—Volveré —respondió por fin—, algún día.
El enfrentamiento
Massilia, en la costa sur de la Galia
Fabricius contempló las columnas griegas de los templos que se alzaban al otro lado del muelle y sonrió.
—Son muy diferentes de las nuestras —dijo—. Es agradable sentir que por fin estamos en suelo extranjero.
La flota romana y su comandante, el cónsul Publio Cornelio Escipión, se habían hecho a la mar cinco días antes. Fabricius y Flaccus habían viajado a bordo de uno de los sesenta quinquerremes que habían partido de Pisa, en la costa oeste de Italia, y que habían bordeado la costa de Liguria hasta la ciudad griega de Massilia, una vieja aliada de Roma situada en el sur de la Galia, donde la flotilla había llegado apenas dos horas antes.
—Hemos perdido demasiados meses hablando —corroboró Flaccus—. Ahora ha llegado el momento de luchar contra los cartagineses y solventar este asunto con la mayor celeridad posible —añadió mientras Fabricius asentía con vehemencia—. Veo que no te gusta esperar sentado sin hacer nada, ¿eh?
—No. —La reciente estancia de Fabricius en Roma le había dejado claro que no tenía madera de político. Había permanecido en la capital por sus ansias de luchar. Sin embargo, su deseo de acción se vio sofocado por una oleada de debates en el Senado, cada uno de los cuales podía durar más de una semana—. Sé que los políticos tenían motivos para demorar la acción: con casi todo el ejército disgregado, era lógico que esperaran al nombramiento de los nuevos cónsules antes de tomar una decisión transcendental —admitió—, pero ¿era necesario esperar tanto después de su nombramiento?
—No olvides que también debían debatirse otros asuntos de política exterior —respondió Flaccus en tono recriminatorio—. Roma tiene muchas otras cosas de las que preocuparse, además de lo que suceda en Iberia.
—Claro. —Fabricius suspiró. Esa había sido una de las lecciones más duras que había tenido que aprender en Roma.
—Felipe V de Macedonia nunca ha sido un gran amigo de Roma —agregó Flaccus—, pero ofrecer refugio a Demetrio de Faro es una señal clara de que no nos desea ningún bien.
—Desde luego. —Demetrio, el depuesto rey de Iliria, había causado muchos problemas a la República—. Pero ¿realmente era necesario dedicarle todo un mes de debates?
Flaccus adoptó una expresión pomposa antes de decir:
—Así es como funciona el Senado y así lleva funcionando desde hace casi trescientos años. ¿Quiénes somos nosotros para cuestionar este proceso sagrado?
Fabricius se mordió la lengua. Para él, el Senado sería mucho más eficiente si los debates estuvieran mejor controlados, pero sonrió con diplomacia.
—Para ser justo, debo decir que el Senado reaccionó con rapidez al oír la noticia de las revueltas galas.
Flaccus parecía satisfecho con su respuesta.
—Y en el momento en que estuvo claro que las nuevas colonias latinas que se habían propuesto de Placentia y Cremona serían insuficientes, el Senado requisó una de las legiones de las fuerzas expedicionarias. Y mientras yo estuve atrapado en Roma formando y entrenando a las nuevas unidades, ¡tú pudiste disfrutar de un poco de acción! —le reprochó Flaccus haciéndole un gesto admonitorio con el dedo—. ¡Durante tres meses!
Fabricius se había acostumbrado al tono condescendiente de Flaccus, pero le seguía irritando.
—Tú no estuviste allí. Los boyos e ínsubros no son un rival nada fácil —protestó—. ¿Acaso no recuerdas Telamón? Hicimos bien en zanjarlo tan rápido. Cientos de nuestros soldados perecieron y muchos resultaron heridos.
Flaccus se sonrojó.
—Disculpa. No pretendía menospreciar tus esfuerzos, ni los de los hombres que murieron.
—Disculpas aceptadas —dijo Fabricius apaciguado—. ¡Pero eso no significa que no debiéramos haber partido a Iberia hace tres meses!
Flaccus hizo un gesto conciliador.
—Por lo menos ahora estamos en Massilia. Los saguntinos pronto serán vengados.
—Un poco tarde, ¿no crees? —preguntó Fabricius con amargura. La negativa del Senado a actuar significaba que habían abandonado a los saguntinos a su suerte, un hecho que todavía le causaba dolor.
—¡Dejémoslo ya! —suplicó Flaccus—. Ya hemos hablado de esto otras veces.
—Lo sé —dijo Fabricius—. Pero un aliado de Roma jamás debería ser abandonado a su suerte como lo fue Saguntum.
Flaccus suavizó el tono.
—Ya sabes que estoy de acuerdo contigo. ¿Acaso no hablé en repetidas ocasiones en el Senado sobre el deshonor de abandonar la ciudad?
—Es cierto. —«Pero seguramente sabías que tus palabras no cambiarían las cosas», pensó Fabricius.
En cualquier caso, era un argumento que sonaba bien y le permitía mostrar su lado combativo a su futuro suegro.
—Demos gracias a los dioses por servir a Publio en lugar de a Tiberio Sempronio Longo —añadió Flaccus—. Entraremos en acción mucho antes que ellos. Según las últimas noticias, la flota de Longo tardará un mes en estar preparada.
—Es terrible.
—Sin embargo, nosotros podremos zarpar en cuanto finalice el avituallamiento de los barcos. —Flaccus tamborileó con los dedos la empuñadura de su ornamentada espada.
—No olvidemos solicitar la información de los agentes locales —recordó Fabricius—. Hace meses que no sabemos nada de Aníbal.
—Porque se ha aposentado en Iberia y está sentado sobre su salvaje y peludo culo de
gugga
bebiendo vino y esperando nuestra llegada —dijo Flaccus con desdén.
—Quizás estés en lo cierto —corroboró Fabricius con una sonrisa—, pero más vale prevenir que curar.
Poco podía imaginar Fabricius que sus palabras resultarían premonitorias de lo que iban a descubrir en unas pocas horas.
Aníbal ya no estaba en Iberia.
Según los mensajeros masiliotas, que llegaron tan agotados sobre sus exhaustas monturas que sacaban espuma por la boca, Aníbal se encontraba a menos de un día de marcha.
Flaccus y el resto de los oficiales fueron convocados a una reunión urgente en la tienda de Publio, situada en el centro de uno de los fuertes provisionales de las legiones. Fabricius se sintió complacido a la vez que sorprendido al recibir una convocatoria similar menos de una hora después. Al llegar a la tienda, vio a Flaccus en el exterior con otros oficiales de alto rango, entre los que se encontraba Cneo, el hermano mayor de Publio, un ex cónsul que ahora era el
legatus
, o mano derecha, del comandante. Fabricius le saludó e inclinó la cabeza ante Flaccus. Sin embargo, para gran sorpresa suya, su futuro yerno apenas respondió a su gesto. Flaccus parecía muy furioso y Fabricius se preguntó qué debía de haber sucedido instantes antes en la tienda. No tuvo tiempo de averiguarlo. Al ser reconocido por el jefe de los centinelas, Fabricius fue conducido de inmediato al interior de la tienda.
Publio estaba hablando animadamente con un joven soldado masiliota. Ambos estaban inclinados sobre una mesa en la que habían extendido un mapa de toscos trazos. Ambos hombres llevaban las típicas corazas de bronce helénicas con los
pteryges
o flecos que protegían las ingles y los muslos, y las grebas de bronce en las piernas. A pesar de vestir de un modo similar, era evidente quién estaba al mando. La armadura del masiliota era buena, pero el espléndido rostro de Hércules en la armadura de Publio emanaba calidad y riqueza, y lo mismo podía decirse del ornamentado casco ático con plumas que reposaba sobre el taburete. Además, a pesar de que el soldado era mucho más alto que el cónsul de cabello gris, Publio destilaba una seguridad en sí mismo que compensaba con creces la diferencia de altura. Fabricius había tenido oportunidad de conocer brevemente a su comandante y le caía bien. Su ademán franco y tranquilo le había convertido en un personaje popular entre los militares, desde los de más bajo rango hasta los máximos oficiales, al igual que sucedía con su hermano Cneo.
Publio levantó la cabeza.
—¡Fabricius! Gracias por venir.
Fabricius saludó a su superior.
—¿En qué puedo ayudarle, señor?
—Primero deja que te presente al comandante de la unidad que nos ha traído estas terribles noticias. Fabricius, este es Clearco. Clearco, te presento a Fabricius, de quien ya te he hablado.
Ambos hombres se saludaron cortésmente con una inclinación de cabeza.
—Me imagino que ya te habrás enterado del paradero actual de Aníbal —dijo Publio astutamente—. Habría que estar sordo para no enterarse.
Fabricius esbozó una amplia sonrisa. Era cierto que la noticia no había tardado nada en extenderse.
—Dicen que ha cruzado el Rhodanus con su ejército y que ha acampado en la orilla este del río.
—Así es. —Publio se dirigió al masiliota—: ¿Clearco?
—Desde que nos enteramos de que Aníbal había entrado en la Galia hemos estado patrullando la zona del interior con pequeñas unidades de caballería muy móviles, una de las cuales avistó los cartagineses hace dos semanas y los siguió hasta la orilla oeste del río, a un día de marcha desde aquí.
Fabricius sintió que el corazón le palpitaba con fuerza. El rumor era cierto.
—¿Cuántos son?
—Unos cincuenta mil hombres en total, y casi una cuarta parte son de caballería.
Fabricius enarcó las cejas. Era un ejército mucho mayor que cualquier otro que hubiera visto en Sicilia.
Publio se percató de su reacción.
—A mí también me ha sorprendido. Aníbal tiene intención de atacar Italia, pero la diosa Fortuna ha sido generosa al alertarnos de su propósito. Continúa, Clearco.
—Estuvieron acampados junto al río durante varios días construyendo balsas y barcos, y me imagino que planificando su estrategia contra los volcas, la hostil tribu que habita la orilla este. El resultado fue increíble, señor. Aníbal envió una unidad aguas arriba que cruzó el río sin ser detectada y que atacó a los volcas por la retaguardia. —Clearco formó un círculo con el pulgar y el índice—. Los aplastaron sin miramientos. Desde entonces, casi todo el ejército ha cruzado el río sano y salvo. Solo los elefantes continúan en la otra orilla.
—¿Os imagináis que hubiéramos llegado hace una semana y que hubiéramos podido evitar que cruzaran el río? ¡Quizá la guerra ya se habría acabado! —exclamó Publio frustrado. Al instante su rostro adoptó una expresión astuta—. Pero quizá nos quede una oportunidad todavía, ¿Clearco?
—Así es, señor. Van a necesitar al menos dos o tres días para transportar los elefantes al otro lado. Quizá más. Ya lo han intentado varias veces sin éxito.
—Excelente. Ahora necesito que alguien vaya a echar un vistazo al ejército cartaginés, un oficial romano —Publio miró a Clearco—, y no es que pretenda menospreciar a nuestros aliados masiliotas.
—No me ha ofendido, señor —le tranquilizó Clearco levantando las manos.
—Aunque son muchos los que desean llevar a cabo esta misión, yo he pensado que sería mejor encargársela a un veterano que sepa mantener la calma en todo momento, por eso había pensado en ti —dijo Publio mirando a Fabricius—. ¿Qué me dices?
Fabricius sintió que se le aceleraba el pulso. ¿Acaso Flaccus había solicitado que le encargaran la misión y Publio le había rechazado? Eso explicaría su cara tan agria.
—Cuente conmigo, señor.
Publio esbozó una leve sonrisa de aprobación.
—La rapidez es esencial. Si partes de inmediato, podrás estar de vuelta mañana por la noche o pasado mañana a más tardar. Necesito que cuentes los efectivos de Aníbal con gran exactitud y que los desgloses por tipos de tropas.
Fabricius no se iba a amilanar ante un reto semejante.
—Lo haré lo mejor que pueda, señor.
—¿Cuántos hombres tienes?
—Unos doscientos cincuenta, señor.
—Llévatelos a todos. Clearco te guiará. —Publio se dirigió al masiliota—. ¿De cuántos hombres dispones?
—De unos doscientos jinetes, señor, todos con experiencia.
—Debería bastar. —Publio se volvió hacia Fabricius—. Tú estarás al mando. Evita todo contacto con el enemigo salvo que sea inevitable. Tendré al ejército preparado para partir en cuanto regreses.
—Sí, señor —respondieron Fabricius y Clearco. Saludaron a Publio antes de marcharse.
El cónsul se quedó en la tienda estudiando el mapa.
Fabricius no perdió el tiempo. Menos de una hora después se dirigía a la puerta norte de Massilia con tres
turmae
o unidades de caballería. Era una lástima que no hubiera tenido tiempo de reemplazar las bajas de la última campaña, pero a pesar de ello estaba razonablemente satisfecho con los soldados que le quedaban. Todos habían luchado muy bien durante el verano. Como miembros de la orden équite, casi todos lucían un uniforme helénico similar al suyo, con el casco beociano, la túnica blanca con una franja púrpura desde el hombro hasta el dobladillo y unas botas de cuero totalmente cerradas. Todos llevaban lanzas y unos escudos circulares fabricados con piel de buey. Pocos tenían espada. La pesada capa de caballería, o
coca
, que todos se ponían cuando hacía mal tiempo, estaba enrollada y atada detrás de las sillas.
Fabricius y sus hombres se reunieron con Clearco y sus jinetes al otro lado de las murallas. El uniforme de la caballería masiliota era heterogéneo. No había dos soldados vestidos igual. A pesar de ello, con sus cascos, lanzas y pequeños escudos, tenían un aspecto similar al de la caballería romana. A Fabricius le tranquilizó el talante calmado de Clearco y el modo en que sus hombres respondían a sus órdenes. Llegado el momento, lucharían bien.
Cabalgaron hacia el norte con los masiliotas en cabeza y solo se detuvieron cuando se hizo demasiado oscuro para continuar. A pesar de que Clearco conocía bien la zona, temía que hubiera cartagineses patrullándola, por lo que le dijo a Fabricius que no tenía sentido exponerse a peligros innecesarios, como cabalgar de noche. Fabricius no discutió. Era una decisión sensata. Ordenó a sus hombres que encendieran las hogueras y montaran el campamento. En su perímetro apostó al doble de centinelas de lo habitual y, mucho tiempo después de que se hubieran retirado a dormir sus soldados, Fabricius recorrió cada uno de los puestos de guardia aguzando bien el oído. Esta era una misión de vital importancia y, si no tenía tiempo de dormir, no dormiría, pero nada podía fallar. Por suerte, el único ruido que oyó fue el chillido ocasional de un búho.
Al día siguiente, Fabricius y Clearco despertaron a sus hombres mucho antes del amanecer. Su nerviosismo resultaba palpable. Era muy probable que entraran en contacto con el enemigo antes de acabar el día. Tras discutirlo brevemente con Clearco, Fabricius decidió enviar a una avanzadilla de diez jinetes masiliotas acompañados de una
turma
con su mejor decurión para explorar el terreno. Todos tenían órdenes de regresar a la más leve señal de alarma.