—¿Qué estás haciendo aquí? Se supone que teníamos que estar aprendiendo a tocar la lira. —Miró a Hanno—. ¿No es este el esclavo al que Agesandros pegó? ¿El cartaginés?
—Sí, madre. —Aurelia se ruborizó ligeramente—. He venido a comprobar con Elira que se recupera de forma satisfactoria.
—Ya veo. Es bueno que te intereses por cosas como estas. Todo forma parte de llevar la casa. —Atia observó a Hanno con más interés—. La nariz rota no se le ha curado pero por lo demás se le ve bien.
Hanno iba cambiando el peso de pie, incómodo al ver que hablaban de él como si no estuviera delante.
Aurelia se aturulló un poco.
—Supongo… Elira no ha dicho cuándo estará listo para volver al trabajo.
—¿Y bien? —preguntó Atia—. ¿Estás lo bastante recuperado?
Hanno no podía negarse.
—Sí, señora —murmuró.
—Tiene tres costillas fisuradas —protestó Aurelia.
—Eso no le impide trabajar en la cocina —repuso Atia. Miró fijamente a Hanno—. ¿Verdad?
Le resultaría mucho menos pesado que trabajar en los campos, pensó Hanno. Inclinó la cabeza.
—No, señora.
Atia asintió.
—Bien. Síguenos de vuelta a la casa. Julius te dará un montón de cosas por hacer.
Complacida en su interior, Aurelia siguió a su madre. Ya no necesitaría una excusa para ir a ver a Hanno.
—Quintus quiere que le veamos pelear con tu padre —declaró Atia con tono orgulloso pero nostálgico.
—Oh. —Aurelia consiguió transmitir toda su desaprobación y celos en una sola palabra.
Atia se giró.
—¡Deja de mostrar esa actitud! ¿Prefieres pasar el rato tocando la lira o hablando en griego con tu tutor?
—No, madre —masculló Aurelia enfurecida.
—Vale. —Atia se relajó—. Pues entonces vamos.
Hanno estaba fascinado. Todas las mujeres que había conocido se quedaban más que satisfechas dedicándose a labores femeninas. Aurelia era distinta.
Entraron en la casa por una pequeña poterna. Estaba incorporada en una de las dos puertas de madera que formaban la entrada.
Hanno miró a su alrededor entusiasmado. Era la primera vez que estaba en la villa propiamente dicha. La elegancia sencilla del diseño le impresionó. Las casas cartaginesas eran más funcionales que hermosas. Los mosaicos elegantes y los murales coloridos eran la excepción y no la regla.
Encontraron a Fabricius y a Quintus en el patio moviéndose cuidadosamente alrededor el uno del otro. Ambos vestían unas túnicas sencillas con cinturón y portaban unas espadas de madera y escudos circulares de caballería. Cuando vieron a Atia y a Aurelia se quedaron quietos.
Fabricius alzó el arma a modo de saludo para Atia, que sonrió.
—Por fin —dijo Quintus sonriente a su hermana.
Aurelia se esforzó por mostrarse entusiasmada. «Esto es mejor que las clases de música», se dijo.
—Ya estoy aquí.
Quintus miró a su padre.
—¿Preparado?
—Cuando quieras.
Se acercaron el uno al otro y alzaron las espadas. Los extremos se unieron en un choque metálico. Ambos se quedaron quietos unos instantes intentado adivinar cuándo se movería el otro.
Atia dio una palmada.
—Ve a buscar zumo de frutas —ordenó a Hanno. Señaló—: La cocina está ahí.
Hanno apartó la vista del duelo.
—Sí, señora. —Hanno obedeció adoptando el paso preferido de los esclavos, lento y mesurado. Por suerte, podría seguir observando.
Quintus fue el primero en actuar. Bajó rápidamente el
gladius
y arrastró la hoja de su padre hacia el suelo. En el mismo momento, echó hacia atrás el brazo derecho y empujó hacia delante, directo al pecho del otro. Fabricius rápidamente repelió el ataque con el escudo. Con un gran esfuerzo, lo alzó en el aire. La espada de Quintus también se vio arrastrada hacia arriba por el movimiento, que dejó al descubierto su axila derecha. Como sabía que su padre aprovecharía su punto débil, Quintus giró desesperadamente hacia la izquierda y retrocedió varios pasos. Fabricius se abalanzaba sobre él como una serpiente lista para el ataque. A pesar de la ferocidad de su padre, Quintus consiguió repeler la estocada.
—No está mal —dijo al final Fabricius, echándose hacia atrás. Hicieron una pausa para recobrar el aliento antes de continuar con el enfrentamiento.
Quintus se alegró al ver que era el primero en sacar sangre. Su éxito llegó gracias a un ataque inesperado con el hombro contra su padre que le permitió empujar el
gladius
por entre los escudos. El extremo se enganchó en el lazo izquierdo de la túnica de Fabricius. A pesar de que la hoja era de madera, hizo un buen agujero en el tejido, le arañó las costillas y le levantó la piel. Gimió de dolor y se tambaleó hacia atrás. Como sabía que a su padre le resultaría doloroso levantar la espada, Quintus se preparó para llegar hasta el final y ganar el combate.
—¿Estás bien? —preguntó Aurelia.
Fabricius no respondió.
—Venga ya —le gruñó a Quintus—. ¿Crees que puedes acabar conmigo?
Dolido, Quintus alzó el
gladius
y corrió hacia delante. Cuando estaba tan solo a un paso, fintó a la derecha y luego a la izquierda. A continuación lanzó una estocada hacia atrás a Fabricius en la cabeza y la respuesta de su padre apenas bastó para evitar que el golpe le alcanzara. Quintus estaba henchido de orgullo y continuó ansioso por aprovechar la ventaja. Fabricius lo sorprendió sobremanera al retroceder tan rápido que Quintus perdió el equilibrio y se cayó. Cuando estuvo en el suelo, Fabricius se dio la vuelta y le colocó el extremo de la espada en la base del cuello.
—Eres hombre muerto —dijo con toda tranquilidad.
Enfurecido y abochornado, Quintus se puso en pie. Cuando vio a Hanno, le riñó.
—¿Qué estás mirando? —gritó—. ¡Dedícate a lo tuyo!
Hanno agachó la cabeza para disimular su ira y se dirigió a la cocina.
—No la tomes con un esclavo —exclamó Aurelia—. No es culpa suya.
Quintus lanzó una mirada furibunda a su hermana.
—Tranquilízate —dijo Fabricius—. Te has dejado llevar por un exceso de confianza.
Entonces Quintus se puso rojo como un tomate.
—Lo has hecho bien hasta ese momento —le tranquilizó su padre. Detrás, Atia asentía para mostrar su acuerdo—. Si te hubieras tomado tu tiempo, yo no habría tenido ninguna posibilidad. —Alzó el brazo izquierdo y enseñó a Quintus el largo rasguño ensangrentado que tenía al lado del pecho—. Hasta un arañazo como este enlentece a cualquiera. Recuérdalo.
Satisfecho, Quintus sonrió.
—Lo haré, padre.
En aquel momento, Hanno apareció con una bandeja de bronce pulida. Portaba una bonita jarra de cristal y cuatro vasos del mismo estilo. Al verle, Quintus le hizo una señal imperiosa.
—¡Ven aquí! ¡Tengo sed!
«Pequeño mierdoso arrogante», pensó Hanno mientras se aprestaba a obedecer.
Fabricius esperó a que toda la familia estuviera servida antes de alzar el vaso.
—¡Un brindis! ¡Por Marte, el dios de la guerra! Que su escudo siempre nos proteja.
Hanno enterró las palabras lo mejor posible y rezó en silencio a su dios marcial. «Baal Safón, guía al ejército de Aníbal hasta la victoria sobre Saguntum. Y Roma.»
Fabricius engulló el zumo de golpe e indicó a Hanno que volviera a llenarle el vaso. Frunció el ceño al reconocerlo.
—¿Ya estás recuperado?
—Casi, amo —repuso Hanno.
—Bien.
—Me ha impresionado ver que Aurelia se interesaba por su recuperación —añadió Atia—. Todavía no está bien para trabajar en el campo pero no había motivos para que no ayudara a Julius en la cocina.
—Me parece bien. Entonces ya está listo para volver a su celda. —Aurelia abrió la boca para protestar y Fabricius alzó una mano—. No es un caballo —dijo con severidad—. Necesitamos ese establo. También habría que ponerle los grilletes. —Al ver la aprensión de Hanno, Fabricius suavizó la expresión—. Obedece órdenes y Agesandros no te pondrá la mano encima. Tienes mi palabra.
Hanno masculló su agradecimiento pero los pensamientos se agolpaban en su mente. A pesar de la promesa de Fabricius, sus problemas no se habían acabado ni mucho menos. Sin duda Agesandros le guardaría rencor. Tendría que estar constantemente en guardia. Sin pensarlo, Hanno permaneció donde estaba, cerca de la familia.
Al cabo de un instante, Quintus se giró y se miraron a los ojos. «Me encantaría enfrentarme a ti en un duelo con la espada —pensó Hanno—. Te daría una lección.» Como si lo hubiera captado, Quintus hizo una mueca.
—¿Qué haces aquí todavía? Vuelve a la cocina.
Hanno se retiró rápidamente. Agradeció la sonrisa que Aurelia le dedicó.
La conversación se retomó en cuanto se dio la vuelta.
—¿Podemos volver a practicar mañana, padre? —preguntó Quintus enardecido.
—¡El entusiasmo de la juventud! —Fabricius se tocó el costado e hizo una mueca—. Dudo que mis costillas me lo permitan. Pero, de todos modos, no puedo.
—¿Por qué no? —exclamó Quintus.
—Tengo que viajar a Roma. El Senado se reúne para plantearse cómo responder si Saguntum cae. Quiero oír sus planes en persona.
«Guerra —pensó Hanno con fervor—. Espero que se decidan por la guerra. Porque de todos modos es lo que van a tener.»
Quintus estaba abatido pero no insistió.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Por lo menos diez días. Quizá más. Depende del éxito de mi otra misión —repuso Fabricius. Miró fijamente a Aurelia con sus ojos grises—. Encontrar un esposo adecuado para ti.
Aurelia palideció pero no apartó la vista.
—Ya veo. ¿O sea que no se me permite enamorarme como tú y mamá?
—¡Harás lo que se te ordena y punto! —espetó Fabricius.
Atia se sonrojó y bajó la mirada.
—Da igual, niños —intervino Atia con tono enérgico—. Será una oportunidad para que los dos os pongáis al día en los estudios. Quintus, el tutor dice que no dominas la geometría como deberías.
Quintus soltó un gemido.
Atia se dirigió a Aurelia.
—No te creas que tú te vas a librar.
Aunque estaba frunciendo el ceño, a Aurelia se le ocurrió una idea. El corazón le dio un vuelco al pensar en lo brillante que era. Si podía materializarla, a ninguno de los dos le preocuparían las clases extra. Y la ayudaría a no pensar en la búsqueda de su padre.
Como todos los buenos planes, el de Aurelia era sencillo. Sin embargo, no estaba segura de si Quintus querría participar en él por lo que no dijo nada hasta transcurridos varios días de la marcha de su padre. Para entonces, la frustración de su hermano por no poder practicar con las armas había alcanzado cotas insospechadas. Aurelia escogió el momento con cuidado y esperó a que su madre estuviera ocupada con las cuentas de la casa. Hacía poco rato que Quintus había terminado sus clases matutinas y se lo encontró dando vueltas alrededor de la fuente del centro del patio, arrastrando enfadado las sandalias por el mosaico.
—¿Qué pasa?
Él la miró con el ceño fruncido.
—Nada, aparte de que he tenido que pasarme dos horas intentando calcular el volumen de un cilindro. ¡Es imposible! Y no es que tenga que volver a utilizar ese método. Típico de los dichosos griegos descubrir cómo calcular una estupidez como esa.
Aurelia emitió un sonido para mostrar su comprensión. A ella tampoco le gustaba esa materia.
—Me preguntaba… —empezó a decir. Se calló a propósito.
—¿Qué? —preguntó Quintus.
—Oh, nada —repuso—. Una tontería.
El primer indicio de curiosidad asomó al rostro de Quintus.
—Cuéntame.
—Te has quejado mucho de que papá estuviera fuera.
Quintus asintió irritado.
—Sí, porque no puedo practicar con la espada.
Aurelia sonrió con picardía.
—Eso podría tener remedio.
La expresión de Quintus era mordaz.
—Cabalgar hasta Capua y volver para practicar con Gaius todos los días no es viable. Tardaría demasiado tiempo.
—No es lo que tenía pensado. —Aurelia se dio cuenta de su propia vacilación. «¡Dilo!», pensó. «No tienes nada que perder»—. Yo podría ser tu compañera de prácticas.
—¿Cómo? —Arqueó las cejas sorprendido—. Pero si no has cogido una espada en tu vida.
—Aprendo rápido —espetó Aurelia—. Tú mismo lo dijiste cuando me ayudaste a usar una honda. —Contuvo el aliento mientras rezaba para que aceptara.
Lentamente, una sonrisa fue extendiéndose por el rostro de Quintus.
—Podríamos ir a dar «un paseo» al bosque, al lugar donde practico.
—Es exactamente lo que estaba pensando —exclamó Aurelia entusiasmada—. A mamá le da igual lo que haga siempre y cuando acabemos todos los deberes y hayamos finalizado nuestras tareas.
Quintus frunció el ceño.
—¿Y tú qué ganas con eso? Nunca podrás volverlo a hacer en cuanto estés… —Le dedicó una mirada de culpabilidad.
—Justamente por eso —dijo Aurelia con fervor—. Es probable que en el plazo de un año esté casada. Entonces tendré que conformarme con cuidar de los niños y llevar una casa el resto de mis días. ¡Menuda oportunidad para olvidar ese destino!
—Mamá te matará si se entera —le advirtió Quintus.
Aurelia lanzaba destellos por los ojos.
—Me enfrentaré a la situación cuando llegue el día.
Quintus vio la determinación de su hermana y asintió. En realidad se alegraba de poder ayudarla, aunque solo fuera un asunto temporal. A él no le gustaría tener el futuro que a ella le aguardaba.
—Muy bien.
Aurelia se le acercó y le besó en la mejilla.
—Gracias. Significa mucho para mí.
El día siguiente se reunieron en el
atrium
en cuanto acabaron con sus obligaciones. Quintus se colgó una vieja bolsa al hombro en la que llevaba dos de los
gladii
de madera, así como unas cuantas trampas para cazar. Estas últimas eran por si su madre les hacía alguna pregunta comprometedora.
—¿Preparado? —susurró Aurelia emocionada.
Quintus asintió.
Habían dado una docena de pasos cuando Atia apareció procedente del
tablinum
, con un rollo de pergamino en mano. Les dedicó una mirada de curiosidad.
—¿Adónde vais?
—A dar un paseo —respondió Aurelia con toda tranquilidad. Levantó la cesta de mimbre que llevaba en la mano derecha—. He pensado que a lo mejor te apetecerían unas cuantas setas.