Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
—¿Preparado? Cinco... cuatro... tres...
Cuando Chinita Macri miró por su cámara, creyó percibir un brillo astuto en los ojos de Glick.
Ha sido una locura dejarle hacer esto,
pensó.
¿En que estaría pensando?
Pero el momento de arrepentirse había pasado. Estaban emitiendo.
—En directo desde la Ciudad del Vaticano —anunció Glick—, Gunther Glick. —Dedicó a la cámara una mirada solemne, mientras el humo blanco de la Capilla Sixtina se elevaba detrás de él—. Damas y caballeros, ya es
oficial.
El cardenal Saverio Mortati, un progresista de setenta y nueve años, acaba de ser elegido Papa. Pese a ser un candidato improbable, Mortati fue elegido por
unanimidad,
algo que no tiene precedentes.
Mientras Macri miraba, empezó a respirar con más facilidad. Glick parecía sorprendentemente profesional. Incluso austero. Por primera vez en su vida, actuaba como un reportero.
—Tal como informamos antes —añadió Glick—, el Vaticano aún no ha hecho ninguna declaración sobre los acontecimientos milagrosos de esta noche.
Bien.
El nerviosismo de Chinita se atenuó un poco más.
Hasta el momento, todo va bien.
Glick compuso una expresión apenada.
—Y si bien ha sido una noche de prodigios, también lo ha sido de tragedia. Cuatro cardenales perecieron ayer, junto con el comandante Olivetti y el capitán Rocher, ambos de la Guardia Suiza. Otras víctimas incluyen a Leonardo Vetra, el famoso físico del CERN y pionero de la tecnología de la antimateria, así como Maximilian Kohler, el director del CERN, que por lo visto acudió al Vaticano en un esfuerzo por colaborar, pero falleció en el proceso. Aún no existe ningún informe oficial sobre la muerte del señor Kohler, pero parece que se debió a complicaciones de una larga enfermedad que padecía.
Macri asintió. El reportaje funcionaba a la perfección. Tal como habían pactado.
—Tras la explosión ocurrida en el cielo del Vaticano anoche, la tecnología de la antimateria del CERN se ha convertido en el tema del día entre los científicos, tema que suscita entusiasmo y controversia. Una declaración leída por la ayudante del señor Kohler en Ginebra, Sylvie Baudeloque, anunció esta mañana que la junta directiva del CERN, si bien entusiasmada por las posibilidades de la antimateria, ha suspendido todas las investigaciones y las concesiones de licencias hasta que no se haya demostrado que se trata de una energía segura.
Excelente,
pensó Macri.
La recta final.
—El rostro de Robert Langdon —informó Glick—, el profesor de Harvard que vino al Vaticano ayer para ofrecer su experiencia durante esta crisis, ha estado ausente de nuestras pantallas esta noche. Aunque al principio se pensó que había perecido en la explosión del contenedor de antimateria, nos han llegado informes de que Langdon fue visto en la plaza de San Pedro después de la explosión. Sólo existen especulaciones sobre cómo pudo llegar hasta aquí, aunque un portavoz del hospital Tiberina afirma que el señor Langdon cayó desde el cielo al río Tíber poco después de medianoche, recibió tratamiento y se fue. —Glick enarcó las cejas—. Y si eso es cierto... podemos afirmar que fue una noche de milagros.
¡Un final perfecto!
Macri se permitió una amplia sonrisa.
¡Una
conclusión impecable! ¡Termina de una vez!
Pero Glick no lo hizo. Avanzó hacia la cámara tras un momento de silencio. Exhibía una sonrisa misteriosa.
—Pero antes de terminar...
¿No!
—... me gustaría que un invitado se reuniera con nosotros.
Las manos de Chinita se paralizaron sobre la cámara.
¿ Un invitado? ¿Qué diablos está haciendo? ¿Qué invitado?
Pero sabía que era demasiado tarde. Glick se había comprometido.
—El hombre que voy a presentarles es un norteamericano —dijo Glick—, un famoso erudito.
Chinita vaciló. Contuvo el aliento cuando Glick se volvió hacia la pequeña multitud congregada a su alrededor e indicó con un ademán a su invitado que se adelantara. Macri rezó en silencio.
Por favor, dime que has localizado a Robert Langdon, y no a un chiflado adepto de
las teorías conspiratorias.
Cuando el invitado avanzó, el corazón de Macri dio un vuelco. No era Robert Langdon. Era un hombre calvo, vestido con tejanos y camisa de franela. Llevaba un bastón y gafas gruesas. Macri sintió terror.
¿Un chiflado?
—Les presento al famoso estudioso del Vaticano —anunció Glick—, procedente de la Universidad De Paul de Chicago, el doctor Joseph Vanek.
Macri vaciló cuando el hombre acompañó a Glick ante la cámara. No era un chiflado. Había oído hablar de este individuo.
—Doctor Vanek —dijo Glick—, usted posee una información bastante sorprendente en relación con el cónclave de esta noche.
—En efecto —contestó Vanek—. Después de una noche con tantas sorpresas, es difícil imaginar que todavía queden más por descubrir. .. Y no obstante...
Hizo una pausa.
Glick sonrió.
—Y sin embargo, se ha producido un nuevo giro en los acontecimientos.
Vanek asintió.
—Sí. Por sorprendente que pueda parecer, creo que el Colegio Cardenalicio ha elegido sin saberlo a dos papas este fin de semana.
Macri casi dejó caer la cámara.
Glick sonrió taimadamente.
—¿Ha dicho dos papas?
El estudioso asintió.
—Sí. Antes debería explicar que he dedicado mi vida a estudiar las leyes de la elección papal. La judicatura del cónclave es extremadamente compleja, y gran parte está olvidada u obsoleta. Es probable que ni el Gran Elector sepa lo que voy a revelar. No obstante, según las antiguas leyes olvidadas aplicadas en el
Romano Pontifici Eligendo, Numero sesenta y tres,
la votación no es el único método mediante el cual puede elegirse un Papa. Existe otro método, más divino. Se llama «Elección por Adoración». —Hizo una pausa—. Y anoche ocurrió.
Glick clavó la vista en su invitado.
—Continúe, por favor.
—Como tal vez recuerde —continuó el estudioso—, anoche, cuando el camarlengo Carlo Ventresca apareció en el tejado de la basílica, todos los cardenales empezaron a gritar su nombre al unísono.
—Sí, me acuerdo.
—Con aquella imagen en mente, permítame que lea las antiguas leyes electorales. —El hombre sacó unos papeles del bolsillo, carraspeó y empezó a leer—. «La Elección por Adoración tiene lugar cuando... todos los cardenales, como por inspiración del Espíritu Santo, libre y espontáneamente, con unanimidad y en voz alta, proclaman el nombre de un individuo.»
Glick sonrió.
—¿Está diciendo que anoche, cuando los cardenales corearon al unísono el nombre de Carlo Ventresca, le eligieron Papa?
—En efecto. Más aún, la ley dicta que la Elección por Adoración anula los requerimientos para que un cardenal sea elegido y permite que cualquier clérigo, sacerdote, obispo o cardenal, sea elegido. Como ven, el camarlengo estaba perfectamente cualificado para la elección papal mediante este procedimiento. —El doctor Vanek miró a la cámara—. Los hechos son éstos... Carlo Ventresca fue elegido Papa anoche. Reinó algo menos de diecisiete minutos. Y de no haber ascendido milagrosamente en una columna de fuego, ahora estaría enterrado en la Sagrada Gruta Vaticana junto con los demás papas.
—Gracias, doctor. —Glick se volvió hacia Macri con un guiño travieso—. Muy esclarecedor...
Desde lo alto de las escaleras del Coliseo, Vittoria rió y le llamó.
—¡Sube, Robert! ¡Sabía que tendría que haberme casado con un hombre más joven!
Su sonrisa era mágica.
Langdon se esforzó por alcanzarla, pero le pesaban las piernas como si fueran de piedra.
—Espera —suplicó—. Por favor...
Notó unos golpes en su cabeza.
Robert Langdon despertó sobresaltado.
Oscuridad.
Permaneció inmóvil un largo momento en la suavidad de la cama, incapaz de imaginar dónde estaba. Las almohadas eran mullidas, gigantescas y maravillosas. El aire olía a perfume. Al otro lado de la habitación, dos puertas de cristal abiertas daban a un balcón, donde una leve brisa soplaba bajo una luna reluciente. Langdon intentó recordar cómo había llegado aquí... y dónde estaba.
Recuerdos dispersos cobraron vida de nuevo.
Una pira de fuego místico... Un ángel materializándose en medio de la muchedumbre... ha mano suave de ella que tomaba la suya y le guiaba al corazón de la noche... Guiaba su cuerpo agotado y apalizado por las calles... hasta aquí... hasta su suite... Le metía medio dormido bajo una ducha caliente... le conducía hasta esta cama... y le cuidaba hasta que se dormía como un niño.
En la oscuridad, Langdon distinguió una segunda cama. Las sábanas estaban revueltas, pero no había nadie en ella. Oyó el chorro de una ducha en una de las habitaciones contiguas.
Cuando miró hacia la cama de Vittoria, vio un sello bordado en la funda de la almohada. Rezaba:
HOTEL BERNINI
. Langdon se vio forzado a sonreír. Vittoria había elegido bien. El lujo de la Vieja Europa con vistas a la Fuente del Tritón de Bernini... No había hotel más adecuado en toda Roma.
Oyó unos golpes, y comprendió que era eso lo que le había despertado. Alguien estaba llamando a la puerta. Con fuerza.
Confuso, Langdon se levantó.
Nadie sabe que estamos aquí,
pensó, algo inquieto. Se puso una bata obsequio del hotel y salió al vestíbulo de la habitación. Se detuvo ante la pesada puerta de roble, y luego la abrió.
Un hombre corpulento vestido con uniforme de gala púrpura y amarillo le miró.
—Soy el teniente Chartrand —se presentó—. Guardia Suizo del Vaticano.
Langdon sabía muy bien quién era.
—¿Cómo..., cómo nos ha encontrado?
—Los vi marchar de la plaza anoche. Los seguí. Menos mal que aún no se han ido.
Langdon experimentó una repentina angustia, y se preguntó si los cardenales habían ordenado a Chartrand que los condujera de vuelta al Vaticano. Al fin y al cabo, ellos dos eran las únicas personas, además del Colegio Cardenalicio, que sabían la verdad. Eran un estorbo.
—Su Santidad me pidió que les diera esto —dijo Chartrand, y le entregó un sobre cerrado con el sello de lacre del Vaticano. Langdon abrió el sobre y leyó la nota escrita a mano:
Señor Langdon y señorita Vetra:
Aunque mi profundo deseo es solicitar su discreción sobre los asuntos ocurridos durante las últimas veinticuatro horas, no puedo pedirles más de lo que ya han dado. Por lo tanto, me retracto con humildad, con la esperanza de que el
corazón los guíe en este asunto. Hoy el mundo parece un lugar mejor... Tal vez las preguntas son más poderosas que las
respuestas.
Mi puerta siempre estará abierta.
Su Santidad, Saverio Mortati
Langdon leyó el mensaje dos veces. El Colegio Cardenalicio había elegido a un líder noble y munifícente.
Antes de que Langdon pudiera decir nada, Chartrand sacó un paquete de pequeño tamaño.
—Una muestra de gratitud de Su Santidad.
Langdon cogió el paquete. Era pesado, estaba envuelto en papel marrón.
—En virtud de su decisión —dijo Chartrand—, este objeto salido de la Cámara Papal queda en sus manos como préstamo indefinido. Su Santidad sólo pide que en su testamento asegure que vuelva a casa.
Langdon abrió el paquete y se quedó sin habla. Era la marca.
El Diamante de los Illuminati.
Chartrand sonrió.
—La paz sea con usted.
Se volvió para marchar.
—Gracias —consiguió decir Langdon, con las manos temblando alrededor del preciado obsequio.
El guardia vaciló en el pasillo.
—Señor Langdon, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Por supuesto.
—Mis compañeros de la guardia y yo sentimos curiosidad. Aquellos últimos minutos... ¿qué sucedió en el helicóptero?
Langdon experimentó una oleada de angustia. Sabía que este momento se avecinaba: el momento de la verdad. Vittoria y él habían hablado de ello cuando se fueron de la plaza de San Pedro. Y habían tomado una decisión. Antes incluso de la nota del Papa.
El padre de Vittoria había anhelado que el descubrimiento de la antimateria trajera consigo un despertar espiritual. Sin duda, jamás habría deseado que se produjeran los acontecimientos de anoche, pero la realidad era innegable: en este momento, en todo el mundo, la gente estaba pensando en Dios de formas inéditas hasta ahora. Langdon y Vittoria ignoraban cuánto tiempo duraría la magia, pero sabían que no podían romper el hechizo con el escándalo y la duda.
Los caminos del Señor son inescrutables,
se dijo Langdon, y se preguntó con ironía si tal vez, sólo tal vez, lo sucedido ayer había sido la voluntad de Dios, al fin y al cabo.
—¿Señor Langdon? —repitió Chartrand—. Le preguntaba sobre el helicóptero.
Langdon le dedicó una sonrisa triste.
—Sí, lo sé... —Sintió que las palabras no salían de su mente, sino de su corazón—. Tal vez fue el shock de la caída, pero mi memoria. ... Parece que... todo está borroso.
Chartrand mostró su consternación.
—¿No se acuerda de nada?
Langdon suspiró.
—Creo que siempre será un misterio para mí.
Cuando Robert Langdon volvió al dormitorio, la visión que le esperaba paralizó sus pies. Vittoria estaba en el balcón, con la espalda apoyada en la barandilla, mirándole con sus ojos penetrantes. Parecía una aparición celestial, una silueta radiante con la luna detrás. Podría haber sido una diosa romana, envuelta en su albornoz blanco, con el cinturón ceñido de forma que acentuaba sus esbeltas curvas. Detrás de ella, una niebla pálida colgaba como un halo sobre la fuente del Tritón de Bernini.
Langdon se sintió ferozmente atraído hacia ella... más que por ninguna otra mujer de su vida. En silencio, dejó el Diamante de los Illuminati y la carta del Papa sobre la mesita de noche. Ya habría tiempo para explicar todo eso más tarde. Se acercó a ella.
Vittoria pareció feliz de verle.
—Estás despierto —dijo en un susurro—. Por fin.
Langdon sonrió.
—El día ha sido largo.
Ella se pasó una mano por su pelo frondoso, y el cuello de la bata se abrió un poco.
—Y ahora... Supongo que quieres tu recompensa.
El comentario tomó desprevenido a Langdon.
—¿Perdón?