Aníbal. Enemigo de Roma (18 page)

Read Aníbal. Enemigo de Roma Online

Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
4.29Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hanno chasqueó la lengua hacia las mulas para no oír los insultos.

—A lo mejor sí que tuviste madre —reconoció Agesandros. Hizo una pausa—. Pero debía de ser la puta más enfermiza de Cartago para engendrar a alguien como tú.

Hanno apretó los nudillos con fuerza alrededor de la cuerda y bajó los hombros. Vio a Galba, que estaba detrás del siciliano, por el rabillo del ojo meneando la cabeza con un gesto que indicaba «no». Hanno se obligó a relajarse pero Agesandros ya había visto el efecto de sus dardos envenenados.

—¿No te ha gustado? —El siciliano se echó a reír y levantó el brazo derecho. Al cabo de un instante el látigo bajó zumbando sobre la espalda y la axila derecha de Hanno. El extremo hizo
crac
al cortar la piel bajo el pezón derecho. El dolor era intenso. Hanno se puso rígido y aminoró el paso ligeramente. Era lo único que a Agesandros le faltaba.

—¿Te he dicho yo que vayas más lento? —gritó. Retiró el látigo para volver a atizarle. Hanno contó tres, seis, doce latigazos. Aunque se esforzó al máximo por no emitir sonido alguno, al final no pudo evitar gemir.

El capataz sonrió ante aquella muestra de debilidad y se detuvo. Tenía tal habilidad con el látigo que Hanno siempre acababa sintiendo un dolor intenso pero capaz de seguir trabajando.

—Así irás a la velocidad adecuada —espetó.

—Sí, señor —masculló Hanno.

Satisfecho, Agesandros dedicó a los galos una mirada severa e hizo ademán de marcharse.

Hanno no se relajó. Siempre había más.

Como era de esperar, Agesandros regresó.

—Esta noche te encontrarás la cama más blanda —anunció.

Hanno alzó la vista lentamente y miró al siciliano.

—Me he meado en ella.

Hanno no habló. Aquello era peor que Agesandros le escupiera en la comida o le redujera a la mitad la ración de agua. Su ira, que había quedado reducida a un pequeño resplandor en el centro de su alma, se había multiplicado de repente y se había convertido en una llama candente de rabia e indignación. Realizó un esfuerzo supremo para mostrarse inexpresivo. «Ahora no es el momento —se dijo—. Espera.»

Agesandros hizo una mueca desdeñosa.

—¿No tienes nada que decir?

«No voy a darle el gusto a este cabrón», pensó Hanno enfurecido.

—Gracias, señor.

Engañado, Agesandros soltó un bufido y se marchó.

—Cabrón de mierda —susurró Galba cuando ya no le oía. Los demás dejaron escapar un gruñido con el que mostraron que estaban de acuerdo con el calificativo—. Puedes utilizar nuestros catres. Cambiaremos lo que está mojado por la mañana por si viene a comprobarlo.

—Gracias —musitó Hanno distraídamente. Se imaginaba corriendo detrás del capataz para matarlo. Gracias al acoso experto de Agesandros, había recuperado su espíritu guerrero. Si iba a reunirse con Suniaton en el otro mundo, quería poder ir con la cabeza bien alta. Hanno se dio cuenta de que la situación pronto llegaría a un punto crítico, pero no importaba. La muerte sería mejor que esas humillaciones diarias.

No era habitual en él pero una mañana Quintus se encontró sin nada que hacer. Había llovido por la noche y había refrescado por primera vez desde hacía meses. Tonificado por el aire limpio y frío, decidió hacer las paces con Aurelia. Durante los últimos meses, y para desagrado de Aurelia, la habían colocado a cargo de un tutor estricto, un esclavo griego de rostro avinagrado que Martialis le había prestado a Atia. En vez de vagar por la finca a su antojo, ahora Aurelia tenía que sentarse con recato y estudiar griego y matemáticas. Atia seguía enseñándole a tejer y a coser, así como a comportarse como una dama. Las protestas de Aurelia cayeron en saco roto.

—Ya va siendo hora de que aprendas a ser una señorita, y no se hable más —le había espetado Atia en numerosas ocasiones—. Si sigues protestando, te daré una buena azotaina.

Aurelia obedeció sin rechistar pero sus silencios glaciales a la hora de la cena desde entonces revelaban su verdadera opinión.

Fabricius se mantenía al margen de las decisiones de su esposa, lo cual convertía a Quintus en el único aliado de Aurelia. Sin embargo, se encontraba en medio. Aunque se sentía culpable de la difícil situación de su hermana, también sabía que un matrimonio concertado era lo mejor para la familia. Todos sus intentos de animarla habían fracasado y entonces Quintus empezó a evitar su compañía cuando su jornada de trabajo tocaba a su fin. Dolida, Aurelia pasaba cada vez más tiempo en su habitación. Era un círculo vicioso del que no parecía haber salida.

Mientras tanto Quintus había estado muy ocupado con la labor que su padre le había encomendado: documentos, recados a Capua y clases para aprender a utilizar el
gladius
con regularidad. A pesar del tiempo transcurrido, Quintus seguía echando mucho de menos a su hermana. Tomó una decisión rápidamente. Había llegado el momento de pedirle disculpas y superar aquella situación. No podían dejarlo así. Aunque Fabricius todavía no había encontrado un marido adecuado para Aurelia, había empezado a buscarlo durante sus visitas a Roma.

Quintus introdujo algo de comida en una bolsa de tela y se dirigió a la habitación contigua al patio donde Aurelia recibía las clases. Apenas se molestó en llamar y entró. El tutor alzó la mirada y un pequeño gesto de desaprobación le arrugó la frente.

—Amo Quintus. ¿A qué debemos el placer?

Quintus se puso bien recto. Ahora ya le sacaba tres dedos a su padre, lo cual significaba que sobresalía por encima de mucha gente.

—Me llevo a Aurelia a dar una vuelta por la finca —anunció con grandilocuencia.

El tutor se sorprendió.

—¿Quién lo ha permitido?

—Yo —repuso Quintus.

El tutor infló los cachetes para mostrar su desagrado.

—Sus padres…

—Estarían totalmente de acuerdo. Ya se lo explicaré todo más tarde. —Quintus hizo un gesto de despreocupación—. Vamos —indicó a Aurelia.

Su intento por parecer enfadada se desvaneció y se puso en pie de un salto. La tablilla para escribir y el punzón cayeron al suelo, lo cual provocó unos chasquidos reprobatorios del tutor. Sin embargo, el anciano griego no cuestionó más a Quintus y los hermanos salieron sin problemas.

Desde que había matado al oso, la seguridad de Quintus había aumentado sobremanera. Le sentaba bien. Le sonrió a Aurelia.

De repente, ella recordó su disputa.

—¿Qué pasa? —exclamó—. ¿No te veo desde hace semanas y ahora de repente te presentas mientras estoy en clase?

Tomó a Aurelia de la mano.

—Siento haberte abandonado. —Para su horror, a ella se le llenaron los ojos de lágrimas y Quintus se dio cuenta de lo muy dolida que estaba—. Nada de lo que decía parecía servir —masculló—. No se me ocurría la forma de ayudarte. Perdóname.

Aurelia sonrió a pesar de su tristeza.

—Yo también tengo la culpa. De morros durante varios días. Pero bueno, ahora estás aquí. —Una mirada picarona asomó a sus ojos—. ¿Una vuelta por la finca? ¿Qué hay que no haya visto mil veces antes?

—Es lo único que se me ha ocurrido —respondió, abochornado—. Algo para sacarte de ahí.

Ella le dio un codazo y le sonrió.

—Ha bastado para hacer callar a ese viejo tonto. Gracias. Me da igual a donde vayamos.

Pasearon por el sendero que conducía a los olivares cogidos del brazo.

Hanno se percató de que Agesandros estaba de mal humor. Cualquier esclavo que perdiera ni que fuera un paso recibía una reprimenda. Diez de ellos caminaban por delante del siciliano cargados con cestas de mimbre. Por suerte, Hanno iba cerca de la parte delantera, lo cual significaba que Agesandros no le prestaba demasiada atención. Se dirigían a las terrazas donde estaban los ciruelos, cuyos frutos habían madurado de repente. Recoger las jugosas frutas sería tarea fácil en comparación con el trabajo de las semanas anteriores y Hanno anhelaba que llegara el momento. Agesandros podía vigilarlo hasta cierto punto. Antes de que concluyera la jornada, acabaría con su quejumbrosa barriga llena de ciruelas.

Al cabo de un momento maldijo su optimismo.

Galba, el hombre que tenía detrás, tropezó y se cayó al suelo. Se oyó un gruñido de dolor y cuando se giró, Hanno vio que su compañero tenía un corte feo en la espinilla derecha. Se lo había hecho con un trozo de roca afilada que sobresalía de la tierra. La sangre se acumulaba en la herida, le corría por la pantorrilla musculosa y caía en la tierra seca, donde era absorbida de inmediato.

—Se te acabó la jornada —dijo Hanno en voz baja.

—Dudo que Agesandros esté de acuerdo —contestó Galba, con una mueca—. Ayúdame a levantarme.

Hanno se agachó para ayudarle pero era demasiado tarde.

El siciliano se abrió paso a empujones entre los demás esclavos y los alcanzó con doce zancadas.

—Por todos los demonios, ¿qué pasa aquí?

—Se ha caído y se ha hecho daño en la pierna —empezó a explicar Hanno.

Agesandros se giró rápidamente con una expresión cortante en la mirada.

—Deja que este pedazo de mierda se explique él solito —susurró antes de girarse hacia Galba otra vez—. ¿Y bien?

—Es tal como ha dicho, señor —dijo el galo con cautela—. He tropezado y me caído encima de esta piedra.

—Lo has hecho a propósito, para librarte de trabajar durante unos días —gruñó Agesandros.

—No, señor.

—¡Mentiroso! —El siciliano soltó el látigo y empezó a atizar a Galba.

La ira de Hanno pudo más que él.

—Déjelo en paz —gritó—. No ha hecho nada.

Agesandros le dio unos cuantos latigazos más y una buena patada antes de parar. Lanzó una mirada de furia a Hanno con las aletas de la nariz hinchadas.

—¿Qué has dicho?

—Recoger ciruelas es fácil. ¿Por qué iba a intentar librarse? —masculló—. El hombre ha tropezado. Eso es todo.

El siciliano abrió unos ojos como platos de descrédito y rabia.

—¿Osas decirme qué tengo que hacer? ¿Tú, pedazo de mierda pinchada de un palo?

Hanno habría dado cualquier cosa por tener una espada en esos momentos. Sin embargo, solo tenía su ira. Con la subida de la adrenalina, en realidad le bastaba.

—¿Es eso lo que soy? —espetó—. Bueno, ¡pues tú no eres más que una bazofia siciliana de baja alcurnia! Aunque tuviera los pies llenos de mierda, no me los limpiaría en ti.

En el interior de Agesandros se activó un resorte. Alzó el látigo y golpeó a Hanno en la cara con el extremo de metal de la empuñadura.

Se oyó un fuerte crujido y Hanno notó cómo se le rompía el cartílago de la nariz. Medio cegado por el intenso dolor, se tambaleó hacia atrás levantando las manos para protegerse del golpe que se avecinaba. No tenía la posibilidad de coger una piedra ni nada para defenderse. Agesandros se abalanzaba sobre él como un león sobre su presa. El látigo fustigó a Hanno en los hombros y el extremo le rajó la piel de la espalda. Se retiró pero volvió silbando al cabo de un instante y le dejó corte tras corte a lo ancho del torso desnudo. Hanno retrocedió pero Agesandros le seguía, riendo. Cuando Hanno tropezó con la raíz de un árbol, Agesandros lo tiró al suelo de un empujón en el pecho. Sin respiración, no podía hacer nada mientras el otro se cernía sobre él con el rostro retorcido por una expresión triunfante. Le propinó una fuerte patada en el pecho y las costillas que Varsaco le había roto se rajaron por segunda vez. El dolor le resultó insoportable y Hanno gritó a pesar de odiarse por ello. Lo peor estaba por llegar. La paliza continuó hasta que llegó casi a perder la conciencia. Al final, Agesandros le dio la vuelta para tenerlo de cara.

—Mírame —ordenó. Obligado a golpes, Hanno alcanzó a abrir los ojos. En cuanto los abrió, el siciliano levantó la pierna derecha para que viera las tachuelas de la suela de la sandalia—. Esto es por todos mis camaradas —masculló—. Y mi familia.

Hanno no tenía ni idea de a qué se refería Agesandros. «El cabrón va a matarme», pensó aturdido. Curiosamente, le daba bastante igual. Por fin acabaría su sufrimiento. Sintió cierta pesadumbre al pensar que nunca volvería a ver a su familia. Tampoco tendría la posibilidad de disculparse ante su padre. Que así sea. Resignado, Hanno cerró los ojos y aguardó a que Agesandros acabara con él.

El golpe nunca llegó.

Por el contrario, se oyó un grito autoritario.

—¡Agesandros! ¡Para!

Al comienzo, Hanno no entendió qué pasaba, pero cuando la orden se repitió y notó cómo el siciliano retrocedía, cayó en la cuenta. Alguien había intervenido. ¿Quién? Estaba tumbado en el duro suelo, incapaz de hacer nada que no fuera respirar de forma superficial. Con cada movimiento de la caja torácica sentía punzadas de dolor en todo el cuerpo. Era lo único que le impedía perder el conocimiento. Era consciente de que Agesandros le lanzaba miradas llenas de odio, pero el siciliano no le hizo nada más.

Al cabo de unos instantes, Quintus y Aurelia, los hijos de Fabricius, aparecieron por el extremo del campo de visión de Hanno. Se notaba que estaban indignados.

—¿Qué has hecho? —exclamó Aurelia, arrodillándose al lado de Hanno. Aunque el pobre cartaginés ensangrentado estaba irreconocible, ella notaba mariposas en el estómago cada vez que lo veía.

Hanno intentó sonreírle. Después de ver las facciones crueles de Agesandros, ella le parecía una ninfa u otra criatura similar.

—¿Y bien? —preguntó Quintus con voz glacial—. Explícate.

—Tu padre me encomienda el manejo de la finca y de los esclavos —se jactó Agesandros—. Ha sido así desde antes de que tú nacieras.

—¿Y si matases a un esclavo? ¿Qué diría entonces? —le retó Aurelia.

Agesandros se sorprendió.

—Venga ya —dijo con tono apaciguador—. Estaba dando una paliza, eso es todo.

Quintus soltó una risa burlona.

—Estabas a punto de machacarle la cabeza. En este terreno pedregoso, un golpe como ese puede aplastarle el cráneo a cualquier hombre.

Agesandros no respondió.

—¿Verdad que sí? —insistió Quintus. La ira que sentía hacia el siciliano, que estaba decidido a matar al otro, se duplicó al darse cuenta de quién era la víctima. Toda admiración residual que sintiera por Agesandros se había evaporado—. Respóndeme, por todos los dioses.

—Supongo que sí —reconoció Agesandros hoscamente.

—¿Era esa tu intención? —preguntó Aurelia.

El siciliano lanzó una mirada a Hanno.

—No —dijo, cruzándose de brazos—. He perdido los estribos, eso es todo.

Other books

Consider the Crows by Charlene Weir
Forsaken Skies by D. Nolan Clark
Friendly Foal by Dandi Daley Mackall
Prodigals by Greg Jackson
Apparition by Gail Gallant
The Songs of Slaves by Rodgers, David