De todos modos, Malchus le pagó el pan. Bastaba bien poco para conservar la buena voluntad de los pobres, algo que Hostus nunca entendería. Caminaron juntos calle abajo, sin hacer caso de los golfillos que los agobiaban para que les dieran un trozo de pan. Malchus observó como el lisiado devoraba su comida antes de entregarle la suya en silencio. También desapareció rápidamente. Mientras observaba el rostro ajado y arrugado del hombre, Malchus se preguntó si alguna vez había tenido esposa e hijos. Si habría recibido una oferta de un tipejo como Hostus por uno de sus hijos. No quería ni pensarlo y Malchus agradeció que las siniestras prácticas que se llevaban a cabo en Tofet ya no fueran habituales.
—Gracias, señor —murmuró el veterano, limpiándose las migas de los labios.
Malchus inclinó la cabeza. Esperó, más por costumbre que por otra cosa, que le diera información.
El veterano tosió con incomodidad y se rascó el muñón rojo brillante que era lo único que le quedaba de la parte inferior de la pierna derecha.
—Anoche vi algo —dijo—, probablemente no sea nada.
Malchus se puso tenso.
—Vi un birreme en los muelles que nunca había visto. —El veterano hizo una pausa—. En sí, no tiene nada de extraño, pero me pareció que la tripulación tenía una pinta un poco dudosa para ser comerciantes. Eran demasiado esforzados, no sé si me explico. Hablaban a voz en grito sobre sus productos y el precio que deseaban obtener por ellos.
Malchus notó que se le aceleraba el corazón.
—¿Puedes indicarme el barco?
—Mejor que eso, señor. Resulta que esta mañana he visto al capitán y a parte de la tripulación. Estaban en una taberna, a cuatro calles de aquí, quizá. Lo malo es que me cansaré. —El veterano vaciló con expresión incómoda.
«Hasta los pobres tienen derecho a tener orgullo», pensó Malchus.
—Te recompensaré bien.
Sujetando la muleta con energía renovada, el sonriente veterano se encaminó al lugar cojeando.
Malchus le seguía un paso por detrás.
Al cabo de poco rato llegaron a la hostería, una estructura de ladrillo cochambrosa con el tejado bajo y unos bancos tallados burdamente y unas mesas dispuestas en el exterior. Aunque era temprano, aquella taberna estaba abarrotada. Marineros, comerciantes y maleantes de todas las nacionalidades imaginables se sentaban hombro con hombro, dando sorbos a vasijas de barro o cantando desafinando. Las prostitutas maquilladas estaban sentadas sobre las rodillas de los hombres, susurrándoles al oído en un intento por hacer negocio. Entre los fragmentos de cerámica rota que había por el suelo lleno de serrín, unos chuchos esqueléticos peleaban por los huesos medio roídos. A Malchus se le revolvió el estómago ante el hedor a vino barato y orines, pero siguió al veterano hasta una mesa vacía. Los dos tomaron asiento. Ninguno miró al resto de los clientes sino que se dedicaron a intentar llamar la atención del tabernero o su ayudante, una mujer de aspecto duro con un vestido escotado.
Al final lo consiguieron. Poco después una jarra roja y dos vasos llegaron a su mesa a manos del propietario. Lanzó una mirada casual a la pareja que desentonaba pero tuvo que dedicarse a otros clientes antes de llegar a alguna conclusión al respecto. El veterano sirvió el vino y le tendió una copa a Malchus.
Dio un sorbo e hizo una mueca de asco.
—Esto es peor que pipí de caballo.
El veterano dio un buen sorbo. Se encogió de hombros a modo de disculpa.
—A mí me sabe bueno, señor.
Entonces se produjo un silencio y luego quedaron inmersos en el bullicio de los clientes.
—Están justo detrás de mí —susurró el veterano al final—. Cuatro hombres. Uno parece egipcio. El otro es el hombre más feo que he visto en mi vida, con toda la cara llena de cicatrices. Los otros podrían ser griegos. ¿Los ve?
Malchus miró discretamente por encima del hombro del otro. En la mesa contigua vio a una figura delgada, de piel clara con el pelo negro, sentada al lado de un hombre que estaba como un tonel y cuyas facciones marcadas parecían estar talladas en granito. Sus dos compañeros estaban de espaldas a Malchus, pero a juzgar por su piel oscura y pelo azabache, era muy probable que el veterano hubiera acertado su nacionalidad. El cuarteto llevaba unas túnicas de lana de color ocre y gris, puñales en el cinto, y se parecían a muchos de los clientes. O no. Malchus los observó a conciencia con el rabillo del ojo. Tenían unos rostros crueles, como de sicarios. No tenían pinta de comerciantes.
Poco a poco Malchus fue distinguiendo sus voces de las del resto de gente que les rodeaba. Hablaban en griego, lo cual no era extraño cuando se reunían personas de distintas nacionalidades. Al fin y al cabo, era el idioma predominante entre la gente del mar.
—Está bien visitar por fin una ciudad grande —masculló uno de los hombres que le daba la espalda a Malchus—. No como los sitios donde solemos atracar. Por lo menos aquí hay más de una taberna que visitar.
—Y también un montón de burdeles, con mujeres que no están nada mal —farfulló el que estaba a su lado.
—Y chicos —añadió el hombre marcado con una mirada lasciva.
El egipcio soltó una risa desagradable.
—Nunca cambiarás, ¿eh, Varsaco?
Varsaco sonrió con satisfacción. Bajó la voz ligeramente.
—Lo único que quiero es un culo cartaginés.
El egipcio blandió un dedo a modo de reproche.
Uno de los compañeros se rio burlonamente y Varsaco frunció el ceño.
—Tienes buena memoria —dijo el último hombre—. ¿Es la venganza por el que se te escapó?
—Cuidadito con lo que dices —gruñó el egipcio, lo cual confirmó la sospecha de Malchus de que era el cabecilla del grupo. Durante unos instantes se produjo un silencio apagado antes de que Varsaco y el egipcio empezaran a susurrar. Con frecuencia lanzaban miradas al resto de las mesas.
Malchus bajó la vista de inmediato. Fue analizando lo que había oído y visto. Los hombres no solían visitar ciudades. Presentaban un aspecto mucho más duro que el de los comerciantes. El veterano opinaba lo mismo. Resultaba revelador que hubieran tenido a un tripulante cartaginés en el pasado reciente. ¿O acaso había sido un prisionero? En la cabeza de Malchus se dispararon todas las alarmas. Desde la desaparición de Hanno no había tenido nada a lo que agarrarse como esto. No era gran cosa pero a Malchus le daba igual. Deslizó una moneda por la mesa con la punta del dedo y vio que el veterano abría unos ojos como platos.
—Quédate aquí —susurró—. Si cuando se marchan no he regresado, síguelos. Utiliza a un golfillo de la calle para informarme de su ubicación.
—¿Adónde va?
Malchus esbozó una sonrisa distante.
—A buscar ayuda.
Malchus se dirigió directamente al oficial al mando de Safo. Su posición era tal que el capitán se desvivió por resultarle de ayuda. Enseguida puso a doce lanceros libios a disposición de Malchus. Aunque no sabían gran cosa de su misión, a los hombres les gustó la idea de librarse de las prácticas con armas.
Safo estaba dormido cuando Malchus llegó, pero la mención de posibles noticias sobre Hanno le hizo levantarse de la cama de un salto. Mientras que Bostar se sentía culpable por no haber obligado a Hanno y Suniaton a permanecer en la ciudad, a Safo le remordía el hecho de pensar que no debía haber cedido. Su secreto más oscuro era que en parte se alegraba de que Hanno hubiera desaparecido. Hanno no había hecho nunca lo que Malchus quería, mientras que él, Safo, se comportaba según las normas. Sin embargo, era Hanno quien había conseguido que a su padre se le encendieran los ojos. Por supuesto, Bostar no estaba al corriente de los sentimientos de Safo. Como era de esperar, los dos hermanos se habían peleado por aquel asunto y ahora apenas se dirigían la palabra. La situación solo se había calmado por la reciente marcha de Bostar a Iberia. Al oír las noticias de Malchus, a Safo le remordió la conciencia. Bombardeó a su padre a preguntas mientras se enfundaba la larga túnica y la coraza de bronce, se tocaba con el casco tracio y se colocaba las grebas. Malchus no tenía respuestas para prácticamente nada.
—Cuanto antes bajemos allí, antes averiguaremos algo —le gruñó.
Media hora después de haber salido de la taberna, Malchus regresó con Safo, seguido por los lanceros. Los libios llevaban unos sencillos cascos cónicos de bronce y vestían una túnica roja sin cinturón hasta la rodilla. Iban armados con unas lanzas cortas.
Malchus sintió un gran alivio al ver que el veterano y los cuatro hombres que había estado observando seguían en sus respectivas mesas. Los griegos dormitaban; Varsaco hablaba con el egipcio. Cuando Malchus y sus acompañantes se pararon en el exterior de la taberna, los dos marineros miraron en derredor. Hicieron una breve mueca de preocupación pero no movieron un solo músculo.
—¿Dónde están? —preguntó Safo.
Ya no había necesidad de seguir disimulando. Malchus señaló. Se quedó encantado cuando el egipcio y Varsaco se pusieron en pie de un salto e intentaron huir.
—Apresadlos —gritó.
Los soldados se abalanzaron sobre ellos y rodearon a la pareja con un círculo de extremos de lanza amenazadores. Despertaron de un puntapié a los dos hombres que dormían y los empujaron hacia el círculo con sus compañeros. Obligaron a los cuatro a lanzar los puñales. Malchus avanzó sin hacer caso de las miradas de sueño del resto de los clientes.
—¿A qué viene esto? —preguntó el egipcio en un buen cartaginés—. No hemos hecho nada malo.
—Eso lo decidiré yo —repuso Malchus. Hizo un movimiento de cabeza.
—Volvamos al cuartel —ordenó Safo—. ¡Rápido!
El veterano miró asombrado cómo se llevaban a los cautivos. Un sonido metálico en la superficie de la mesa le llamó la atención. Había cuatro monedas de oro, con la cara decorada con la imagen de Aníbal Barca.
—Una por cada uno de estos hijos de puta —dijo Malchus—. Si resultan ser los hombres adecuados, te daré otras cuatro. Siguió a Safo y los soldados y dejó al veterano tartamudeando de agradecimiento.
Había asuntos imperiosos de los que ocuparse.
No tardaron en llegar al cuartel de los libios, situados al este del ágora, en la parte de la muralla que daba al mar. Varias series de habitaciones, en dos niveles, se extendían más de cien pasos en cada dirección. Los dormitorios conducían a zonas para comer y asearse. Los aposentos de los oficiales estaban entre los arsenales y las oficinas administrativas y de intendencia. Al igual que todas las bases militares, también había celdas. Safo condujo a los lanceros a estas últimas. Asintió con amabilidad a los carceleros y dirigió al grupo a una sala grande con un suelo liso de hormigón. Estaba vacía con excepción de los grupos de grilletes que colgaban de argollas en la pared, un brasero encendido y una mesa llena de una variedad espeluznante de instrumentos y herramientas de metal.
Cuando entró el último hombre, Safo cerró la puerta de un golpe y puso el cerrojo.
—Encadénalos —ordenó Malchus.
Los soldados dejaron las lanzas al unísono y se giraron hacia los prisioneros. Aunque forcejearon, los cuatro quedaron atados uno al lado del otro. Los dos griegos adoptaron una expresión aterrorizada y empezaron a gemir. Varsaco y el egipcio intentaron mantener la compostura y no hacían más que plantear preguntas y súplicas. Malchus no les hizo ni caso y se puso a observar los artilugios de la mesa hasta que se callaron.
—¿Qué estáis haciendo en Cartago?
—Somos comerciantes —masculló el egipcio—. Hombres honestos.
—¿Ah, sí? —El tono de Malchus era ligero y amable.
El egipcio estaba confundido.
—Sí.
Malchus observó los rostros de los compañeros del egipcio. Se dirigió a Safo.
—¿Y bien?
—Creo que miente.
—Yo también. —La intuición le decía que ahí había gato encerrado, que ni por asomo eran comerciantes. La idea de que quizá supieran algo de Hanno le consumía. Malchus quería información. Rápido. La forma de obtenerla era irrelevante. Señaló a uno de los griegos.
—Rómpele los brazos y las piernas.
Apretando la mandíbula, Safo cogió un mazo. Se situó delante del hombre que había señalado Malchus, que gimoteaba de miedo. Safo le propinó una serie de golpes en silencio que primero le partieron los brazos al griego y luego la parte inferior de las piernas, contra la pared. Los gritos de la víctima reverberaban por toda la habitación.
Pasó mucho tiempo, pero Malchus esperó hasta que los gritos del hombre se convirtieron en un gemido apagado.
—Ahora voy a hacer una pregunta distinta —dijo con frialdad—. ¿Quién era el cartaginés del que estabais hablando antes?
El egipcio lanzó una mirada asesina a Varsaco.
Malchus notó cómo le subía la adrenalina. Esperó pero no recibió ninguna respuesta.
—¿Y bien?
—Un don nadie, un miembro de la tripulación —musitó Varsaco atemorizado—. No le gustaron mis atenciones, por lo que desertó en algún poblado de mala muerte de la costa númida.
Malchus volvió a mirar a su hijo.
—Sigue mintiendo —gruñó Safo.
—Es la verdad —protestó Varsaco. Miró al egipcio—. Díselo.
—Es lo que él dice —convino el egipcio con una risa nerviosa—. El chico huyó.
—¿Me tomáis por un cretino? Aquí hay mucho más —espetó Malchus. Señaló a Varsaco—. Córtale los huevos.
Safo dejó el mazo y cogió un puñal largo y curvo.
—No —suplicó Varsaco—. Por favor.
Impertérrito, Safo le desabrochó el cinturón a Varsaco y lo tiró al suelo. Acto seguido, le cortó la parte inferior de la túnica y dejó al descubierto la ropa interior de lino. Deslizó la hoja bajo la tela a cada lado de la entrepierna de Varsaco y la cortó de arriba abajo. La prenda cayó al suelo y dejó a Varsaco desnudo de cintura para abajo y farfullando de miedo.
—Eran dos —balbució, intentando escabullirse—. Iban a la deriva cerca de la costa de Sicilia.
El rostro del egipcio se contrajo de ira.
—¡Cállate, imbécil! Vas a empeorar las cosas.
Varsaco no le hizo caso. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas llenas de cicatrices.
—Os lo contaré todo —susurró.
Safo empezó a sentir un enorme sentimiento de culpa. Tomó aire con un estremecimiento y miró por encima del hombro.
Malchus indicó a su hijo que se apartara. Se sentía embargado por emociones que tenían la fuerza de un volcán. Tenía la impresión de que las paredes le presionaban y notaba la circulación de la sangre en las sienes.