Read Antártida: Estación Polar Online
Authors: Matthew Reilly
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción
—Si una mujer no lo quiere por sus ojos es que no le merece, Espantapájaros.
Schofield no dijo nada. Madre lo dejó pasar.
—De acuerdo, entonces —dijo—. Ahora que ya hemos intercambiado las cortesías de rigor —arqueó las cejas de un modo sugerente—, ¿qué le trae por mis dominios? Espero que no fuera solo para preocuparse por mi salud.
—No.
—¿Y bien?
—Samurái está muerto.
—¿Qué? —dijo Madre muy seria—. Me dijeron que se encontraba estable.
—Fue asesinado.
—¿Por los franceses?
—No. Después. Mucho después. Los franceses estaban todos muertos cuando él fue asesinado.
—¿No fue uno de sus científicos?
—Comprobación negativa.
Madre habló sin alterar la voz.
—¿Uno de nuestros científicos?
—Si así ha sido, no consigo imaginar la razón —dijo Schofield.
Se produjo un breve silencio.
Entonces Madre dijo:
—¿Qué hay del tipo que estaba encerrado en su habitación cuando llegamos aquí? Ya sabe, cómo se llamaba, Renshaw.
Schofield alzó la cabeza bruscamente.
Se había olvidado por completo de James Renshaw. Renshaw era el científico que, según Sarah Hensleigh le había dicho, había matado a uno de sus compañeros científicos días antes de que los marines llegaran a Wilkes. Era el tipo al que los que residían en Wilkes habían encerrado en su habitación en el nivel B. Tras la muerte de Samurái, Schofield ni siquiera había ido a comprobar si Renshaw seguía en su habitación. Si Renshaw había escapado, entonces quizá…
—Mierda, me había olvidado por completo de él —dijo Schofield. Pulsó rápidamente el micro de su casco—. Libro, Quitapenas, Serpiente, ¿me reciben?
—Sí, Espantapájaros —respondió la voz de Serpiente.
—Serpiente, necesito que alguno de ustedes baje al nivel B y compruebe que el tipo que estaba encerrado en su habitación sigue ahí, ¿comprendido?
—Voy a ello —dijo Serpiente.
Schofield soltó el intercomunicador.
Madre sonrió y extendió los brazos.
—En serio, ¿dónde estaría usted sin su Madre, Espantapájaros?
—Perdido —dijo Schofield.
—No lo sabe usted bien —dijo Madre—. No lo sabe usted bien.
Observó a Schofield con atención. Estaba mirando el suelo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó en voz baja.
—Debería haber sabido que eran soldados, Madre. Debería haberlo previsto.
—¿De qué está hablando?
—Debería haberlos encerrado tan pronto como los vi…
—No podía hacer eso.
—Hemos perdido a tres hombres.
—Cariño, hemos ganado.
—Tuvimos suerte —dijo Schofield serio—. Tuvimos mucha, mucha suerte. Arrinconaron a cinco de mis hombres en aquella pasarela y a punto estuvieron de matarlos cuando la pasarela venció y cayeron al tanque. Por Dios santo, mire lo que ocurrió en la sala de perforación. Tenían todo planeado, de principio a fin. Si Quitapenas no se hubiera enterado de antemano, nos habrían cogido, Madre, aunque hubiese sido al final del todo. Siempre fuimos un paso por detrás de ellos. Si ni siquiera teníamos un plan.
—Espantapájaros, escúcheme —dijo con firmeza Madre—. ¿Quiere saber algo?
—¿El qué?
Madre dijo:
—¿Sabía que hará cerca de seis meses me ofrecieron un puesto en una unidad de reconocimiento en el Atlántico?
Schofield la miró. No, no lo sabía.
—Todavía tengo la carta en casa por si quiere verla —dijo Madre—. Está firmada por el mismísimo comandante. ¿Sabe lo que hice después de recibir esa carta, Espantapájaros?
—¿Qué?
—Escribí al comandante del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos y le agradecí mucho la oferta, pero le dije que prefería permanecer en mi unidad actual, bajo mi oficial al mando, el teniente primero Shane M. Schofield, Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. Le dije que no podría encontrar una unidad mejor, ni bajo un mando mejor, que en la que me encontraba en este momento.
Schofield se quedó momentáneamente estupefacto. Que Madre hubiese hecho eso le resultaba increíble. Rechazar una oferta para unirse a una unidad de reconocimiento del Atlántico era una cosa, pero rechazar educadamente la invitación personal del comandante del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos a unirse a esa unidad era otra muy distinta.
Madre miró fijamente a los ojos de Schofield.
—Es un gran oficial, Espantapájaros, un gran oficial. Es inteligente y valiente y tiene algo que no es muy habitual en el mundo en que vivimos: es un buen hombre.
»Esa es la razón por la que permanecí con usted. Tiene buen corazón, Espantapájaros. Se preocupa por sus hombres. Y le diré una cosa, eso lo coloca muy por encima de los demás oficiales al mando que he conocido. Estoy dispuesta a arriesgar mi vida por sus juicios y valoraciones, porque sé que, independientemente de cuál sea el plan, usted se preocupa por mí.
»Muchos oficiales al mando de una unidad buscan solo su gloria, ascender. No les importa si la puta tarada de Madre puede morir. Pero a usted sí le importa y eso me gusta. Mierda, mírese ahora. Está fustigándose porque casi nos rompen el culo. Espantapájaros, usted es un hombre inteligente y una buena persona. Nunca dude de ello. Nunca. Solo tiene que creer en usted.
Schofield estaba desconcertado por la fuerza de las palabras de Madre. Asintió.
—Lo intentaré.
—Bien —dijo Madre en un tono ya más optimista—. ¿Hay algo más que desee oír de su «Querida Abby»?
Schofield reprimió la risa.
—No, eso es todo. Será mejor que me vaya y eche un vistazo a ese Renshaw.
Se puso en pie y se dirigió a la entrada del almacén. Cuando ya se encontraba allí, sin embargo, se detuvo de repente y se volvió.
—Madre —dijo—, ¿sabe algo acerca de posibles infiltrados en las unidades?
—¿A qué se refiere?
Schofield dudó.
—Cuando descubrí que Samurái había sido asesinado, recordé algo que le ocurrió a un amigo mío hace un par de años. En ese momento, mi amigo me dijo algo acerca de hombres infiltrados en su unidad.
Madre miró con una expresión dura a Schofield. Se pasó la lengua por los labios y no habló durante mucho tiempo.
—No es algo de lo que me guste hablar —dijo en voz baja—. Pero sí, algo he oído.
—¿Qué es lo que ha oído? —Schofield volvió a entrar en el almacén.
—Solo rumores. Rumores que se acrecientan cada vez que se escuchan. Como oficial, esa mierda probablemente no llegue a sus oídos, pero le diré una cosa, si hay algo que caracteriza a los hombres alistados, es que cotillean como una panda de viejas.
—¿Qué es lo que dicen?
—A los soldados alistados les gusta hablar sobre infiltrados. Es su mito favorito. Una historia para contar alrededor de la hoguera creada por los animales de primera línea de mayor antigüedad en el Cuerpo con el fin de asustar a los soldados más novatos y obligarles a confiar los unos en los otros. Ya sabe, de quién podemos fiarnos, ese tipo de cosas.
»Se escuchan todo tipo de teorías acerca de dónde provienen esos infiltrados. Algunos tipos creen que los mete la
CIA
. Agentes secretos con tapadera que se alistan en las fuerzas armadas con el único propósito de infiltrarse en unidades de élite para poder vigilarnos, para asegurarse de que estamos haciendo lo que se supone que debemos hacer.
»Hay quienes dicen que es el Pentágono el que lo hace. Otros dicen que son la
CIA
y el Pentágono. Escuché a un tipo (una reinona completamente ida que se llamaba Hugo Boddington) decir una vez que había oído que la Oficina Nacional de Reconocimiento y el Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos tenían un subcomité conjunto que llamaban el Grupo Convergente de Inteligencia, el
GCI
, y que ese subcomité era el que se encargaba de la infiltración en las unidades militares estadounidenses.
»Boddington dijo que ese grupo era una especie de comité ultrasecreto que estaba al frente de muchos de los servicios secretos de Inteligencia. Tenía la función de asegurarse de que solo ciertas personas en ciertos lugares conocieran cierta información. Esa es la razón por la que tienen que infiltrarse en unidades como la nuestra. Si estamos en una misión y encontramos algo que no deberíamos haber encontrado (no sé, algo extraterrestre o similar) esos tipos están allí para borrarnos del mapa y asegurase de que no contemos a nadie lo que hemos visto.
Schofield negó con la cabeza. Todo aquello le parecía una historia de fantasmas. Agentes dobles entre los soldados.
Pero en un rincón de su mente persistía una duda. Una duda materializada en los gritos de Andrew Trent a través del micro del casco de Schofield desde el interior de aquel templo inca en el Perú: «¡Han infiltrado hombres en mi unidad! ¡Han infiltrado hombres en mi maldita unidad!». Andrew Trent no era ninguna historia de fantasmas.
—Gracias, Madre —dijo Schofield mientras se dirigía de nuevo a la puerta—. Será mejor que me vaya.
—Oh, sí —dijo Madre—. Una unidad que dirigir. Gente a la que organizar. Responsabilidades que asumir. No sería oficial ni por todo el oro del mundo.
—Ojalá me hubiera dicho eso hace diez años.
—Ah, sí, pero entonces esta noche no estaría divirtiéndose ni la mitad que ahora. Tenga cuidado, ¿me oye, Espantapájaros? Oh, y oiga —dijo—. Bonitas gafas.
Schofield se detuvo un instante en la entrada. Se percató de que llevaba las gafas de Madre. Sonrió.
—Gracias, Madre.
—No me las dé —dijo—. Qué demonios, el Espantapájaros sin sus gafas es como el Zorro sin su máscara, como Superman sin su capa.
—Llámeme si necesita algo —dijo Schofield.
Madre sonrió con picardía.
—Oh, yo sé lo que necesito, cielo —dijo.
Schofield negó con la cabeza.
—Usted nunca se da por vencida, ¿verdad?
Madre sonrió.
—¿Sabe qué? —dijo con coqueta timidez—. No creo que sea consciente de cuando alguien se fija en usted.
Schofield arqueó una ceja.
—¿Alguien se ha fijado en mí?
—Oh, sí, Espantapájaros. Oh, sí.
Schofield negó con la cabeza y sonrió.
—Adiós, Madre.
—Adiós, Espantapájaros.
Schofield abandonó el almacén y Madre se desplomó contra la pared.
Cuando Schofield se hubo marchado, Madre cerró los ojos y dijo para sí en voz baja:
—¿Que si alguien se ha fijado en usted? Oh, Espantapájaros. Espantapájaros. Si pudiera ver la forma en que ella lo mira.
Schofield salió a la cubierta del nivel E.
La estación estaba desierta. El grande y tenebroso eje permanecía en silencio. Schofield contempló el tanque y el cable inmóvil sumergido en él.
—Espantapájaros, aquí Zorro —dijo la voz de Gant por su auricular—. ¿Sigue ahí?
—Sigo aquí, ¿dónde se encuentran?
—Tiempo de buceo: cincuenta y cinco minutos. Estamos subiendo por el túnel.
—¿Algún indicio de problemas?
—Nada todavía. Un segundo, ¿qué es eso?
—¿Qué ocurre, Zorro? —dijo Schofield, alarmado.
—No, no es nada —dijo la voz de Gant—. Todo va bien. Espantapájaros, si la niña está allí con usted, dígale que su amiga está aquí abajo.
—¿Qué quiere decir?
—Ese lobo marino,
Wendy
. Se unió a nosotros en el túnel. Debe de habernos seguido hasta aquí.
Schofield visualizó a Gant y a los demás ascendiendo por el túnel de hielo submarino con sus aparatos de respiración mecánicos, mientras
Wendy
nadaba felizmente a su lado sin necesidad de usar ningún equipo.
—¿Cuánto tardarán en recorrerlo? —preguntó Schofield.
—Es difícil de calcular. Hemos ido muy despacio, por cautela. Yo diría que serán otros cinco minutos o así.
—Manténgame informado —dijo Schofield—. Oh, y Zorro, tengan cuidado.
—Entendido, Espantapájaros. Zorro, corto.
La radio se apagó. Schofield contempló el agua del tanque. Seguía teñida de rojo. En ese momento estaba vítrea, en calma.
Algo crujió bajo sus pies.
Se detuvo, bajó la vista a sus botas y se inclinó.
En la plataforma de metal bajo sus pies había algunos trozos rotos de cristal. Cristal blanco, esmerilado.
Schofield frunció el ceño.
Y, entonces, con una brusquedad alarmante, una voz surgió por el intercomunicador de su casco.
—Espantapájaros, aquí Serpiente. Estoy en el nivel B. Acabo de comprobar la habitación de Renshaw. No obtuve respuesta cuando golpeé la puerta así que la eché abajo. Señor, no había nadie dentro. Renshaw se ha escapado. Repito. Renshaw se ha escapado.
Schofield sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda.
Renshaw no estaba en su habitación.
Estaba en algún lugar de la estación.
Schofield estaba a punto de moverse, de ponerse en marcha e ir a buscar a los demás cuando escuchó un sonido similar a un leve pinchazo, seguido de un silbido, que atravesó el aire. A continuación se escuchó un golpe sordo y Schofield sintió al instante una sensación abrasadora en la nuca. Horrorizado, se percató de que aquel golpe sordo había sido el sonido de algo al impactar a gran velocidad contra su cuello.
A Schofield le fallaron las rodillas. Comenzó a sentirse muy débil de repente.
Se llevó la mano al cuello y a continuación la miró.
Su mano estaba llena de sangre.
La oscuridad comenzó a envolverle lentamente y Schofield cayó al suelo de rodillas. El mundo a su alrededor se tornó negro y cuando su mejilla se golpeó contra el gélido acero de la plataforma le sobrevino un pensamiento aterrador.
Acababan de dispararle en la garganta.
Y, de repente, aquel pensamiento se desvaneció y todo se volvió completamente negro.
El corazón de Schofield…
… había dejado de latir.
16 de junio, 15.10 horas
Libby Gant ascendió por el inclinado túnel de hielo bajo las aguas.
Había mucha tranquilidad allí, pensó. Mucha paz. Todo su campo de visión estaba teñido de azul claro.
Mientras nadaba, Gant no oía otra cosa que el silbido rítmico de su equipo de respiración de baja audibilidad. No había otros sonidos, ni silbidos, ni cantos de ballenas… Nada.
Gant miró a través de la máscara de buceo, que le cubría todo el rostro. Las paredes de hielo del túnel relucían en un níveo blanco. Los otros buzos (Montana,
Santa
Cruz y la científica, Sarah Hensleigh) nadaban junto a ella en silencio.