de su pecho. Su carne siseó.
«¡Santa María! Madre de Dios... ¡Mira a tu hijo!»
Lanzó un grito de dolor.
Kohler apareció en pantalla... Se puso de pie con movimientos torpes, agitando la pistola ante él.
El camarlengo chilló con más fuerza. Arrojó el hierro a los pies del director del CERN. Después, el sacerdote cayó al suelo, retorciéndose de dolor.
Los acontecimientos se precipitaron.
La Guardia Suiza irrumpió en la habitación. Se oyeron disparos sucesivos. Kohler se aferró el pecho, saltó hacia atrás cubierto de sangre y se desplomó en la silla de ruedas.
«¡No!» —gritó Rocher, al tiempo que intentaba impedir que sus guardias dispararan contra Kohler.
El camarlengo, que seguía retorciéndose en el suelo, rodó y le señaló frenéticamente.
«¡Illuminatus!»
«Bastardo —gritó Rocher al tiempo que se precipitaba hacia él—. Inmundo bast...»
Chartrand le abatió de tres balazos. El capitán cayó muerto al suelo.
Después los guardias corrieron hacia el camarlengo herido. Cuando se agacharon, la cámara captó a un aturdido Robert Langdon, arrodillado junto a la silla de ruedas, examinando el hierro. Luego, la imagen se movió violentamente. Kohler había recuperado el sentido y estaba soltando la minicámara del brazo de la silla. Intentaba entregársela a Langdon.
«Déselo... —jadeó Kohler—. Dé esto a las tele... visiones.»
Después la pantalla quedó en blanco.
El camarlengo empezó a sentir que el asombro y la adrenalina que le embargaban se disipaban. Cuando los Guardias Suizos le ayudaron a bajar por la Escalera Real para dirigirse a la Capilla Sixtina, Carlo Ventresca oyó cánticos en la plaza de San Pedro y supo que las montañas se habían movido.
Grazie, Dio.
Había rezado para tener fuerzas, y Dios se las había concedido. En algunos momentos de duda, Dios le había hablado.
La tuya es una
misión santa,
había dicho Dios.
Yo te infundiré energía.
Incluso con la energía de Dios, el camarlengo había sentido miedo, y se había cuestionado la rectitud de su misión.
Si no eres tú,
le había retado Dios,
¿quién si no?
Si ahora no, ¿cuándo?
Si así no, ¿cómo?
Jesús, le recordó, había salvado a todos los hombres, los había salvado de su propia apatía. Con dos actos, Jesús les había abierto los ojos. Horror y Esperanza. La crucifixión y la resurrección. Había cambiado el mundo.
Pero eso sucedió milenios antes. El tiempo había erosionado el milagro. La gente había olvidado. Se habían entregado a ídolos falsos, tecnodeidades y milagros de la mente.
¿Y los milagros del corazón?
El camarlengo había rezado con frecuencia a Dios que le enseñara a devolver la fe a la gente. Pero Dios había guardado silencio.
No fue hasta el momento de mayor oscuridad del camarlengo que Dios se le apareció. ¡Oh, el horror de aquella noche!
El camarlengo aún recordaba que yacía en el suelo, con el camisón desgarrado, arañándose la carne, intentando purgar su alma del dolor provocado por una vil verdad que acababa de saber.
¡No puede
ser!,
había chillado. Pero sabía que era cierto. El engaño le atormentaba como el fuego del infierno. El obispo que le había adoptado, el hombre que había sido como un padre para él, el sacerdote junto al cual se
había
erguido el camarlengo cuando fue proclamado Papa... era un falsario. Un vulgar pecador. Había mentido al mundo acerca de un hecho tan traicionero en su esencia que el camarlengo dudaba de que Dios pudiera perdonarle.
«¡El
juramento!
—había chillado el camarlengo al Papa—. ¡Ha quebrantado el juramento que hizo a Dios! ¡
Usted,
de entre todos los hombres!»
El Papa había intentado explicarse, pero el camarlengo no le escuchó. Había salido huyendo por los pasillos, vomitando, arañándose, hasta que se descubrió solo y cubierto de sangre, tendido ante la tumba de San Pedro, sobre el suelo de tierra.
Virgen María, ¿qué debo
hacer?
Fue en aquel momento de dolor y traición, cuando el camarlengo yacía destrozado en la Necrópolis, rezando a Dios para que le sacara de este mundo descreído, cuando Dios acudió a él.
La voz resonó en su cabeza como el fragor de un trueno.
«¿Juraste servir a tu Dios?»
«¡Sí!» —gritó el camarlengo.
«¿Morirías por tu Dios?»
«¡Sí! ¡Acéptame ahora!»
«¿Morirías por tu Iglesia?»
«¡Sí! ¡Ponme a prueba!»
«Pero ¿morirías por... la humanidad?»
En el silencio que siguió, el camarlengo Ventresca tuvo la sensación de precipitarse a un abismo. Pero sabía la respuesta. Siempre la había sabido.
«¡Sí! —gritó como un poseso—. ¡Moriría por la humanidad! ¡Al igual que Tu hijo, moriría por ella!»
Horas más tarde, el camarlengo seguía tendido en el suelo, tembloroso. Vio el rostro de su madre.
Dios tiene planes para ti,
estaba diciendo. El camarlengo se hundió todavía más en la locura. Fue entonces cuando Dios volvió a hablarle. Esta vez en silencio. Pero él comprendió.
Devuélveles la fe.
Si yo no, ¿quién?
Si ahora no, ¿cuándo?
Cuando los guardias abrieron las puertas de la Capilla Sixtina, el camarlengo sintió que el poder hervía en sus venas, igual que cuando era niño. Dios le había elegido. Hacía mucho tiempo.
Se hará Su voluntad.
El camarlengo experimentaba la sensación de haber renacido. Los Guardias Suizos le habían vendado el pecho, le habían bañado y vestido con una sotana de hilo blanco. También le habían dado una inyección de morfina para la quemadura. El camarlengo se arrepintió de que le hubieran administrado sedantes.
¡Jesús soportó su dolor durante tres días en la cruz!
Sentía ya que la droga embotaba sus sentidos, una resaca mareante.
Cuando entró en la capilla, no le sorprendió ver que los cardenales le miraban con estupefacción.
Sienten el temor de Dios,
se recordó.
No de mí, pero de cómo Dios se manifiesta a través de mí.
Cuando se dirigió hacia el pasillo central, vio perplejidad en todas las caras. No obstante, a medida que iba pasando delante de cada cara, percibió algo más en sus ojos. ¿Qué era? El camarlengo había intentado imaginar cómo le recibirían esta noche. ¿Con regocijo? ¿Con reverencia? Intentó leer en sus ojos y no vio ninguna de ambas emociones.
Fue entonces cuando el camarlengo desvió la vista hacia el altar y vio a Robert Langdon.
El camarlengo Carlo Ventresca se detuvo en el pasillo de la Capilla Sixtina. Los cardenales se hallaban cerca de la parte delantera de la iglesia, mirándole. Robert Langdon estaba en el altar, al lado de un televisor que reproducía una escena familiar para el camarlengo, pero que no podía imaginar cómo se había grabado. Vittoria Vetra le miraba también, con el rostro desencajado.
El camarlengo cerró los ojos un momento, con la esperanza de que la morfina le estuviera produciendo alucinaciones y de que, cuando abriera los ojos, la escena sería diferente. Pero no fue así.
Lo sabían.
No sintió miedo.
Enséñame el camino, Padre. Dame las palabras necesarias para comunicarles Tu visión.
Pero el camarlengo no oyó ninguna respuesta.
Padre, hemos llegado demasiado lejos para flaquear ahora.
Silencio.
No
entienden lo que hemos hecho.
El camarlengo ignoraba qué voz había oído en su mente, pero el mensaje era claro.
La verdad os hará libres...
Y así, el camarlengo Ventresca caminó con la cabeza bien alta hasta la parte delantera de la Capilla Sixtina. Cuando avanzó hacia los cardenales, ni siquiera la luz difusa de las velas pudo suavizar las miradas que le taladraban.
Explícate,
decían los rostros.
Explica esta locura. ¡Dinos que nuestros temores son injustificados!
La verdad,
se dijo el camarlengo.
Sólo la verdad.
Había demasiados secretos entre estas paredes... y uno tan oscuro que le había empujado a la locura.
Pero de la locura había surgido la luz.
—Si pudierais entregar vuestra alma para salvar millones —dijo el camarlengo mientras caminaba por el pasillo—, ¿lo haríais?
Las caras le siguieron mirando. Nadie se movió. Nadie habló. Al otro lado de las paredes, se oían cánticos jubilosos en la plaza.
El camarlengo se dirigió hacia ellos.
—¿Cuál es el mayor pecado, matar al enemigo o permanecer ocioso mientras estrangulan a tu verdadero amor?
¡Están cantando en la plaza de San Pedro!
El camarlengo se detuvo un momento y miró el techo de la capilla. El Dios de Miguel Ángel le estaba mirando desde la bóveda... y parecía complacido.