Aníbal. Enemigo de Roma (47 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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Hanno, por su parte, esperaba que Suniaton estuviera bien y que encontraran a Fabricius rápidamente, ya que entonces sería libre. Esperaba poder rencontrarse con su padre y sus hermanos, si todavía seguían vivos. Intentó ser optimista y se imaginó a sí mismo marchando contra los romanos. Sin embargo, otra imagen perturbadora le vino a la mente: tanto Quintus como Fabricius estarían con la legión. Sin saberlo, Hanno había tenido el mismo pensamiento inquietante que Quintus y decidió enterrarlo en lo más profundo de su mente.

Al poco rato de incorporarse a la Vía Apia, Hanno y Quintus vieron a un grupo de infantería que marchaba hacia el sur.

—Son oscos —dijo Quintus, contento de tener algo de lo que hablar—. Se dirigen al puerto.

Hanno sabía que el río Volturno discurría hacia el suroeste, más allá de Capua, y que desembocaba en el mar.

—¿Para viajar a Iberia?

Quintus, de nuevo intranquilo, asintió.

Hanno le ignoró y se concentró en el grupo de oscos que se aproximaba. Aparte de la escolta de Fabricius, no había visto a muchos soldados en Italia. Los oscos eran
socii
, no eran legionarios regulares, pero la mitad del ejército que luchaba contra Aníbal era como ellos. Eran el enemigo.

Algunos oscos iban con la cabeza descubierta, pero la mayoría llevaba el casco ático decorado de forma llamativa con crines o plumas teñidas de rojo, negro, blanco o amarillo. Sus cortas túnicas de lana también atraían la atención por sus colores vivos, desde el rojo hasta el ocre, pasando por el gris. Pocos llevaban zapatos o sandalias, pero todos lucían un ancho cinturón de piel recubierto de bronce que se abrochaba con unos ganchos muy elaborados. Iban armados con jabalinas ligeras y lanzas de diferentes longitudes, y los pocos soldados que llevaban una espada usaban la
kopis
, una espada de hoja curvada de origen griego. Sus escudos, cóncavos y estriados, eran similares a los
scuta
, pero más pequeños.

—No hace muchas generaciones los oscos luchaban contra Roma —le reveló Quintus—. Capua lleva poco más de un siglo bajo dominio romano y muchos de sus habitantes creen que deberían reclamar su independencia.

—¿Ah, sí? —dijo Hanno sorprendido.

—Sí, esta es una de las discusiones predilectas entre Martialis y mi padre, sobre todo cuando han bebido —explicó Quintus frunciendo el ceño, pues de pronto se preguntó si su madre compartía la misma opinión. Nunca había dicho nada al respecto, pero sabía que se sentía muy orgullosa de sus orígenes.

Hanno estaba fascinado. Sus conocimientos sobre la estructura de la República y su relación con las ciudades y los pueblos romanos de Italia eran bastante deficientes, y le parecía curioso que los habitantes de una ciudad tan grande e importante como Capua no se sintieran felices formando parte del Imperio romano. ¿Habría otras ciudades que pensaran lo mismo?

En su calidad de tribuno de bajo rango, Flaccus debería haber acompañado a su unidad a Iberia y, tras su imprudente intervención ante Publio, hubiera sido recomendable que no llamara la atención del cónsul durante un tiempo. No obstante, tal y como descubrió Fabricius bastante pronto, no era esta la manera de actuar de Flaccus. Cuando este supo que el cónsul regresaba a Italia con la caballería de Fabricius y una cohorte, le suplicó que le incluyera en su escolta. Dado que era necesario un tribuno para dirigir a los legionarios, ¿por qué no podía ser él mismo?

Para gran sorpresa de Fabricius, Publio no solo no se enfureció ante su petición, pese a disgustarle visiblemente, sino que accedió a ella.

—Por Júpiter, mira que tienes valor —masculló entre dientes el cónsul—. Ahora, sal de mi tienda.

Fabricius tomó buena nota del incidente, puesto que revelada hasta qué punto eran poderosos los Minucii. Realmente no importaba quién sería el tribuno que acompañaría a Publio, pero la desfachatez de Flaccus hubiera sido castigada si en lugar de él lo hubiera solicitado cualquier otro. Sin embargo, en lugar de ser castigado por el cónsul, este le había concedido su deseo. Tal y como Flaccus reconoció ante Fabricius más tarde, los Minucii tenían muchos contactos.

—Cuando lleguemos a Italia, el clan ya estará informado de las intenciones de Aníbal —le reveló Flaccus.

Esto solo era posible si Flaccus había enviado un mensajero para avisarles de antemano, pensó Fabricius. No se lo podía creer. ¿Acaso Atia tenía razón sobre Flaccus? Fabricius hubiera deseado que su futuro yerno fuera menos fanfarrón, pero se consoló pensando en que su familia se beneficiaría enormemente de la influencia de los Minucii tras la boda de Aurelia.

Fabricius, por su parte, estaba encantado de regresar a Italia. Aunque si se hubiera quedado habría disfrutado de una buena dosis de acción, quería formar parte del ejército que se enfrentaría a la verdadera amenaza para Roma, Aníbal, y no al comandante que el general había dejado en Iberia.

La forma brutal con la que Safo había tratado a los prisioneros no funcionó como método de disuasión, más bien al contrario. Los
voconcios
reanudaron sus ataques con todavía mayor fuerza: más rocas cayeron por las laderas de las montañas y causaron bajas considerables entre los soldados y los animales de carga. A última hora de la tarde, la lucha se volvió tan cruenta que la cabeza del ejército, incluida la caballería y la caravana de las provisiones, quedó separada de Aníbal y del grueso de la infantería, incluso durante la noche. Por suerte, a la mañana siguiente los voconcios ya habían desaparecido. Seguramente los víveres robados no les compensaban las bajas sufridas. Sea como fuere, los ataques de los galos no solo habían causado graves daños físicos a las tropas de Aníbal, sino que minaron considerablemente la moral de las unidades menos motivadas. A consecuencia de ello, cada noche desertaban varios soldados al amparo de la oscuridad, pero Aníbal ordenó que no se les detuviera.

—Un soldado que es obligado a luchar, no es un buen compañero de batalla —explicó Aníbal a Malchus.

El ejército reanudó la marcha.

Durante ocho días, los agotados cartagineses continuaron el ascenso temblando de frío y con los pies doloridos. Sus enemigos ya no eran los voconcios ni los alóbroges, sino el clima y el terreno, que cada vez era más arduo y complicado. El viento frío, la congelación y la exposición a los elementos empezaron a causar estragos entre los soldados, que caían como moscas a lo largo del día y, por la noche, morían mientras dormían. Los hombres estaban debilitados por el hambre, el cansancio o la falta de ropa de abrigo, o las tres cosas.

Aníbal recompensó a Safo por su contundente defensa del ejército con un ascenso de rango, y le otorgó de nuevo el liderazgo de las tropas. A pesar de su alegría por haber conseguido el mismo rango que su hermano, su misión a la cabeza de las tropas era un arma de doble filo, ya que era responsabilidad suya y de sus hombres ir abriendo camino para el ejército, lo que a menudo implicaba mover rocas o reparar y reforzar el terreno. Las bajas en su falange eran constantes y, cuando llegaban las ocho de la tarde, Safo estaba al borde del agotamiento físico y mental. Todos sus temores sobre la montaña se habían hecho realidad. En su fuero interno, Safo estaba convencido de que estaban abocados al fracaso y que jamás encontrarían el paso prometido. Lo único que le mantenía en marcha era su orgullo: solicitarle a Aníbal que le relevara del mando sería peor que arrojarse por
un precipicio y, pese a todo, la vida seguía siendo mejor que la muerte. Envuelto en cinco mantas, Safo se inclinó en su tienda sobre un brasero templado y trató de sentirse agradecido: ninguno de sus hombres disfrutaba del lujo de un brasero.

Pasado un rato, pensó que había llegado el momento de hacer la ronda nocturna. Aunque no le apetecía nada, era bueno para la moral de sus hombres que le vieran en los puestos de guardia. Safo se desprendió de sus mantas, se puso una segunda capa y se envolvió la cabeza con una bufanda. Al desatar los cordones de piel que cerraban la tienda, sintió una ráfaga de viento gélido. Se estremeció, pero se obligó a salir. Dos centinelas libios vigilaban la entrada de la tienda, que apenas estaba iluminada por una antorcha de brea que sostenían sobre un pequeño montón de piedras.

Los libios se pusieron rígidos al verle.

—Señor —murmuraron a través de los labios azules por el frío.

—¿Alguna novedad?

—No, señor.

—Hoy hace más frío que nunca.

—Sí, señor —contestó el guardia que tenía más cerca, que de repente rompió a toser violentamente.

—Discúlpele, señor —dijo su compañero nervioso—. No puede evitarlo.

—No pasa nada —respondió Safo irritado. Miró al primer soldado, que se estaba limpiando la sangre que había escupido por la boca. «Es un muerto viviente», pensó Safo, y se compadeció—. Llévale dentro y que se siente junto al brasero. A ver si consigue calentarse un poco. Podéis quedaros en la tienda hasta que yo regrese de la ronda.

Pasmado, el segundo soldado le dio las gracias tartamudeando. Safo cogió la antorcha y se adentró en la oscuridad. Aunque no estaría fuera más de un cuarto de hora, quizás ese rato en la tienda le proporcionaría un poco de alivio al pobre hombre enfermo. Safo esbozó una amarga sonrisa. «Se me está ablandando el corazón, pronto seré como Bostar», pensó. Safo no había visto a su hermano desde que discutieron por los prisioneros voconcios. Y ya le iba bien así.

Safo caminó con precaución por el suelo helado hasta llegar a las tiendas de sus soldados. Echó un vistazo al par de elefantes que Aníbal había ordenado que debían ir a la cabeza de la columna. Los pobres animales intentaban mantenerse muy juntos para maximizar su calor. Le dieron pena.

No tardó en llegar al primer puesto de guardia, situado a unos doscientos pasos de su tienda. Era el peor puesto de guardia de todo el ejército porque se encontraba en medio del camino y estaba expuesto a los elementos por tres lados. Ninguna hoguera sobrevivía a las fuertes ráfagas de viento cargadas de nieve procedentes de las montañas. Para evitar que los centinelas murieran congelados, Safo había ordenado acortar las guardias en ese puesto a una hora. Aun así, cada noche perdía a varios hombres.

—¿Ha habido algún movimiento? —preguntó Safo al oficial al mando.

—¡No, señor! ¡Hasta los demonios se han quedado en casa esta noche!

—Muy bien. Descansa. —Satisfecho con la respuesta graciosa de su oficial, Safo desanduvo lo andado. Ya solo le quedaba el puesto situado en la retaguardia de la falange para acabar la ronda. De pronto, vio a un hombre que rodeaba la esquina más alejada de la hilera de tiendas. Safo frunció el ceño. A pesar de que el barranco se encontraba a una veintena de pasos de las tiendas, el viento era tan fuerte que podía arrastrar a un hombre hasta el filo. No sería la primera vez que ocurría. Por eso todos sus soldados caminaban entre las tiendas en lugar de bordearlas. El hombre llevaba una antorcha, así que no era un enemigo, pero aun así había elegido la ruta más peligrosa para circular por la falange. ¿Por qué? ¿Tenía algo que ocultar?

—¡Eh! —gritó Safo—. ¡Alto ahí!

La figura se detuvo y se sacó la capucha.

—¿Safo?

—¿Bostar? —preguntó Safo incrédulo.

—Sí —respondió su hermano—, ¿podemos hablar?

Justo en ese momento les sacudió un fuerte golpe de viento. Safo se tambaleó y vio cómo el incauto Bostar era empujado a un lado y caía sobre una rodilla. Cuando intentó incorporarse, una nueva ráfaga lo empujó hacia atrás, hacia la oscuridad.

Safo no daba crédito a sus ojos. Corrió hasta el filo del barranco y encontró a su hermano agarrado a la rama de un arbusto que crecía en el borde.

—¡Ayúdame! —Gritó Bostar.

Safo lo contempló en silencio. «¿Por qué debería ayudarle? —se preguntó—. ¿En qué me beneficiaría?»

—¿A qué esperas? —preguntó Bostar desesperado—. ¡Esta maldita rama no va a aguantar mucho más! —Al ver la mirada de Safo, palideció—. Quieres que me muera, ¿verdad? Te alegrarías mucho, como cuando Hanno desapareció.

A Safo se le pegó la lengua en el paladar de la culpabilidad. ¿Cómo era posible que Bostar lo supiera? Pero siguió sin hacer nada.

La rama se rompió.

—¡Que te jodan y te pudras en el infierno! —gritó Bostar.

Desesperado, soltó la rama rota que tenía en la mano izquierda y se lanzó hacia delante tratando de buscar un lugar donde agarrarse por el camino. El peso de su cuerpo pronto le arrastraría hacia el abismo. Consciente de ello, Bostar intentó encontrar en vano un punto de apoyo en la roca helada, pero no había dónde agarrarse. Impotente, empezó a gritar y a deslizarse hacia atrás.

Safo se dejó vencer por el instinto y se agachó para agarrar a su hermano por los hombros. Tiro de él con fuerza y, tras un segundo esfuerzo, consiguió alejarlos a ambos del precipicio. Permanecieron tumbados unos instantes respirando con dificultad. Bostar fue el primero en sentarse.

—¿Por qué me has salvado?

Safo no se atrevía a mirarle a los ojos.

—No soy un asesino.

—No —respondió Bostar secamente—, pero te alegraste cuando Hanno desapareció, ¿verdad? Con él fuera de circulación, tenías más posibilidades de convertirte en el favorito de nuestro padre.

Safo se sintió avergonzado.

—Yo…

—Curiosamente —le interrumpió Bostar—, si yo hubiera muerto ahora, hubieras tenido a nuestro padre para ti solo. ¿Por qué no me has dejado caer?

—Eres mi hermano —dijo Safo con un hilo de voz.

—Quizá sea por eso, ¡pero cuando me caí al principio te has quedado mirándome sin ayudarme! —replicó Bostar furioso antes de controlar su ira—. Debo darte las gracias por haberme salvado la vida. Te lo agradezco y te devolveré el favor en cuanto pueda —dijo antes de escupir en el suelo que los separaba—, pero después para mí será como si estuvieras muerto.

Safo lo contempló boquiabierto mientras se alejaba.

—¿Qué le vas a decir a nuestro padre? —preguntó a sus espaldas.

Bostar se volvió y lo miró con desdén.

—No te preocupes, no le contaré nada.

Y sin decir nada más, se marchó.

En ese instante una nueva ráfaga de viento helado golpeó a Safo y le caló hasta los huesos.

Jamás se había sentido tan solo.

Aurelia se sentía abandonada tras la marcha de Quintus y Hanno, y no era fácil encontrar excusas para visitar a Suniaton. No podía confiar en su madre por razones obvias, y tampoco confiaba en su viejo tutor de griego, que nunca le había caído bien. Aurelia se llevaba bien con Elira, pero últimamente estaba de mal humor y no era muy buena compañía. Julius era el único otro esclavo de la casa con el que se llevaba bien, pero después de sus emocionantes escapadas al bosque, hablar sobre el menú previsto para la semana siguiente carecía de interés, para ella. Aurelia pasaba la mayor parte del tiempo con su madre, que, desde que se habían quedado solas, se dedicaba a las tareas de la casa con fruición, seguramente fuera su manera de sobrellevar la desaparición de Quintus.

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