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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (29 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
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De repente, el túnel de hielo comenzó a ensancharse considerablemente y Gant vio varios agujeros, grandes y redondos, en las paredes que tenía a ambos lados.

Eran más grandes de lo que Gant se había esperado (tenían fácilmente tres metros de diámetro). Y eran redondos, perfectamente redondos. Gant contó ocho de esos agujeros y se preguntó qué tipo de animal los habría hecho.

Y, entonces, de repente, Gant se olvidó por completo de los agujeros de las paredes de hielo. Algo más había captado su atención.

La superficie.

Gant pulsó su intercomunicador.

—Espantapájaros, aquí Zorro —dijo—. Espantapájaros. Aquí Zorro. Espantapájaros, ¿está ahí?

No obtuvo respuesta.

—Espantapájaros, repito, aquí Zorro. Responda.

Tampoco obtuvo respuesta.

Qué extraño, pensó Gant. ¿Por qué no le respondía? Había hablado con él hacía solo unos minutos.

De repente escuchó una voz por el auricular.

No era la de Schofield.

—Zorro, aquí Quitapenas. —Parecía estar gritando por encima del viento. Debía de encontrarse en el exterior de la estación—. La recibo. ¿Qué ocurre?

—Estamos acercándonos a la superficie —dijo Gant—. ¿Dónde está Espantapájaros? —añadió, demasiado rápido.

—Está en el interior de la estación. Creo que abajo, con Madre. Debe de haberse quitado el casco o algo así.

Gant dijo:

—Bueno, sería una buena idea que lo fueran a buscar y le dijeran lo que está pasando aquí abajo. Estamos a punto de salir a la superficie en el interior de la caverna.

—Recibido, Zorro.

Gant cortó la comunicación por radio y siguió ascendiendo.

La superficie del agua parecía extraña vista desde abajo.

Era vítrea. Calma. Parecía una especie de lente de cristal combada que distorsionaba por completo la imagen de lo que quiera que estuviera encima.

Gant nadó hacia allí. Los demás ascendieron lentamente junto a ella.

Salieron a la superficie a la vez.

En un instante, las imágenes a su alrededor cambiaron. Gant se encontró en medio de una enorme charca situada en uno de los extremos de la inmensa caverna subterránea. Vio a Montana y a
Santa
Cruz flotar en el agua junto a ella. Sarah Hensleigh estaba detrás.

La caverna era enorme. Medía fácilmente treinta metros de alto y las paredes eran totalmente verticales.

Y entonces Gant lo vio.

—Pero qué… —escuchó a
Santa
Cruz decir.

Durante todo un minuto, Gant no pudo hacer otra cosa que mirar. Comenzó a avanzar lentamente hacia el borde de la charca. Cuando finalmente hubo subido a tierra firme, estaba completamente embelesada. No podía apartar la vista de aquello.

No se parecía a nada que hubiera visto antes. Parecía sacado de una película. La mera visión de aquello cortaba la respiración.

Era una especie de nave.

Una nave negra, completamente negra del morro a la cola, de un tamaño similar al de un avión de caza. Gant vio que sus dos aletas de cola estaban incrustadas en el hielo. Parecía como si se hubiesen visto consumidas por el avance inexorable del hielo a lo largo de los años.

La enorme nave espacial negra se alzaba sobre sus tres poderosos puntales hidráulicos de aterrizaje, en marcado contraste con la fría y nívea caverna de alrededor.

Era algo fabuloso. Parecía sacada de otro mundo.

Negra, puntiaguda y reluciente, a Gant le recordó a una enorme mantis religiosa. Sus dos alas negras descendían a ambos lados del fuselaje de forma que parecía un pájaro en vuelo con las alas en su punto más bajo.

Sin embargo, su característica más llamativa era el morro.

La nave tenía un morro ganchudo, un morro que apuntaba marcadamente hacia abajo, como el morro del Concorde. La cabina de mando (una cubierta transparente y rectangular con cristales tintados reforzados) estaba situada justo encima del morro en forma de gancho.

Una enorme mantis religiosa,
pensó Gant
. La mantis religiosa más rápida y reluciente que nadie antes haya visto.

Gant se percató de que los demás también estaban ya fuera del agua, junto a ella, sobre el suelo cubierto de hielo de la caverna. También estaban contemplando la esplendorosa nave espacial.

Gant miró el rostro de sus compañeros.

Santa
Cruz estaba boquiabierto.

Montana tenía los ojos abiertos como platos.

La reacción de Sarah Hensleigh, sin embargo, extrañó a Gant. Hensleigh entrecerró los ojos de una forma inusual mientras contemplaba la nave espacial. A pesar de intentarlo, Gant no pudo evitar estremecerse. Los ojos de Sarah Hensleigh brillaban con una ambición peligrosa.

Gant borró esos pensamientos de su mente y, una vez se hubo roto el encantamiento inicial de la nave, sus ojos comenzaron a fijarse en el resto de la inmensa caverna.

Le llevo diez segundos verlos.

Gant se quedó helada.

—Oh, Dios —dijo en voz baja—. Oh, Dios mío…

Había diez.

Cuerpos.

Cuerpos humanos, aunque resultaba difícil adivinarlo a primera vista.

Estaban tendidos en el suelo, en el lado más alejado de la charca. Algunos estaban boca arriba, otros yacían sobre enormes rocas situadas en el borde de la charca. Había sangre por todas partes. En el suelo, en las paredes, en los cuerpos.

Aquello era una carnicería.

Las extremidades habían sido desgarradas de sus articulaciones. Las cabezas, arrancadas de los hombros. Trozos circulares de carne habían sido desgarrados del pecho de algunos de los cuerpos. Había huesos desperdigados por el suelo, algunos rotos, otros con restos de carne colgando.

Gant tragó saliva, luchando desesperadamente por no vomitar.

Los buzos de la estación,
pensó
.

Santa
Cruz se colocó junto a Gant y observó los cuerpos mutilados al otro lado de la charca.

—¿Qué demonios ha ocurrido aquí? —dijo.

Schofield estaba soñando.

Al principio no había nada. Nada, salvo oscuridad. Era como flotar en el espacio exterior.

Y, de repente, una cegadora luz blanca golpeó a Schofield como si de una descarga eléctrica se tratara. Sintió un dolor abrasador, un dolor como nunca antes había sentido.

Y entonces, tal como había venido, el dolor desapareció y Schofield se encontró tumbado en el suelo de algún lugar. Frío y solo, dormido pero despierto.

Estaba oscuro. No había paredes.

Schofield sintió que algo húmedo le rozaba la mejilla.

Era un perro. Un perro grande. Schofield no sabía la raza. Solo que era grande. Muy, muy grande.

El perro le acarició la mejilla con el hocico y lo olisqueó. Su morro frío y húmedo le rozó un lado de la cara. Los bigotes del perro le hacían cosquillas en la nariz.

Parecía curioso, para nada amenazante…

Y, de repente, el perro ladró. Unos ladridos terribles y fuertes.

Schofield dio un salto. El perro estaba ladrando fuera de sí a un enemigo oculto. Parecía extremadamente enfadado (fuera de sí, furioso). Le enseñó los dientes a su nuevo enemigo.

Schofield continuó tendido sobre el frío suelo de la sala sin paredes sin poder (o sin querer) moverse. Y, entonces, poco a poco, las paredes que había a su alrededor comenzaron a tomar forma y pronto Schofield se dio cuenta de que se encontraba en la cubierta de metal del nivel E.

El enorme perro seguía estando junto a él, ladrando y gruñendo. Parecía que el perro lo estuviera defendiendo.

Pero ¿de qué? ¿Qué podía ver que él no veía?

Y, de repente, el perro se giró y salió corriendo. Schofield se quedó solo en la fría cubierta de acero.

Dormido pero consciente, incapaz de moverse, Schofield se sintió de repente vulnerable. Desprotegido.

Algo se estaba acercando a él.

Venía desde la dirección en la que se encontraban sus pies. No podía verlo, pero podía oír sus pisadas conforme avanzaba lentamente por la fría plataforma de acero.

Y, entonces, se colocó sobre él y Schofield vio un rostro sonriente y diabólico por encima de su cabeza.

Era Jacques Latissier.

Tenía el rostro cubierto de sangre, crispado en una mueca espantosa. Trozos de carne y piel le pendían de una herida abierta en la frente. Sus ojos estaban muy vivos, ardían del odio. El soldado francés alzó su reluciente cuchillo y lo colocó delante de los ojos de Schofield.

Y entonces bajó el cuchillo con gran violencia y…

—¡Eh! —le dijo alguien con delicadeza.

Schofield abrió los ojos al instante y se despertó de su sueño.

Estaba tumbado boca arriba. En una especie de cama. En una habitación con una luz fluorescente blanca y deslumbrante. Las paredes también eran blancas, de hielo.

Había un hombre junto a él.

Era un hombre menudo, de cerca de un metro sesenta. Schofield no lo había visto nunca antes.

El hombre era enjuto y nervudo y tenía dos enormes ojos azules que parecían demasiado grandes para tan pequeña cabeza. Bajo sus ojos, unas enormes y ojeras negras. Tenía el pelo castaño (que parecía no haberse peinado en meses) y dos enormes paletas muy torcidas. Llevaba una camisa del K-Mart, de esas que no necesitaban planchado, y unos pantalones de poliéster azul. Lo cierto era que para nada parecía llevar ropa apropiada para las temperaturas bajo cero del interior de la estación polar Wilkes.

Y tenía algo en la mano.

Un escalpelo de hoja larga.

Schofield se lo quedó mirando.

El escalpelo tenía sangre.

El hombre habló con una voz nasal y monótona:

—¡Eh! Se ha despertado.

Schofield entrecerró los ojos por la luz. Intentó incorporarse en la cama. No podía hacerlo. Algo se lo impedía. Vio de qué se trataba.

Dos correas de cuero sujetaban sus brazos a los lados de la cama. Dos correas más inmovilizaban sus pies. Cuando Schofield intentó levantar la cabeza para examinar su situación, vio que ni siquiera podía hacer eso. También la tenía fuertemente sujeta a la cama.

A Schofield se le heló la sangre.

Estaba completamente inmóvil.

—Espere un segundo —dijo el hombre menudo con aquella irritante voz nasal—. Solo tardaré… un segundo… más.

Alzó el escalpelo ensangrentado y desapareció del campo de visión de Schofield.

—¡Espere! —dijo rápidamente Schofield.

El hombre volvió al instante al campo de visión de Schofield. Alzó las cejas de manera inquisitiva.

—¿Sí?

—¿Dónde… dónde estoy? —dijo Schofield. Le dolía al hablar. Tenía la garganta reseca.

El hombre sonrió, mostrando sus dos palas torcidas.

—Tranquilo, teniente —dijo—. Sigue en la estación polar Wilkes.

Schofield tragó saliva.

—¿Quién es usted?

—Teniente Schofield —dijo el hombre—. Soy James Renshaw.

—Bienvenido de la tumba, teniente —dijo Renshaw mientras soltaba la correa de cuero que sostenía la cabeza de Schofield. Renshaw acababa de quitar del cuello de Schofield los tres últimos fragmentos de bala con un escalpelo.

Renshaw dijo:

—¿Sabe? Tuvo mucha suerte al llevar esta placa de kevlar en el cuello. No ha parado la bala del todo, pero amortiguó prácticamente toda la velocidad.

Renshaw sostenía en la mano la placa de kevlar que Schofield previamente había llevado en el interior de su jersey de cuello vuelto gris. Schofield se había olvidado por completo de su protector de cuello. Para él tan solo se trataba de otra parte de su uniforme. Los protectores de cuello de kevlar solo los llevaban los oficiales marines, como defensa adicional frente a francotiradores. Los hombres alistados no llevaban esa protección porque los francotiradores rara vez disparaban a los cabos o a los sargentos.

Ya sin la sujeción de la cabeza, Schofield la alzó y observó la placa de kevlar que Renshaw sostenía en la mano.

Se parecía al alzacuellos de un cura (curvada y plana, diseñada para rodear el cuello de la persona que lo llevaba camuflada bajo un jersey de cuello vuelto). En un lado de la placa circular de kevlar, Schofield pudo ver un enorme e irregular agujero.

El agujero de la bala.

—La bala le habría matado si no hubiese sido por la protección —dijo Renshaw—. Le habría atravesado la carótida. Después de eso nadie habría podido hacer nada por usted. Al parecer, la bala se fragmentó al atravesar la protección de kevlar, por lo que solo unos pocos fragmentos se alojaron en su cuello. Aun así, habría sido suficiente para matarlo. Lo cierto es que creo que ha llegado a estar muerto por un breve espacio de tiempo.

Schofield había dejado de escucharlo. Estaba observando el lugar en el que se encontraba. Parecía la habitación de alguien. Schofield vio una cama, un escritorio, un ordenador y, algo que le extrañó, un par de televisores en blanco y negro montados sobre dos vídeos.

Se volvió para mirar a Renshaw.

—¿Perdón?

—Algunos fragmentos de la bala se alojaron en su cuello, teniente. Estoy casi seguro, bueno, estoy totalmente seguro de que, al menos durante treinta segundos, perdió el pulso. Estuvo clínicamente muerto.

—¿Qué quiere decir? —dijo Schofield. Intentó llevarse la mano al cuello por acto reflejo. Pero no podía mover el brazo. Sus brazos y piernas seguían firmemente sujetos a la cama.

—Oh, no se preocupe. Lo he arreglado —dijo Renshaw—. Le extraje los fragmentos de bala y le limpié la herida. También tenía algunos fragmentos de kevlar alojados, pero no supusieron ningún problema. De hecho estaba intentando quitárselos cuando se despertó. —Renshaw señaló el escalpelo ensangrentado en una bandeja de plata junto a la cama donde se encontraba Schofield. Al lado del escalpelo había siete diminutos fragmentos de metal, todos ellos cubiertos de sangre.

—Oh, y no se preocupe por mi titulación —dijo Renshaw con una sonrisa—. Hice dos años de medicina antes de dejarlo y ponerme a estudiar geofísica.

—¿Piensa soltarme? —dijo finalmente Schofield.

—Oh, sí. Claro. Escuche. Siento mucho haberlo hecho —dijo Renshaw. Parecía nervioso—. Al principio tuve que inmovilizarle la cabeza mientras le extraía los fragmentos de bala del cuello. ¿Sabe que se mueve mucho mientras duerme? Probablemente no. Bueno, pues lo hace. Pero, en fin, iré al grano. Supuse que, con todo lo que tenía que contarle, sería mejor si fuese un espectador «cautivo». Es una forma de hablar. —Renshaw sonrió.

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