Aníbal. Enemigo de Roma (23 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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Desesperado, Hanno giró la cabeza para decirle a Quintus que disparara antes de que fuera demasiado tarde. Apenas tuvo tiempo de ver la flecha cuando le pasó a toda velocidad por delante de los ojos y surcó el aire para plantarse en medio del pecho de Caecilius. Con mirada de asombro, el bandido cayó de rodillas antes de derrumbarse de lado. Emitió unos cuantos sonidos estrangulados y se quedó quieto.

—Bien hecho —susurró Hanno—. Quedan tres.

—Por lo menos. —Quintus no pensó en lo que había hecho. Encajó otra flecha y esperó. La disposición de la cabaña era tal que si los bandidos restantes asomaban la cabeza por la puerta, verían el cadáver de Caecilius sin quedar expuestos a las flechas. «Júpiter, el mejor y más grande —rogó en silencio—. Haz que el siguiente cerdo salga fuera.»

Hanno apretó los dientes. Él también veía el peligro.

—¿Caecilius? ¿Te has caído encima de tu polla? —preguntó Balbus.

No hubo respuesta. Al cabo de unos instantes, un hombre fornido con el pelo largo y grasiento apareció parcialmente. Tardó una fracción de segundo en ver el cuerpo de su compinche, con la flecha clavada en el pecho. Balbus dejó escapar un grito ahogado. Giró sobre sus talones, desesperado por regresar a la seguridad que le ofrecía la cabaña.

Quintus disparó. El asta voló recta y con precisión y se le clavó a Balbus en el costado derecho con un ruido carnoso. El bandido maldijo de dolor pero consiguió entrar por la puerta.

—¡Ayudadme! —gritó—. Me han dado.

Se oyeron gritos de confusión e ira procedentes del interior. Hanno oyó que Balbus gruñía.

—Caecilius está muerto. Tiene una flecha en el pecho. No, Sejanus, no sé quién coño ha sido. —Entonces, aparte de unos murmullos bajos, todo quedó en silencio.

—Saben que estoy justo afuera —susurró Quintus, que de repente se planteó si no había querido abarcar demasiado—. Pero no tienen ni idea de que estoy solo. ¿Cómo van a reaccionar?

Hanno frunció el ceño. «No estás solo, imbécil arrogante.»

—¿Tú qué harías?

—Intentar escapar —respondió Quintus, buscando una flecha con torpeza.

En ese mismo instante se oyó un estruendo y la pared trasera de la cabaña se desintegró en una nube de polvo. Aparecieron tres bandidos que se precipitaron hacia ellos. El primero era un hombre delgado con una túnica manchada de vino. Sujetaba una lanza de caza con ambas manos. Debía de ser Pollio, pensó Hanno. A su lado había una figura enorme armada con un garrote. Hanno parpadeó sorprendido. No era Balbus, porque estaba dos pasos más atrás, agarrando la flecha que tenía en el costado con una mano y empuñando una espada oxidada en la otra. A pesar de ser el doble de corpulento que Balbus, el grandullón era su viva imagen. Debían de ser hermanos.

Los dos bandos se observaron durante un instante.

Pollio fue el primero en reaccionar.

—Son unos niñatos y uno ni siquiera va armado —gritó—. ¡Matadlos!

Sus compañeros no necesitaban que les alentaran. Bramando de rabia, el trío se abalanzó sobre ellos.

Se encontraban a unos quince pasos de distancia.

—Rápido —gritó Hanno—. Abate a uno de esos cabrones.

A Quintus le palpitaba el corazón en el pecho mientras se esforzaba por encajar la flecha correctamente. Al final la colocó en la cuerda pero, preso de la desesperación por equilibrar la refriega, disparó demasiado pronto. El asta pasó a toda velocidad por encima del hombro de Pollio y fue a parar a la cabaña destrozada. No tenía tiempo de coger otra. Tenían a los bandidos encima. Soltó el arco y se sacó el
gladius
del cinturón.

—¡Largaos de aquí! —gritó—. ¡Ya sabéis qué hacer!

Sabiendo que se enfrentaba a una muerte segura por culpa de estar desarmado, Hanno se giró y huyó.

—¡Dejadle marchar! —gritó Pollio—. ¡Ese pedazo de mierda tiene pinta de correr como el viento!

Quintus tuvo el tiempo suficiente para pronunciar una oración de agradecimiento a Júpiter antes de que Pollio, que saltó por encima de un tronco caído, le alcanzara.

—O sea que eres capaz de matar a un hombre mientras mea —gruñó el bandido, abalanzándose hacia él con la lanza.

Quintus le esquivó.

—Tuvo su merecido.

Con una mirada lasciva, Pollio intentó clavarle la lanza otra vez.

—Ha tenido una muerte más rápida que el pastor.

Quintus intentó no pensar en Libo, o en el hecho de que eran tres contra uno. Sujetando el
gladius
con ambas manos, apartó el asta de la lanza. Sejanus, el más fornido, estaba todavía a unos pasos de distancia pero no había ni rastro de Balbus. «¿Dónde está ese hijo de puta? —se preguntó Quintus frenéticamente—. Está herido pero de todos modos va armado.» Esa constatación hizo que le entraran ganas de vomitar. «El cabrón va a venir a acuchillarme por la espalda.» Lo único que se le ocurrió hacer a Quintus fue colocarse cerca de un árbol. Repelió a Pollio con un torbellino de golpes y corrió hacia el más cercano, un ciprés con el tronco grueso. Ahí podía resistir al enemigo.

Quintus consiguió llegar a él, eufórico.

El único problema fue que al cabo de un instante los bandidos formaron un semicírculo a su alrededor con una sonrisa de oreja a oreja.

—Ríndete ahora y tendrás una muerte fácil —dijo Pollio—. No como la que tuvo el pobre pastor.

Hasta Balbus rio a pesar de estar herido.

«¿Qué he hecho yo para merecer esto?» Quintus se tragó el miedo.

—¡Sois una bazofia! Os mataré a todos —gritó.

—¿Ah, sí? —se burló Pollio—. Allá tú. —Con un movimiento repentino intentó clavarle la lanza en el diafragma.

Quintus se echó a un lado. Se dio cuenta demasiado tarde de que Sejanus había apuntado con el garrote en esa misma dirección. Preso de la desesperación, cayó al suelo a propósito. Con un estrepitoso crac, el garrote golpeó el tronco del árbol. La certeza de que el golpe le habría descalabrado hizo poner en pie a Quintus. Aprovechó la oportunidad e intentó alcanzar a Sejanus en el brazo. Se alegró sobremanera cuando la hoja le hizo un corte en el grueso brazo derecho. La herida superficial bastó para que Sejanus aullara de dolor y se tambaleara hacia atrás. El alivio de Quintus duró poco más que un instante. La herida no impediría que el bruto retomara la lucha. Si quería sobrevivir, tenía que neutralizar o matar a uno de los otros dos.

Mientras lo pensaba, la empuñadura de una espada le golpeó en la sien. Quintus vio las estrellas y le fallaron las rodillas. Cayó al suelo medio inconsciente.

Hanno había recorrido unos cincuenta pasos cuando miró por encima de su hombro. Encantado al ver que nadie le seguía, esprintó otros cincuenta antes de volver a mirar atrás. Estaba solo. En el claro. A salvo. Y, por tanto, Aurelia también.

«¿Y qué será de Quintus?», se preguntó con un estremecimiento.

«Has huido. ¡Cobarde!», le gritó la voz de la conciencia.

«He hecho lo que me dijo Quintus —pensó a la defensiva—. Ese idiota no fue capaz de confiarme un
gladius.
»

«¿Significa eso que tienes que dejarlo morir? —le replicó la conciencia—. ¿Qué posibilidades tiene contra tres hombres hechos y derechos?»

Hanno se paró de golpe. Se giró y corrió colina arriba lo más rápido que le permitieron las piernas. Tuvo la precaución de contar los pasos. A los ochenta, redujo la velocidad y fue trotando. Atisbó por entre los árboles y vio a los tres bandidos cerniéndose sobre una figura inmóvil. Las garras del miedo se le clavaron a Hanno en el vientre cuando se refugió detrás de un arbusto. «¡No! ¡No puede estar muerto!» Cuando la patada que Pollio asestó a Quintus le hizo gemir, Hanno sintió un gran alivio. Quintus todavía estaba vivo. Aunque no por mucho tiempo. Hanno apretó los puños vacíos. «En nombre de Baal Safón, ¿qué puedo hacer?»

—Llevémosle de vuelta a la cabaña —declaró Pollio.

—¿Por qué? —se quejó Balbus—. Podemos matar a este mamón aquí mismo.

—¡El fuego está ahí, imbécil! Todavía no se habrá extinguido —repuso Pollio con una risotada—. Ya sé que estás herido, pero Sejanus y yo podemos llevarlo entre los dos.

Balbus desplegó una sonrisa cruel.

—De acuerdo. Con un poco de fuego nos lo pasaremos mejor, supongo. —Observó cómo cada uno de sus compinches cogía a Quintus por un brazo y empezaba a arrastrarlo hacia la cabaña. Apenas oponía resistencia, pero de todos modos ellos seguían yendo armados.

«Esta es mi oportunidad.» Los tres hombres estaban de espaldas a él y media docena de pasos separaba a Balbus de los demás. Hanno notaba que tenía la boca muy seca. Las posibilidades de éxito eran escasas. Tenía muchas probabilidades de acabar muerto o de que lo torturaran junto con Quintus. Todavía podía huir. Le embargó una oleada de odio hacia su propia persona. «¡Él te salvó de Agesandros!, ¿recuerdas?»

Apretando los dientes, Hanno emergió de su escondite. Agradeció que la vegetación estuviera húmeda porque así amortiguaba el sonido de sus pasos y avanzó a hurtadillas. Balbus cojeaba detrás de sus compañeros, que por turnos se quejaban de lo mucho que pesaba Quintus y fantaseaban sobre lo que iban a hacerle. Hanno clavó la mirada en la espada oxidada que colgaba de la mano derecha de Balbus. Primero tenía que armarse. Después tenía que matar a uno de los bandidos. Después… Hanno no sabía. Tendría que confiar en los dioses.

Para alivio de Hanno, su primer objetivo no le oyó venir. Apuntando con esmero, le dio un porrazo a Balbus cerca del punto por el que había entrado la flecha de Quintus, antes de sujetar la espada cuando cayó de entre los dedos del bandido, que se puso a gritar. Se la pasó a la mano derecha y corrió hacia los otros dos.

—¡Eh! —gritó.

Hicieron una mueca alarmados, pero la satisfacción de Hanno se convirtió en miedo cuando soltaron a Quintus como si fuera un saco de cereal. «Que no le hagan más daño —suplicó—. Por favor.»

—Debes de ser un esclavo —farfulló Pollio—. Antes ibas desarmado. ¿Por qué no te alías con nosotros?

—Te dejaremos matar a tu amo —propuso Sejanus—. Del modo que quieras.

Hanno ni siquiera se molestó en contestar a la propuesta. Sejanus era quien estaba más cerca, así que primero fue a por él. El grandullón estaba herido pero seguía siendo mortífero con el garrote. Hanno esquivó un garrotazo de mil demonios y evitó otro antes de ver que Pollio iba a por él con la lanza. Desesperado, Hanno retrocedió unos pasos. Sejanus apareció caminando pesadamente y se situó entre Hanno y su compinche. Pollio soltó una maldición y Sejanus se despistó una fracción de segundo.

Hanno se abalanzó hacia delante. Mientras el otro lo miraba con expresión de descrédito, Hanno le clavó la espada bien adentro en el pecho. La hoja emitió un horrible sonido succionador al salir. La sangre brotó al suelo. Sejanus gemía de agonía; el garrote se le cayó de los dedos inertes y se llevó ambas manos al abdomen.

Hanno se dio la vuelta enseguida para repeler el ataque de Pollio. El bandido bajito intentó clavarle la lanza pero no le alcanzó en el brazo derecho por poco. Con el corazón palpitante, Hanno arrastró los pies hacia atrás. Miró hacia el lado. A pesar del intenso dolor que sentía, Balbus estaba a punto de reincorporarse a la pelea. Había cogido una rama gruesa. No le mataría, pensó Hanno, pero si Balbus le atizaba un golpe, lo derribaría fácilmente. Notaba el pánico que le embargaba en la garganta, y el brazo con el que sostenía la espada le empezó a temblar.

«¡Serénate! Quintus te necesita.»

Hanno empezó a estabilizar la respiración. Miró a Balbus con expresión dura.

—¿Quieres una hoja en el vientre aparte de esa flecha?

Balbus se estremeció y Hanno fue a por todas. «Metiendo miedo al enemigo, media batalla está ganada», solía decirle su padre.

—¡Cartago! —bramó, y cargó hacia delante. Aunque Pollio lo alcanzara por detrás, Hanno estaba decidido a matar a Balbus.

Balbus vio la expresión suicida en los ojos de Hanno. Soltó la rama y alzó ambos brazos en el aire.

—No me mates —suplicó.

Hanno no confiaba en el bandido mientras este tuviera capacidad para abatirlo; tampoco sabía qué estaba haciendo Pollio. Bajó el hombro derecho, chocó contra el pecho de Balbus y así lo derribó.

Cuando se giró para enfrentarse a Pollio, vio que el bandido delgaducho había desaparecido. Moviendo piernas y brazos como si le siguiera Cerbero en persona, subió por la colina y pronto desapareció entre los árboles. «Que se marche el cabrón —pensó Hanno cansinamente—. No volverá.» Balbus estaba gimiendo en posición fetal a escasos pasos de distancia. Más allá, Sejanus ya estaba seminconsciente debido a la sangre que había perdido.

La lucha había terminado.

Hanno se sintió eufórico durante unos instantes… antes de acordarse de Quintus.

Corrió al lado del romano. Sintió un gran alivio al ver que Quintus le sonreía.

—¿Estás bien? —preguntó Hanno.

Quintus se llevó una mano a la sien con una mueca.

—Tengo un chichón aquí del tamaño de una manzana y la sensación de que Júpiter está lanzando rayos dentro de mi cabeza. Aparte de eso, estoy bien, creo.

—Gracias a los dioses —dijo Hanno con fervor.

—No —repuso Quintus—. Gracias a ti por regresar. Por desobedecer mis órdenes.

Hanno se sonrojó.

—Si no hubiera vuelto, no me lo habría perdonado jamás.

—Pero no tenías por qué. Incluso cuando volviste podías haber aceptado la oferta de los bandidos y ponerte en mi contra. —La voz de Quintus dejó entrever el asombro que sentía—. En cambio, los atacaste a los tres y ganaste.

—Yo… —balbució Hanno.

—Estoy vivo gracias a ti —interrumpió Quintus—. Tienes mi agradecimiento.

Al ver la sinceridad de Quintus, Hanno inclinó la cabeza.

—De nada.

Cuando fueron conscientes de que habían sobrevivido a una situación desesperada, los dos se miraron sonrientes como locos. Aquellas circunstancias resultaban extrañas para ambos. El esclavo que salva al amo. Un romano aliado con un cartaginés. No obstante, eran conscientes de un nuevo vínculo: el de la camaradería que se forja durante el combate.

Era un sentimiento agradable.

8

El asedio

Exterior de las murallas de Saguntum, Iberia

Malchus escupió en el suelo mientras observaba las inmensas fortificaciones con mirada asesina.

—Son decididos, al menos hay que reconocérselo —se quejó—. Deben de saber que no van a recibir ayuda de Roma. Pero estos griegos cabrones y tozudos no se dan por vencidos.

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