Aníbal. Enemigo de Roma (48 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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Su tarea principal consistía en hacer algo con la enorme cantidad de lana que había almacenada en un cobertizo del patio. Habían esquilado las ovejas en verano y, durante los meses siguientes, las esclavas habían limpiado toda la lana de polvo y paja y la habían teñido de varios colores: rojo, amarillo, azul y negro. Una vez teñida, la lana ya estaba lista para ser hilada y tejida. Aunque la mayor parte de este trabajo lo realizaban los esclavos, Atia participaba de forma activa e insistió en que Aurelia también tomara parte. Día tras día, se sentaban en el patio o iban caminando por él armadas con sus ruecas y husos, y solo se retiraban al atrio cuando llovía.

—Es responsabilidad de la mujer mantener la casa y trabajar la lana —explicó Atia a su hija mientras colocaba habilidosa las hebras de lana en la rueca y comenzaba a hilar, pero paró para mirar a Aurelia—: ¿Me estás escuchando, hija?

—Sí —respondió Aurelia, agradecida de que su madre no la hubiera pillado entornando los ojos—. Me lo has dicho miles de veces.

—Porque es cierto —replicó su madre—. Una buena esposa debe saber hilar. No lo olvides.

—Sí, madre —dijo Aurelia obediente, pero en su mente se imaginó a sí misma practicando con el
gladius
.

—Seguro que tu padre y Quintus agradecerán que les enviemos capas y túnicas. Creo que los inviernos en Iberia son muy duros.

Al oírlo, Aurelia se sintió culpable y se aplicó con más ganas a la labor. Esta era la única manera tangible que tenía de ayudar a su hermano y pensó que también le gustaría hacer lo mismo por Hanno. «Pero ahora es el enemigo», se recordó a sí misma.

—¿Ha habido más noticias?

—Ya sabes que no —respondió Atia con un tono visiblemente irritado—. Tu padre no tiene tiempo de escribir, pero con la ayuda de los dioses, ya habrá llegado a Iberia.

—Y con suerte Quintus le encontrará pronto —añadió Aurelia.

Atia perdió la compostura durante un segundo, pues sentía una enorme pena por dentro.

—¿Cómo se le ocurre marcharse solo?

Aurelia lo pasaba mal al ver a su madre sufrir tanto. Todavía no le había dicho que Hanno había acompañado a su hermano. Le había resultado más fácil no decir nada, pero ahora sintió que flaqueaba su resolución.

Una tos discreta impidió que dijera nada más. Para su gran disgusto, Agesandros estaba en la puerta del atrio.

Atia recuperó la compostura en un abrir y cerrar de ojos.

—Agesandros.

—Mi señora —respondió el esclavo con una reverencia—, Aurelia.

Aurelia le lanzó una mirada de odio. Desde que el esclavo había acusado a Hanno, le había evitado como la peste. Y ahora le había interrumpido cuando estaba a punto de ofrecer unas palabras de consuelo a su madre.

—¿Qué sucede? —preguntó Atia—. ¿Hay algún problema con la cosecha de aceitunas?

—No, señora —respondió titubeante—. He venido a disculparme ante Aurelia.

Atia enarcó las cejas.

—¿Qué has hecho?

—Nada que no debiera haber hecho, señora —contestó Agesandros tranquilizándola—, pero el asunto del esclavo cartaginés ha sido de lo más… desafortunado.

—¿Así es como lo llamas tú? —le interrumpió Aurelia mordaz. Atia alzó la mano para detener las protestas de su hija.

—Continúa.

Cuando llegaron a Pisae casi una semana más tarde, Publio se enfureció al recibir la visita de un mensajero del Senado. El cónsul tenía prisa por dirigirse al norte, a la Galia Cisalpina, para asumir el control de las legiones que estaban actualmente bajo el mando de Lucio Manlio Vulsón. En la nota se le sugería claramente que lo más sensato era que informara al Senado antes de actuar contra Aníbal. Esto era necesario porque había «excedido sus competencias consulares cuando decidió no ir a Iberia con su ejército», le espetó Publio a Flaccus.

Flaccus se miró las uñas con expresión inocente.

—Alguien debe de haberles enviado un mensajero antes de salir de Massilia —masculló enfurecido Publio mirando intencionadamente a Flaccus—, pero como veo que este mensaje irrespetuoso no incluye la palabra
provocatio
, podría ignorarlo. De hecho, creo que debería ignorarlo. Cada día que pasa, Aníbal y su ejército están más cerca de nuestra frontera en el norte, y es imposible que Sempronio llegue allí más rápido desde Sicilia que yo desde aquí. Sin embargo, si tengo que desviarme e ir a Roma primero, sufriré una demora de dos semanas o más y, si Aníbal aparece entonces, el resultado será catastrófico.

—Eso no será culpa mía… —declaró Flaccus.

—¿Ah, no? —preguntó Publio furioso.

Flaccus tuvo la sensatez de no contestar.

Publio leyó la misiva de nuevo antes de recobrar la compostura.

—Acudiré a Roma tal y como se me solicita, pero las terribles consecuencias que puede provocar esta demora serán responsabilidad de los Minuccii, sobre todo responsabilidad tuya, Flaccus. Si cuando lleguemos a la Galia Cisalpina Aníbal ya está allí, me aseguraré de ponerte en primera línea cada vez que nos enfrentemos a los cartagineses.

Flaccus lo miró alarmado y Publio sonrió malicioso.

—Así te cubrirás de toda la gloria que deseas, pero póstuma, seguramente. —Publio no hizo caso de su mirada horrorizada y se volvió hacia Fabricius—: Solo nos llevaremos una
turma
a Roma, y quiero dos caballos de repuesto para cada jinete. El resto de tus hombres pueden comprarse nuevas monturas y dirigirse al norte para unirse a la cohorte de infantería de Vulsón. Da las órdenes pertinentes. Partiremos dentro de una hora.

Flaccus siguió a Fabricius al muelle, donde supervisó la descarga de los caballos y las provisiones. El muelle de Pisae era un hervidero de gente. Los soldados recién desembarcados retiraron sus equipos de las pilas correspondientes y formaron una fila bajo la atenta mirada de los oficiales. Los hombres de Fabricius observaron cómo sus caballos eran extraídos de las tripas de los barcos y depositados en tierra firme mediante unas plataformas de madera especiales. Los mozos de cuadra se aprestaron a asegurar las sillas de los caballos antes de apartarlos a un lado y prepararlos para el viaje inminente.

En cuanto pudo, Fabricius interrogó a Flaccus:

—¿Qué puñetas está pasando aquí?

Flaccus fingió una expresión inocente.

—¿A qué te refieres?

—Todo el mundo sabe que es mejor que Publio no vaya a Roma, sino a la Galia Cisalpina, y a la mayor brevedad posible. Sin embargo, tú has iniciado una conspiración para asegurarte de que pase por Roma.

Flaccus parecía escandalizado.

—¿Quién dice que fui yo quien informó a Roma? Sea como fuere, yo no puedo responder de las acciones de los miembros mayores de mi clan. Son hombres mucho más importantes que tú y que yo, hombres a los que solo les interesa el bien de Roma, pero saben que Publio es un tipo arrogante cuyo principal objetivo es hacerse con toda la gloria, como muy bien demuestran sus recientes actos. Hay que meterle en vereda y recordarle cuál es su función antes de que sea demasiado tarde. Además, ya tenemos unas tropas en el norte —continuó Flaccus—, Lucio Manlio Vulsón se dirige hacia allí con todo un ejército consular. Vulsón es un comandante con experiencia y no tengo duda alguna de que está lo bastante capacitado para plantar cara, atacar y ahuyentar a Aníbal y a los suyos cuando surjan de las montañas. ¿No estás de acuerdo conmigo?

Fabricius se sintió en una encrucijada. La decisión de Publio de enviar a su ejército a Iberia mientras él regresaba a Italia había sido algo inusual. Fabricius creía que Publio había demostrado tener visión de futuro con su decisión, pero las palabras de Flaccus le habían hecho dudar. Le resultaba difícil creer que un grupo de hombres en Roma estuviera dispuesto a poner en peligro a la República para ganar posiciones frente a sus rivales políticos.

«Los Minucii tendrán sus razones para solicitar la presencia de Publio», pensó. En teoría, las legiones de la Galia Cisalpina estaban capacitadas para defender la frontera del norte.

Fabricius miró a Flaccus y en su rostro no vio más que una expresión de preocupación sincera.

—Supongo que sí —concedió.

—Bien, pues vayamos a la capital y dejemos de preocuparnos por Aníbal. Veamos lo que le dicen en el Senado. Ya nos encargaremos del
gugga
después, si Vulsón no le ha borrado ya de la faz de la tierra.

—¿Te parece bien? —preguntó, ofreciéndole el brazo derecho al estilo militar.

Fabricius no estaba convencido. Por un lado, Flaccus hablaba como si los propósitos del Senado fueran altruistas y, por el otro, dejaba entrever que la comparecencia de Publio en Roma formaba parte de una estrategia política que no tenía en cuenta el peligro real que representaba Aníbal. Para Fabricius lo único importante era Aníbal y cómo enfrentarse a él, y los que estaban en el Senado no eran conscientes del peligro. Por otro lado pensó que tampoco importaba tanto si pasaban primero por Roma antes de ir a la Galia Cisalpina. Si Aníbal conseguía cruzar los Alpes, su ejército necesitaría un largo período de descanso para recuperarse de la odisea. Vulsón estaría sobre aviso y Publio no tardaría en llegar allí desde la capital.

—De acuerdo —contestó Fabricius, y aceptó el brazo de Flaccus.

—Excelente. —A Flaccus le brillaron los ojos de satisfacción—. Por cierto, no te tomes demasiado en serio lo que pueda decirte mi hermano. Tiene muchas ganas de verte en privado.

Fabricius no supo qué contestar y se limitó a asentir.

Al día siguiente el ejército de Aníbal alcanzó la parte superior del paso de montaña. La tenue luz del sol revelaba unos hermosos prados en el valle.

«Para lo que nos sirven —pensó Bostar con amargura—, si fueran un espejismo nos daría igual.»

Las laderas que conducían a la Galia Cisalpina estaban cubiertas por una nieve helada que ocultaba buena parte del camino. A partir de ese momento, sería mucho más difícil avanzar y, si les fallaba el pie, pagarían el mismo precio mortal que se habían cobrado las montañas desde que se adentraron en ellas.

Para aliviar el sufrimiento de sus tropas, Aníbal las dejó descansar durante dos días al llegar a la cima. Su decisión también tenía por objetivo permitir que los rezagados, hombres que de lo contrario habrían muerto, alcanzaran a sus compañeros, que los recibían con alivio, pero con poca empatía. En el caso de que hubieran deseado hablar de su suplicio, pocos les habrían escuchado, ya que la desesperación se había instaurado en los corazones de los soldados y los volvía insensibles al sufrimiento de los demás.

Para su gran sorpresa, cientos de mulas que se habían extraviado durante el ascenso consiguieron encontrar el camino al campamento. Aunque la mayoría había perdido la carga, su aparición se recibió con alegría. En un esfuerzo por levantar la moral de las tropas, Aníbal permitió que se sacrificaran los animales más débiles, unos doscientos o más, en la última noche antes de iniciar el descenso. Para cocinar la cena se necesitaron casi todas las reservas de leña del ejército, pero por primera vez en semanas los hombres se fueron a la cama con la barriga llena de carne fresca.

Su esperanza inquebrantable en que Hanno siguiera vivo y la presencia de su padre fueron lo único que mantuvieron a Bostar en marcha durante el día y la noche siguientes, en los que trató de no pensar en Safo y concentrarse en ayudar a sus hombres. Si la subida había sido difícil, la bajada era doblemente compleja. Después de haber pasado más de una semana por encima de la cota de nieve, los hombres tenían el frío metido en los huesos. A pesar de que los cavares les habían regalado ropa y calzado, muchos no vestían un atuendo adecuado para un clima tan gélido. Ralentizados por el frío, los cartagineses tropezaban con cualquier obstáculo, por pequeño que fuera, y chocaban constantemente entre sí y con la nieve acumulada de las ventiscas. Además, la muerte siempre andaba al acecho: los hombres morían por las caídas o de congelación mientras dormían.

A veces el sendero se quebrantaba bajo el peso de la nieve y los soldados, que se despeñaban para siempre en el olvido, y los hombres que iban detrás tenían que arreglar el camino para poder continuar. Las pobres mulas se asustaban a las primeras de cambio y sus forcejeos podían provocar más bajas. Bostar descubrió que la única manera de no volverse loco ante tanta muerte y destrucción era actuar como si no pasara nada, avanzando paso a paso, un paso lúgubre tras otro.

Cuando pensaba que la situación no podía empeorar, empeoró. A última hora de la mañana siguiente, la cabeza del ejército se topó con un desprendimiento de tierras que había cubierto una superficie equivalente a la de un estadio y medio. Safo comunicó al resto del ejército que era imposible continuar sin arriesgar la vida de hombres y animales en el precipicio de más de quinientos pasos de altura. Impertérrito, Aníbal ordenó que los númidas construyeran un nuevo sendero que salvara el obstáculo. El resto de las tropas recibieron la orden de descansar lo mejor que pudieran. Las noticias quebraron los ánimos de muchos soldados, que comenzaron a sollozar.

—¿Cuándo se acabará este suplicio? —Gimió uno de los hombres de Bostar.

Bostar se apresuró a reprenderle. La moral estaba por los suelos y no podía permitir que los soldados se hundieran más con semejantes muestras de desesperación.

La información que recibían de la cabeza de la columna era contradictoria, y Bostar ya no sabía qué creer. Los caballos apartaban las piedras más grandes, pero casi todo el trabajo debía hacerse a mano. Aníbal ofreció cien piezas de oro al primer hombre que lograra pasar al otro lado. Diez hombres habían muerto ya al ceder el tramo de camino por el que pasaron, y se necesitaría al menos una semana más para que el sendero fuera lo bastante ancho para los elefantes.

Al caer la noche, los comentarios de un oficial númida que pasó por su falange de regreso a su tienda animaron a Bostar.

—Hoy hemos hecho grandes progresos —explicó—. Hemos creado un nuevo camino por encima de más de dos terceras partes del deslizamiento de tierras. Si mañana seguimos así, pronto podremos reanudar la marcha.

Bostar suspiró aliviado. Después de casi un mes en las montañas, la Galia Cisalpina pronto estaría a su alcance.

No obstante, su optimismo se desvaneció al día siguiente cuando, después de una hora de trabajo, la caballería descubrió una roca enorme que bloqueaba el paso por completo. Con un diámetro superior a la altura de dos hombres, la roca estaba situada de tal modo que solo unos pocos soldados podían acercarse cada vez. Los caballos no tenían fuerza para moverla y no había espacio suficiente para un elefante.

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