Ángeles y Demonios (67 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: Ángeles y Demonios
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Con una sola frase, el Papa había destrozado el mundo del camarlengo. Todo lo que siempre había creído sobre su mentor había saltado en pedazos ante sus ojos. La verdad asaeteó el corazón del sacerdote con tal fuerza que salió tambaleante del despacho del Papa y vomitó en el pasillo.

—¡Espera! —había gritado el Papa, corriendo tras él—. ¡Déjame que te explique!

Pero el camarlengo huyó. ¿Cómo podía esperar Su Santidad que aguantara más? ¡Oh, qué retorcida depravación! ¿Y si alguien más lo descubría? ¡Qué profanación para la Iglesia! ¿Los votos sagrados del Papa no significaban nada?

La locura se apoderó de él al instante, chilló en sus oídos, hasta que despertó ante la tumba de San Pedro. Fue entonces cuando Dios acudió a él con ferocidad aterradora.

¡TU DIOS ES VENGATIVO!

Hicieron planes juntos. Juntos protegerían a la Iglesia. Juntos devolverían la fe a este mundo incrédulo. El mal estaba en todas partes. ¡No obstante, el mundo se había inmunizado! Juntos ahuyentarían la oscuridad para que el mundo viera la terrible verdad... ¡y Dios vencería! Horror y Esperanza. ¡Entonces el mundo creería!

La primera prueba de Dios había sido menos horrible de lo que el camarlengo imaginaba. Introducirse en los aposentos papales, llenar la jeringa, tapar la boca del farsante cuando los espasmos le condujeron a la muerte... A la luz de la luna, el camarlengo vio en los ojos desorbitados del Papa que quería decir algo.

Pero era demasiado tarde.

El Papa ya había hablado bastante.

133

—El Papa tenía un hijo.

El camarlengo habló sin pestañear. Cinco solitarias y asombrosas palabras. Dio la impresión de que los reunidos se encogían al unísono. Las expresiones acusadoras dieron paso a miradas de estupor, como si todas las almas presentes en la estancia se encontraran rogando a Dios que el camarlengo estuviera equivocado.

El Papa tenía un hijo.

Langdon sintió que la onda de choque también le alcanzaba a él. La mano de Vittoria, que apretaba la suya, se agitó, mientras su mente, ya aturdida por las numerosas preguntas sin respuesta, se esforzaba por encontrar un centro de gravedad.

Era como si la afirmación del camarlengo fuera a flotar eternamente en el aire. Langdon distinguió en los ojos alucinados del sacerdote la convicción más absoluta. Langdon quiso zafarse, decirse que estaba perdido en una grotesca pesadilla, despertar cuanto antes en un mundo lógico.

—¡Eso es mentira! —gritó un cardenal.

—¡No lo creo! —protestó otro—. ¡Su Santidad era el hombre más devoto del mundo!

Fue Mortati quien habló a continuación con voz devastada.

—Amigos míos, lo que dice el camarlengo es cierto. —Todos los cardenales giraron en redondo hacia Mortati, como si acabara de gritar una obscenidad—. El Papa tenía un hijo.

Los cardenales palidecieron de horror.

El camarlengo parecía estupefacto.

—¿Usted lo sabía? Pero... ¿cómo?

Mortati suspiró.

—Cuando Su Santidad fue elegido, yo fui el Abogado del Diablo.

Se oyó una exclamación ahogada colectiva.

Langdon comprendió. Esto significaba que la información debía ser cierta. El infame «Abogado del Diablo» era la autoridad en lo referente a información escandalosa en el Vaticano. Los secretos de familia de un Papa eran peligrosos, y antes de las elecciones se llevaban a cabo investigaciones minuciosas sobre el pasado del candidato, y el responsable era un solo cardenal, que hacía las veces de «Abogado del Diablo», el individuo responsable de desenterrar razones suficientes para
impedir
que un cardenal llegara a Papa. El Papa gobernante elegía al Abogado del Diablo antes de su muerte. El Abogado del Diablo nunca revelaba su identidad.
Nunca.

—Yo era el Abogado del Diablo —repitió Mortati—. Así fue cómo lo descubrí.

Los cardenales se quedaron boquiabiertos. Por lo visto, ésta era la noche en que todas las reglas quedaban hechas añicos.

El camarlengo Carlo Ventresca sintió que su corazón se henchía de rabia.

—Y usted... ¿no se lo dijo a nadie?

—Interrogué a Su Santidad —dijo Mortati—. Y confesó. Explicó toda la historia y sólo pidió que me dejara guiar por mi conciencia cuando decidiera si debía revelar o no su secreto.

—¿Su corazón le aconsejó callar la información?

—Era el candidato favorito. La gente le quería. El escándalo habría perjudicado muchísimo a la Iglesia.

—¡Pero tenía un
hijo!
¡Quebrantó el sagrado voto de celibato! —El camarlengo estaba chillando. Oía la voz de su madre.
Una promesa a Dios es la promesa más importante de todas. Nunca quebrantes
una promesa hecha a Dios
—. ¡El Papa rompió su juramento!

Mortati parecía delirante de angustia.

—Carlo, su amor... fue casto. No había quebrantado sus votos. ¿No te lo explicó?

—¿Explicar qué?

El camarlengo recordó que había salido corriendo del despacho del Papa, mientras éste le llamaba.
¡Déjame que te explique!

Poco a poco, con tristeza, Mortati contó la historia. Muchos años antes, el Papa, cuando era un simple sacerdote, se había enamorado de una joven monja. Los dos habían tomado el voto de castidad, y ni siquiera habían considerado la posibilidad de romper su compromiso con Dios. Aun así, cuando su amor aumentó, si bien eran capaces de resistir las tentaciones de la carne, se descubrieron deseando algo que no esperaban, participar en el supremo milagro de la Creación de Dios: un hijo. El hijo de ambos. El anhelo, sobre todo por parte de ella, era abrumador. Pese a todo, Dios estaba antes que nada. Un año después, cuando la frustración había alcanzado proporciones casi insufribles, ella fue a verle, muy entusiasmada. Había leído un artículo acerca de un nuevo milagro de la ciencia, un proceso mediante el cual dos personas, sin mantener relaciones sexuales, podían tener un hijo. Presentía que era una señal de Dios. El sacerdote vio la felicidad en sus ojos y asintió. Un año después, ella tuvo un hijo mediante el milagro de la inseminación artificial.

—Esto no puede... ser verdad —dijo el camarlengo, presa del pánico, con la esperanza de que la morfina estuviera nublando sus sentidos. Estaba oyendo cosas, de eso no cabía duda.

Había lágrimas en los ojos de Mortati.

—Carlo, ésa es la explicación de que Su Santidad siempre tuviera afecto por la ciencia. Pensaba que estaba en deuda con la ciencia. La ciencia le permitía disfrutar de las alegrías de la paternidad sin romper el voto de castidad. Su Santidad me dijo que no lamentaba nada, excepto una cosa: que su elevado rango en la Iglesia le prohibiera estar con la mujer a la que amaba y ver crecer a su hijo.

El camarlengo Carlo Ventresca sintió que la locura se adueñaba de él una vez más. Tuvo ganas de desgarrarse la carne.
¿Cómo iba a saberlo?

—El Papa no cometió ningún pecado, Carlo. Era casto.

—Pero... —El camarlengo buscó algo de racionalidad en su mente angustiada—. Piense en el peligro... de sus actos. —Su voz era débil—. ¿Y si su puta revelara el secreto? ¿O su hijo, Dios no lo permita? Imagine la vergüenza que recaería sobre la Iglesia.

—El hijo ya ha revelado la información —dijo Mortati con voz temblorosa.

Todo el mundo contuvo la respiración.

—¿Carlo...? —Mortati se derrumbó—. El hijo de Su Santidad.. . eres
tú.

En aquel momento, el camarlengo sintió que el fuego de la fe se apagaba en su corazón. Se mantuvo inmóvil y tembloroso en el altar, enmarcado por el
juicio final
de Miguel Ángel. Supo que había vislumbrado el infierno. Abrió la boca para hablar, pero sus labios se agitaron sin emitir sonidos.

—¿No lo entiendes? —preguntó Mortati con voz estrangulada—. Por eso Su Santidad fue a verte al hospital de Palermo cuando eras pequeño. Por eso te adoptó y educó. La monja a la que amaba era María, tu madre. Abandonó el convento para educarte, pero nunca renunció a su estricta devoción a Dios. Cuando el Papa se enteró de que había muerto en una explosión, y de que tú, su hijo, habías sobrevivido milagrosamente, juró a Dios que nunca volvería a dejarte solo. Tus dos padres eran vírgenes, Carlo. Fueron fieles a sus votos. Aun así, encontraron una forma de traerte al mundo. Tú fuiste su hijo milagroso.

El camarlengo se tapó los oídos para no tener que escuchar las palabras. Estaba paralizado en el altar. Después, desposeído de su mundo, cayó de rodillas y emitió un aullido de angustia.

Segundos. Minutos. Horas.

Daba la impresión de que el tiempo había perdido todo significado en el interior de la capilla. Vittoria Vetra sintió entonces que se iba liberando poco a poco de la parálisis que parecía inmovilizarlos a todos. Soltó la mano de Langdon y empezó a moverse entre los cardenales. Pensó que la puerta de la capilla se hallaba a kilómetros de distancia, y tuvo la sensación de que se estaba moviendo bajo el agua, a cámara lenta.

Su movimiento sacó a otros del trance. Algunos cardenales se pusieron a rezar. Otros lloraron. Algunos se volvieron hacia ella. Cuando casi había llegado a la puerta, una mano aferró su brazo, sin apretar pero con decisión. Se volvió y vio a un cardenal enjuto. Su rostro estaba nublado de terror.

—No —susurró el hombre—. No puedes.

Vittoria le miró con incredulidad.

Otro cardenal se materializó a su lado.

—Hemos de pensar antes de actuar.

Y otro.

—El dolor que esto podría causar...

Vittoria estaba rodeada. Los miró a todos, estupefacta.

—Pero los acontecimientos de esta noche... El mundo debería saber la verdad.

—Mi corazón está de acuerdo —dijo el cardenal enjuto, sin soltar su brazo—, pero éste es un camino sin retorno. Hemos de pensar en las esperanzas destrozadas. En el cinismo. ¿Cómo podría la gente volver a confiar en la Iglesia?

De repente, más cardenales le cortaron el paso. Había una muralla de sotanas negras ante ella.

—Escuche a la gente de la plaza —dijo uno—. ¿Cómo afectará esto a sus corazones? Hemos de proceder con prudencia.

—Necesitamos tiempo para pensar y rezar —dijo otro—. Hemos de actuar pensando en el futuro. Las repercusiones de esto...

—¡Asesinó a mi padre! —gritó Vittoria—. ¡Asesinó a su propio padre!

—No le quepa duda de que pagará por sus pecados —dijo con tristeza el cardenal que sujetaba su brazo.

Vittoria también estaba segura, y tenía la intención de encargarse de ello. Intentó abrirse paso hacia la puerta, pero los cardenales se lo impidieron con expresión aterrada.

—¿Qué van a hacer? —preguntó—. ¿Matarme?

Los ancianos palidecieron, y Vittoria se arrepintió al instante de sus palabras. Saltaba a la vista que aquellos hombres eran almas bondadosas. Ya habían visto suficiente violencia por esta noche. No significaban la menor amenaza. Sólo estaban acorralados. Asustados. Intentaban orientarse.

—Quiero... —dijo el cardenal enjuto—hacer lo que sea justo.

—Pues déjenla marchar —dijo una voz profunda detrás de ella.

Las palabras eran serenas, pero contundentes. Robert Langdon llegó a su lado, y ella sintió que le cogía la mano—. La señorita Vetra y yo vamos a salir de esta capilla. Ahora mismo.

Los cardenales, vacilantes, empezaron a apartarse.

—¡Esperen!

Era Mortati. Avanzó hacia ellos por el pasillo central, dejando al camarlengo solo y derrotado en el altar. De repente Mortati parecía tener más años de los que aparentaba. Llegó, apoyó una mano en el hombro de Langdon y otra en el de Vittoria. La joven sintió sinceridad en su tacto. Los ojos del hombre estaban llenos de lágrimas.

—Pues claro que pueden marcharse —dijo Mortati—. Por supuesto. —El hombre hizo una pausa. Su dolor era casi tangible—. Sólo pido... —Contempló sus pies un largo momento, y luego miró a Langdon y Vittoria—. Dejen que lo haga yo. Saldré a la plaza ahora mismo y encontraré una solución. Yo se lo diré. No sé cómo, pero encontraré una manera. La confesión de la Iglesia debería llegar desde dentro. Deberíamos ser nosotros quienes aireáramos nuestros fracasos.

Mortati se volvió con tristeza hacia el altar.

—Carlo, has conducido a la Iglesia a esta desastrosa encrucijada.

Miró a su alrededor. El altar estaba desierto.

Se oyó un crujido de tela en el pasillo lateral, y la puerta se cerró.

El camarlengo se había ido.

134

La sotana blanca del camarlengo Ventresca onduló mientras se alejaba de la Capilla Sixtina por el pasillo. Los Guardias Suizos le habían mirado con perplejidad cuando salió solo de la capilla y les dijo que necesitaba un momento de soledad. Pero habían obedecido y le habían permitido continuar.

Ahora, cuando dobló la esquina y los perdió de vista, el camarlengo experimentó una oleada de emociones como no creía posible en la experiencia humana. Había envenenado al hombre al que llamaban «Santo Padre», el hombre que le llamaba «hijo mío». El camarlengo siempre había creído que las palabras «padre» e «hijo» eran una tradición religiosa, pero ahora sabía la diabólica verdad: las palabras eran literales.

Como aquella infausta noche de hacía semanas, el camarlengo sintió que la locura le invadía en la oscuridad.

Llovía la mañana que llamaron a la puerta del camarlengo y le despertaron de un sueño inquieto. Dijeron que el Papa no contestaba a la puerta ni al teléfono. El clero estaba asustado. El era la única persona que podía entrar en los aposentos del Papa sin ser anunciado.

El camarlengo entró solo y encontró al Papa tal como le había dejado, retorcido y muerto en su lecho. El rostro de Su Santidad parecía el de Satanás. Su lengua era negra como la muerte. El propio Diablo había dormido en la cama del Papa.

El camarlengo no sentía remordimientos. Dios había hablado.

Nadie se enteraría de la traición, todavía no... Eso vendría más tarde.

Anunció la terrible nueva: Su Santidad había muerto a causa de un ataque. Después preparó el cónclave.

La voz de la Virgen María estaba susurrando en su oído.

—Nunca rompas una promesa hecha a Dios.

—Te oigo, Madre —contestó—. Es un mundo sin fe. Es necesario devolverles al camino del bien. Horror y Esperanza. Es la única manera.

—Sí —dijo ella—. Si tú no, ¿quién? ¿Quién sacará a la Iglesia de la oscuridad?

Ninguno de los
preferiti,
desde luego. Eran viejos, cadáveres vivientes, liberales que seguirían los pasos del Papa, respaldando a la ciencia en memoria del fallecido, buscando seguidores modernos a base de abandonar la tradición. Ancianos desesperadamente anticuados, que fingían ser lo que no eran. Fracasarían, por supuesto. La fuerza de la Iglesia residía en su tradición, no en su transitoriedad. El mundo entero era transitorio. La Iglesia no necesitaba cambiar, sólo necesitaba recordar al mundo que era importante. ¡El mal vive! ¡Dios vencerá!

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