Antártida: Estación Polar (23 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: Antártida: Estación Polar
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—Muy bien, teniente.

—Sí, bueno, no solo soy un soldado con un arma —dijo sonriendo.

Los dos llegaron al perímetro exterior de la estación, donde encontraron a Montana, que se hallaba subido al faldón de uno de los aerodeslizadores de los marines. El aerodeslizador daba la espalda al complejo de la estación.

Había mucha oscuridad (esa inquietante y eterna penumbra del invierno en los polos) y, a través de la nieve, Schofield solo pudo divisar la vasta y llana expansión de tierra que se extendía ante el aerodeslizador. El horizonte brillaba en un color naranja oscuro.

Tras Montana, en la parte superior del aerodeslizador, Schofield vio el telémetro. Parecía un arma de cañón largo sobre una torreta giratoria. Se movía de un lado a otro formando un arco de ciento ochenta grados. Era un movimiento lento; tardaba cerca de treinta segundos en completar el arco de izquierda a derecha antes de comenzar el viaje de regreso.

—Los he colocado tal como me dijo —dijo Montana bajando del aerodeslizador y colocándose delante de Schofield—. El otro
LCAC
[3]
está situado en la esquina sudeste.

LCAC
era el nombre oficial que recibían los aerodeslizadores de los marines. Montana era muy respetuoso con las formalidades.

Schofield asintió.

—Bien.

Desde donde estaban posicionados, los telémetros de los aerodeslizadores cubrían ahora todo el acceso por tierra a la estación polar Wilkes. Con un alcance de ochenta kilómetros, Schofield y su equipo sabrían con bastante antelación si alguien se dirigía hacia allí.

—¿Tiene una pantalla portátil? —preguntó Schofield a Montana.

—Aquí —Montana le pasó a Schofield una pantalla portátil que mostraba los resultados de los barridos de los telémetros.

Parecía una televisión en miniatura con una especie de asa o soporte en el lado izquierdo. En la pantalla, dos finas líneas verdes se movían de un lado a otro como si de un par de limpiaparabrisas se tratara. En cuanto un objeto cruzara los haces de luz de los telémetros, un punto rojo parpadeante aparecería en la pantalla y las estadísticas vitales de dicho objeto se mostrarían en un pequeño cuadro en la parte inferior de esta.

—De acuerdo —dijo Schofield—. Creo que todos estamos listos. Es hora de averiguar qué hay en esa cueva.

Tardaron cerca de cinco minutos en volver al edificio principal. Schofield, Sarah y Montana se abrieron paso con rapidez entre la nieve, que no cesaba de caer. Mientras caminaban, Schofield les habló a Sarah y a Montana de sus planes en la cueva.

Lo primero de todo, quería verificar la existencia de la nave espacial. A esas alturas, no existía prueba alguna de que hubiese algo allí abajo. Lo único que tenían era un informe de un solo científico de Wilkes que probablemente estuviera muerto. ¿Quién sabía lo que había visto? El que hubiese sido atacado en cuanto descubrió la nave espacial (por enemigos desconocidos) era también otra cuestión a la que Schofield deseaba dar respuesta.

No obstante, había una tercera razón para enviar a una pequeña unidad abajo. Una razón que Schofield no mencionó ni a Sarah ni a Montana.

Si alguien más intentaba hacerse con el control de la estación (especialmente durante las próximas horas, cuando los marines serían más vulnerables) y lograban reducir a lo que quedaba de la unidad de Schofield en la estación propiamente dicha, quizá un segundo equipo situado en la cueva pudiese proporcionar una línea de defensa efectiva y definitiva.

Pues, si la única entrada a la cueva era a través de un túnel subterráneo, cualquiera que quisiera acceder a ella tendría que hacerlo bajo las aguas. Las fuerzas de incursión cubiertas odiaban las maniobras de aproximación bajo el agua, y por una buena razón: nunca se sabe qué puede estar esperando en la superficie. Tal como lo veía Schofield, un pequeño equipo ya situado en el interior de la cueva podría reducir a las fuerzas enemigas, uno a uno, conforme fueran saliendo a la superficie.

Schofield, Sarah y Montana llegaron a la entrada principal de la estación. Descendieron con dificultad por la rampa y se dirigieron al interior.

Schofield salió a la pasarela del nivel A y se dirigió inmediatamente hacia el comedor. Quitapenas ya debería estar de vuelta (con Champion) y Schofield quería ver si el médico francés tenía algo que decir acerca del estado de Samurái.

Schofield llegó a la puerta del comedor y entró dentro.

Inmediatamente vio a Quitapenas y a Champion junto a la mesa en la que yacía Samurái.

Los dos hombres alzaron rápidamente la vista cuando Schofield entró. Tenían los ojos como platos. Parecían ladrones pillados in fraganti en medio de alguna actividad ilegal.

Se produjo un breve silencio.

Y entonces Quitapenas dijo:

—Señor, Samurái está muerto.

Schofield frunció el ceño. Sabía que el estado de Samurái era crítico y que falleciera era una posibilidad, pero la forma en que Quitapenas lo había dicho…

Quitapenas dio un paso adelante y habló con tono grave:

—Señor, estaba muerto cuando llegamos. Y el médico dice que no murió de las heridas. Dice… dice que todo apunta a que Samurái murió asfixiado.

Pete Cameron estaba sentado en su coche en el aparcamiento del
SETI
. El sol abrasador del desierto lo golpeaba con fuerza. Cameron sacó su móvil y llamó a Alison a Washington.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó ella.

—Fascinante —dijo Cameron mientras ojeaba las notas de la grabación del
SETI
.

—¿Nada?

—No. Parece que han captado unas palabras de un satélite espía, pero a mí todo esto me suena a chino.

—¿Tomaste alguna nota esta vez?

Cameron miró sus notas.

—Sí, cariño —dijo Cameron—. Pero no estoy muy seguro de que sirvan para algo.

—Léemelas de todas formas —dijo Alison.

—De acuerdo —dijo Cameron.

Recibido 134625

Contacto perdido - Perturb. ionosféricas

Equipo de avanzada

Espantapájaros

-66,5

Erupción solar interf. comunicaciones

115, 20 mins, 12 segs Este

Cómo llegar allí -Equipo de apoyo de camino

Cameron le leyó las notas en voz alta, palabra por palabra, sustituyendo las abreviaturas que solía utilizar cuando tomaba notas.

—¿Ya está? —dijo Alison cuando hubo terminado—. ¿Eso es todo?

—Sí.

—No hay mucho con lo que seguir.

—Eso es lo que pensé yo —dijo Cameron.

—Déjamelo a mí —dijo Alison—. ¿Adónde vas ahora?

Cameron sacó una pequeña tarjeta blanca del salpicadero plagado casi por completo de Post-It. Era una tarjeta de visita.

Andrew Wilcox

Armero

14 Newbury, Lake Arthur, NM

Cameron dijo:

—Había pensado que, ya que me encuentro en el estado de las plantas rodadoras, podía ir a hacer una visita al misterioso señor Wilcox.

—¿El tipo del buzón?

—Sí, el mismo.

Dos semanas atrás, alguien había dejado su tarjeta de visita en el buzón de Cameron. Nada más. No había ningún mensaje ni tenía nada escrito. Al principio, Cameron estuvo a punto de tirarla a la papelera. Correo basura errante (errante de verdad, porque venía de Nuevo México).

Pero entonces Cameron había recibido una llamada de teléfono.

Era una voz de hombre. Ronca. Le preguntó a Cameron si había recibido la tarjeta.

Cameron le dijo que sí.

Entonces el hombre le dijo que tenía algo a lo que quizá Cameron quisiera echar un vistazo. Claro, había dicho Cameron. ¿Querría ir a Washington a hablarle de ello?

No. Eso no era negociable. Cameron tendría que ir hasta él. Aquel hombre era un tipo misterioso y superparanoico. Un antiguo miembro de la Armada, o algo así.

—¿Estás seguro de que no es otro de tus admiradores? —dijo Alison.

La reputación de Cameron de sus días de investigación en el
Mother Jones
aún le precedía. Los teóricos de las conspiraciones le llamaban y le decían que tenían el próximo Watergate en sus manos, o que tenían información jugosa sobre algún político corrupto. Por lo general le pedían dinero a cambio de la información de que disponían.

Pero ese Wilcox no le había pedido dinero. Ni siquiera lo había mencionado. Y puesto que Cameron se encontraba en el vecindario…

—Podría ser —dijo Cameron— pero, ya que estoy aquí, pensaba ir a hacerle una visita.

—De acuerdo —dijo Alison—, pero luego no digas que no te lo advertí.

Cameron colgó y cerró de un portazo la puerta del coche.

En las oficinas del
Post
en Washington D. C., Alison Cameron colgó el teléfono y se quedó mirando a la nada durante unos segundos.

Era mediodía y la oficina bullía de actividad. La enorme sala, de techos bajos, estaba dividida en cientos de particiones (como los escaques del ajedrez) y, en cada una de ellas, la gente trabajaba a una velocidad frenética. Se oía sin cesar el timbre de los teléfonos, el repiqueteo de los teclados, el trasiego de la gente yendo y viniendo…

Alison vestía unos pantalones color crema, una camisa blanca y una corbata con el nudo flojo. Llevaba su media melena caoba recogida en una coleta.

Instantes después, bajó la vista al trozo de papel en el que había anotado rápidamente todo lo que su marido le había dicho por teléfono.

Leyó detenidamente cada línea. La mayor parte era jerga indescifrable. Espantapájaros, perturbaciones ionosféricas, equipos de avanzada y de apoyo…

Sin embargo, tres líneas llamaron su atención.

-66,5

Erupción solar interf. comunicaciones

115, 20 mins, 12 segs Este

Alison frunció el ceño cuando leyó las tres líneas de nuevo. Entonces tuvo una idea.

Se acercó rápidamente a un escritorio cercano y cogió un libro marrón tamaño folio de una estantería situada justo encima. Miró la portada: Atlas de geografía mundial, de John Bartholomew. Pasó algunas hojas y enseguida encontró lo que buscaba.

Recorrió con el dedo una línea de la página.

—¿Eh? —dijo en voz alta. Un periodista situado en un escritorio cercano alzó la vista de su trabajo.

Alison no se percató. Siguió mirando la página que tenía ante sí.

Su dedo señalaba el punto en el mapa con latitud 66,5 grados sur, longitud 115 grados, 20 minutos y 12 segundos este.

Alison frunció el ceño.

Su dedo estaba señalando la costa de la Antártida.

Los marines se hallaban reunidos alrededor del tanque del nivel E. En silencio.

Montana, Gant y
Santa
Cruz se colocaron las botellas de buceo sin articular palabra. Los tres llevaban trajes de buceo termoeléctricos de color negro.

Schofield y Serpiente los observaban mientras se preparaban. Quitapenas permanecía detrás de ellos.
Libro
Riley se dirigió en silencio hacia el almacén del nivel E para ver cómo se encontraba Madre.

Una mochila grande y negra, el transmisor de baja frecuencia que
Santa
Cruz había encontrado mientras rastreaba la estación, se encontraba en la cubierta del nivel, a los pies de Schofield.

La noticia de la muerte de Samurái había conmocionado a todo el equipo.

Luc Champion, el doctor francés, le había dicho a Schofield que había encontrado restos de ácido láctico en la tráquea de Samurái. Según Champion, se trataba de la prueba de que con casi toda seguridad Samurái no había muerto por sus heridas.

La presencia de ácido láctico en la tráquea, le había explicado Champion, evidenciaba una falta repentina de oxígeno en los pulmones, falta que estos intentaban compensar quemando glucosa, un proceso conocido como acidosis láctica. En otras palabras, el ácido láctico en la tráquea apuntaba a una muerte causada por la falta repentina de aire en el oxígeno, es decir, por asfixia.

Samurái no había muerto por sus heridas. Había muerto porque sus pulmones se habían visto privados de oxígeno. Había muerto porque alguien le había cortado la respiración.

Alguien había asesinado a Samurái.

En el tiempo que les había llevado a Schofield y a Sarah salir al exterior y encontrarse con Montana en el perímetro de la estación (el mismo tiempo que había tardado Quitapenas en bajar al nivel E y recoger a Luc Champion), alguien había entrado en el comedor del nivel A y había estrangulado a Samurái.

Las implicaciones de la muerte de Samurái eran lo que más convulsionaba a Schofield.

Uno de los suyos era un asesino.

Pero era un hecho que Schofield había ocultado al resto de la unidad. Solo les había dicho que Samurái había muerto. No les había dicho cómo. Se figuró que, si uno de ellos era un asesino, lo mejor era que esa persona no fuera consciente de que Schofield lo sabía. Quitapenas y Champion habían jurado no decir nada.

Quienquiera que fuese el asesino, había previsto que la muerte de Samurái sería atribuida con toda probabilidad a sus heridas. Era una buena suposición. Schofield presumió que si alguien le hubiese dicho que Samurái no lo había conseguido, habría dado por sentado al instante que el cuerpo de Samurái había dejado de luchar por su vida y que había muerto por las heridas de bala. Esa era la razón por la que el asesino había asfixiado a Samurái. La asfixia no dejaba restos de sangre, heridas o marcas reveladoras. Si no había otras marcas en el cuerpo, el hecho de que Samurái hubiese perdido su batalla con las heridas de bala ganaba credibilidad.

Lo que el asesino no sabía, sin embargo, es que la asfixia sí dejaba una marca reveladora: ácido láctico en la tráquea.

Schofield no tenía duda de que, si no hubiese habido un médico en la estación, el ácido láctico habría pasado inadvertido y la muerte de Samurái habría sido atribuida a sus heridas de bala. Pero sí había un médico en la estación, Luc Champion, y había visto el ácido.

Las implicaciones eran tan escalofriantes como interminables.

¿Había todavía soldados franceses en el interior de la estación? Alguien que los marines no hubiesen echado en falta. Un solo soldado quizá, que había decidido eliminar uno por uno a los marines, comenzando por el más débil, Samurái.

Schofield descartó rápidamente esa idea. La estación, los alrededores, incluso el aerodeslizador francés estacionado fuera, habían sido inspeccionados a conciencia. No había más soldados enemigos ni en el interior ni en el exterior de la estación polar Wilkes.

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