La expresión aturdida del cartaginés indicó a Quintus que no era consciente de lo que había pasado. Cuando su compañero le dijo algo rápidamente en cartaginés se dio cuenta de la situación. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se dirigió a Quintus.
—Compre también a mi amigo, por favor —dijo en un latín perfecto.
«Estaba en lo cierto», pensó Quintus con expresión triunfante.
—Hablas mi idioma.
—Sí.
Agesandros los miraba encolerizado, pero los hermanos no le hicieron caso.
—¿Cómo es eso? —preguntó Aurelia.
—Mi padre insistió en que aprendiera. Griego también.
Aurelia estaba fascinada y Quintus encantado. Había elegido bien.
—¿Cómo te llamas?
—Hanno —respondió el cartaginés. Señaló a su compañero—. Él se llama Suniaton. Es mi mejor amigo.
—¿Por qué no has respondido a la pregunta del capataz?
Hanno lo miró de hito en hito por vez primera.
—¿Habría contestado usted?
A Quintus le desconcertó tanta franqueza.
—No… supongo que no.
Alentado, Hanno se dirigió a Aurelia.
—Compradnos a los dos… os lo ruego. Si no, venderán a mi amigo como gladiador.
Quintus y Aurelia intercambiaron una mirada de sorpresa. No era ningún campesino de una tierra lejana. Hanno era un joven educado y de buena familia. Igual que su amigo. Aquello les producía una sensación extraña, incómoda.
—Necesitamos un esclavo, no dos. —La voz inequívoca de Agesandros les hizo regresar a la dura realidad.
—Estoy seguro de que podríamos llegar a un acuerdo —dijo Solinus de manera obsequiosa.
—No, no podemos —gruñó el siciliano, intimidándolo. Se dirigió a Quintus—. Lo último que la finca necesita es otra boca que alimentar. Tu padre ya querrá saber por qué hemos gastado tanto. Mejor no gastar más dinero del que nos ha dado, ¿no?
Quintus quería oponerse, pero Agesandros tenía razón. Solo necesitaban un esclavo. Dedicó una mirada de impotencia a Aurelia. La forma como se encogió de hombros le indicó que compartía sus sentimientos.
—No puedo hacer nada —le dijo a Hanno.
La sonrisa complacida que relampagueó por el rostro de Agesandros pasó desapercibida a todos excepto Hanno.
Los dos esclavos intercambiaron una larga mirada cargada de sentimiento.
—Que los dioses guíen tu camino —dijo Hanno en cartaginés—. Sé fuerte. Rezaré por ti todos los días.
A Suniaton le temblaba la mandíbula.
—Si alguna vez regresas a casa, dile a mi padre que lo siento —dijo en voz baja—. Pídele que me perdone.
—Te lo juro —prometió Hanno con voz ahogada—. Y te lo concederá, estoy convencido de ello.
Quintus y Aurelia no hablaban cartaginés pero era imposible no captar el cúmulo de emociones que intercambiaban los dos esclavos. Quintus tomó a su hermana del brazo.
—Vamos —instó—. No podemos comprar a todos los esclavos del mercado. —Se la llevó sin volver a mirar a Suniaton.
Agesandros esperó a que ya no pudieran oírles y entonces le susurró con ponzoña a Hanno a la oreja en cartaginés.
—Yo no he decidido comprar a un
gugga
. Pero ahora tú y yo nos lo vamos a pasar bien en la finca. Y no te pienses que puedes huir. ¿Ves a esos tipos de ahí?
Hanno observó a la banda de hombres sin afeitar y vestidos de forma burda situados a cierta distancia. Todos iban armados hasta los dientes y observaban los trámites como aves rapaces.
—Son
fugitivarii
—explicó Agesandros—. Por el precio adecuado son capaces de rastrear a cualquier hombre y traerlo vivo o muerto. Con los huevos o sin ellos. Incluso despedazados. ¿Está claro?
—Sí. —A Hanno le embargó una profunda sensación de terror.
—Bien. Veo que nos entendemos. —El siciliano sonrió—. Sígueme. —Aceleró el paso detrás de Quintus y Aurelia.
Hanno se giró para mirar a Suniaton por última vez. Tenía la sensación de que el corazón se le estaba desgarrando. Le dolía incluso respirar. Independientemente de su destino, seguro que el de Suni sería peor.
—No puedes ayudarme —dijo Suniaton moviendo solo los labios. Por insólito que parezca, tenía una expresión tranquila—. Vete.
Al final unas lágrimas calientes cegaron a Hanno. Se giró y avanzó a trompicones.
Malchus
Cartago
En lo que había acabado siendo su rutina diaria, Malchus terminó de desayunar y salió de la casa. Aunque Bostar ya había embarcado con rumbo a Iberia, Safo seguía en casa. Sin embargo, pasaba buena parte del día en sus aposentos de la guarnición. Cuando Safo pasaba por casa, era raro que mencionara siquiera a Hanno, lo cual a Malchus le parecía un tanto extraño. Era la forma que su hijo mayor tenía de enfrentarse a la pérdida, suponía. La de él era evitar todo contacto humano. Eso implicaba que aparte de las contadas ocasiones en que recibía visitas, la única compañía de Malchus eran los esclavos domésticos. Así era desde la desaparición de Hanno, hacía varias semanas. Temerosos del mal humor y pesar comprensible, los esclavos pasaban de puntillas por su lado e intentaban no llamarle la atención. Por consiguiente, Malchus era más consciente que nunca de su presencia, lo cual le resultaba un incordio. Aunque deseaba desahogarse, los esclavos no tenían la culpa, así que se tragaba la ira que se le iba acumulando. De todos modos, no soportaba quedarse en casa, mirando las cuatro paredes, obsesionado con Hanno, su querido hijo pequeño, su preferido, a quien nunca volvería a ver.
Malchus se dirigió hacia los puertos gemelos de la ciudad. Solo. El dicho de que el tiempo todo lo cura era una tontería mayúscula, pensó con amargura. De hecho, su dolor aumentaba día tras día. A veces se preguntaba si su pena acabaría con él. Le impediría seguir adelante. Al cabo de un momento, Malchus vio a Bodesmun. Soltó un juramento entre dientes. Le costaba cada vez más mirar siquiera al padre de Suniaton. Al sacerdote parecía ocurrirle precisamente lo contrario, porque buscaba su compañía continuamente.
Bodesmun alzó una mano con solemnidad cuando lo saludó.
—Malchus. ¿Qué tal estás hoy?
Malchus frunció el ceño.
—Igual. ¿Y tú?
Bodesmun hizo una mueca de angustia.
—Nada bien.
Malchus suspiró. Cada vez que se veían pasaba lo mismo. Se suponía que los sacerdotes debían predicar con el ejemplo, no derrumbarse ante una contrariedad. Ya tenía suficientes problemas como para tener que aguantar también los de Bodesmun. ¿Acaso no cargaba él con el peso de dos pérdidas sobre sus hombros? Su lado racional le decía que no era culpable de la muerte de Arishat, su mujer, ni de Hanno, pero el resto le decía lo contrario. Durante las muchas noches que pasaba desvelado, Malchus se había dado cuenta de que su santurronería tenía parte de culpa en el mal comportamiento de Hanno. Después de la muerte de Arishat, se había convertido en una especie de fanático, interesado únicamente en los planes de futuro de Aníbal Barca. No había habido alegría ni luz en la casa, ni risas ni diversión.
A Safo y Bostar, que ya eran adultos, no les había afectado tanto su melancolía, pero a Hanno sí, y mucho. Desde que se percató de ello, el sentimiento de culpa le había atenazado de forma constante. «Tenía que haber pasado más tiempo con él —pensó—. Incluso ir a pescar, en vez de parlotear sobre batallas del pasado.»
—Es duro —dijo, esforzándose por mostrarse comprensivo. Apartó al sacerdote para que no le golpeara una carreta que pasaba—. Muy duro.
—El dolor —susurró Bodesmun entristecido— no hace más que intensificarse.
—Lo sé —convino Malchus—. Solo hay dos cosas que lo alivian ligeramente.
Los ojos pardos de Bodesmun emitieron un destello de interés.
—Dímelo, por favor.
—La primera es el odio que siento por Roma y todo lo que representa —espetó Malchus—. Durante años pareció que la oportunidad de vengarse no iba a llegar nunca. Aníbal ha cambiado esta situación. ¡Cartago tiene por fin la posibilidad de zanjar el asunto!
—La guerra en Sicilia acabó hace más de dos décadas —protestó Bodesmun—. Hace más de una generación.
—Es cierto. —Malchus recordaba lo débiles que habían sido las llamas de su odio antes de la entrada en escena de Aníbal. Ahora eran de un rojo candente debido al dolor por la pérdida de Hanno—. Razón de más para no olvidar.
—Eso a mí no me sirve de nada. Engendrar violencia no es el camino de Eshmún —murmuró Bodesmun—. ¿Qué otra cosa tienes?
—Peino las calles cercanas al puerto comercial, escuchando conversaciones y observando rostros —respondió Malchus. Al ver la expresión confundida del otro, explicó—: Busco una pista, el mínimo retazo de información, cualquier cosa que ayude a averiguar qué fue de Hanno y Suni.
Bodesmun estaba desconcertado.
—Pero ya sabemos qué pasó. El anciano nos lo dijo.
—Lo sé —masculló Malchus, un tanto avergonzado por tener que desvelar su secreto más íntimo. Se había gastado una fortuna dedicando sacrificios a Melcart, el «rey de la ciudad», con la única petición de que el dios hubiera evitado como fuera que la embarcación de los chicos naufragara. Por supuesto, no había recibido respuesta, pero no pensaba darse por vencido—. Es posible que estén vivos. Que alguien los encontrara.
Bodesmun abrió unos ojos como platos.
—Es peligroso seguir creyéndolo —aseveró—. Ten cuidado.
Malchus asintió a regañadientes.
—¿Cómo lo aguantas tú?
Bodesmun alzó la vista al cielo.
—Le rezo a mi dios. Le pido que cuide de los dos en el paraíso.
Aquello era demasiado para Malchus. Demasiado definitivo.
—Tengo que irme —masculló. Se marchó dando grandes zancadas y dejó desamparado a Bodesmun.
Al cabo de un rato Malchus llegó al ágora. Maldijo al ver una gran cantidad de senadores y políticos. Se le había olvidado que aquella mañana se celebraba un debate importante. Se planteó cambiar de planes y asistir al mismo, pero desistió. La mayoría del Senado apoyaba a Aníbal sin reparos y era poco probable que aquella actitud cambiara en un futuro próximo. Aparte de restituir el orgullo cartaginés conquistando a las tribus íberas e intimidando a Saguntum, aliada de Roma, Aníbal había restituido la riqueza de la ciudad. Aunque sus planes a largo plazo no fueran del dominio público, había pocos ancianos que no sospecharan la verdad.
Al ver a Hostus, Malchus hizo una mueca. Él era de los que creían que la guerra contra Roma era inminente y siempre hablaba en contra. «Será imbécil», pensó Malchus. A medida que Cartago recuperaba la prosperidad y el orgullo, el conflicto con Roma resultaba inevitable. La anexión de Sardinia era uno de los motivos principales y un ejemplo más de las injusticias que había sufrido su pueblo por culpa de la República. En los últimos años había seguido tratándoles de forma irrespetuosa. Mediante el envío constante de embajadores fisgones a Iberia, donde carecía de jurisdicción, Roma había forjado una alianza con Saguntum, una ciudad griega situada a cientos de kilómetros de Italia. Entonces había tenido la desfachatez de imponer un tratado unilateral a Cartago por el que la obligaba a expandir sus territorios hacia el norte, hacia la Galia.
Ensimismado como estaba, Malchus no se dio cuenta de que Hostus le había reconocido. Para cuando el hombre orondo se le hubo acercado con engreimiento, era demasiado tarde para escabullirse. Malchus maldijo la decisión de tomar el camino más corto para ir a los puertos y dedicó un breve asentimiento a Hostus.
Hostus desplegó una sonrisa grasienta.
—¿No vienes al debate de esta mañana?
—No. —Malchus intentó seguir caminando.
Hostus le impidió el paso moviéndose de forma harto grácil dado su peso.
—Últimamente hemos advertido tu ausencia en la cámara. Echamos de menos tus valiosos comentarios.
Malchus se paró de repente. A Hostus le daba igual que se muriera y mucho más si asistía o no a las reuniones del Consejo. Le clavó una dura mirada.
—¿Qué quieres?
—Sé que últimamente has tenido cosas más importantes que Cartago en mente —dijo con lascivia—. Asuntos familiares.
A Malchus le entraron ganas de estrangular a Hostus hasta que le salieran los ojos de las cuencas, pero sabía que lo único que intentaba era provocarle.
—Por supuesto tú siempre actúas por el bien de Cartago —espetó—. Nunca por la plata de la minas íberas.
Un atisbo de color asomó a las mejillas redondas de Hostus.
—No hay servidor más leal que yo a la ciudad —fanfarroneó.
Malchus ya se había hartado. Se abrió paso con un codazo sin mediar palabra.
Hostus no había terminado.
—Si estás harto de visitar el templo de Melcart, siempre puedes ir al Tofet de Baal Hammón.
Malchus se giró rápidamente.
—¿Qué has dicho?
—Ya me has oído. —La sonrisa de Hostus era más bien una mueca—. Quizá tú no tengas más que ganado que ofrecer, pero hay un montón de gente en los arrabales que te venderían a un recién nacido o un niño pequeño por un puñado de monedas. —Al ver que Malchus se estaba enfureciendo, Hostus le dedicó una mirada de reprobación—. Sacrificios similares han salvado a Cartago en otras ocasiones. ¿Quién sabe si una ofrenda adecuada no satisfaría a Baal Hammón y te devolvería a tu hijo?
La pulla mordaz de Hostus le llegó bien adentro, pero Malchus sabía que la mejor defensa es el ataque. Que el perro no se quede satisfecho.
—Hanno está muerto —susurró—. Cualquier imbécil lo sabe.
Hostus se estremeció.
Malchus le presionó el pecho con un dedo.
—A diferencia de ti, no mataría al hijo de otro para pedirle algo a un dios. Ni tampoco he ofrecido jamás a los míos, a diferencia de otros que rondan por aquí. Me parece una salvajada. No es propio de alguien que ama verdaderamente a Cartago y daría su vida por ella. —Dejó a Hostus boquiabierto y se marchó con paso decidido.
Aquella mañana su recorrido por la zona portuaria no dio ningún fruto. Era poco más de lo que Malchus esperaba. Había oído hablar de la situación meteorológica entre Cartago y Sicilia, el lugar más propicio para hacerle una ofrenda a Escila, y una discusión acerca de cuál era el mejor burdel de la ciudad. Había visto a capitanes mercantes manteniendo conversaciones cautas, intentado sonsacar información a los demás sin desvelar nada a cambio y a marineros borrachos cantando mientras regresaban a sus barcos dando tumbos. Las amas de casa se sentaban junto a la puerta abierta de su casa trabajando con las ruecas, pero las prostitutas se habían ido a dormir. Cerca de allí las volutas de humo ascendían desde las chimeneas de los hornos de cerámica. En las tabernas de frente abierto esparcidas por las calles no había mucho movimiento a esas horas pero los puestos donde se vendía pan recién hecho eran harina de otro costal. Malchus se paró a comprar una hogaza y se encontró con un conocido, un veterano lisiado de la guerra en Sicilia al que pagó para ver si le contaba algo interesante. Hasta el momento, el hombre no le había proporcionado ninguna información.