Read Antártida: Estación Polar Online

Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (32 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
6.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Échese atrás —dijo Schofield.

Renshaw dio un paso atrás cuando Schofield se lanzó de cabeza a través del agujero de la puerta. Rodó y se puso en pie inmediatamente. Echó a correr por el túnel.

—¡Espere! —gritó Renshaw—. ¿Adónde va?

—¡Nivel E! —resonó la voz de Schofield.

De repente, Schofield ya no estaba y Renshaw se encontró solo en su habitación, mirando al agujero cuadrado y vacío que había hecho en la puerta.

Se asomó por él.

—Yo jamás me he lanzado así —dijo.

Schofield corrió.

Las paredes del túnel curvado exterior se sucedieron a gran velocidad. Respiraba con dificultad. Los latidos del corazón le retumbaban con fuerza en la cabeza. Giró a la izquierda y se dirigió hacia el eje central.

Miles de pensamientos se agolpaban en su cabeza mientras corría por los túneles del nivel E.

Pensó en el dibujo de la protección del hombro del marine que le había disparado. Una cobra. Una serpiente.

Serpiente.

La mera idea era demasiado extraña como para que Schofield la comprendiera. Serpiente era un marine con numerosas condecoraciones. Uno de los miembros que más tiempo llevaba sirviendo al Cuerpo y el de mayor antigüedad de la unidad de Schofield. ¿Por qué iba a echarlo todo por la borda haciendo algo así? ¿Por qué iba a matar a sus propios hombres?

Y entonces Schofield pensó en Madre.

Serpiente estaba en el nivel E con Madre.

Tenía sentido. Serpiente ya había matado a Samurái, el más débil del equipo de Schofield. Madre (con una sola pierna y una elevada dosis de metadona) sería otro objetivo fácil.

Schofield llegó a la pasarela del nivel B. Corrió a la escalera de travesaños y se deslizó por ella a gran velocidad. Nivel C. Se deslizó por la siguiente escalera (nivel D) y a continuación por la siguiente.

Ya se encontraba en el nivel E. Schofield corrió por la cubierta del tanque y se dirigió hacia el túnel sur.

Entró en el túnel sur y vio la puerta del almacén donde se encontraba Madre.

Schofield se acercó con cuidado a la puerta abierta del almacén. Cogió su Maghook (todavía no podía usar la pistola en la atmósfera gaseosa de la estación) y lo sostuvo como si de un arma se tratara.

Se acercó a la puerta, llegó hasta ella. Entonces respiró profundamente y, a continuación…

… Entró rápidamente en el almacén empuñando el Maghook.

Contempló la escena que acontecía en el interior.

Se le desencajó la mandíbula.

—¡Santo Dios! —murmuró.

Estaban en el suelo.

Madre y Serpiente.

Al principio, Schofield se quedó inmóvil, mirándolos, contemplando la escena.

Madre estaba tendida en el suelo con la espalda apoyada en una de las paredes. Tenía la pierna buena extendida, presionando la garganta de Serpiente, aprisionándolo contra una estantería de madera llena de botellas de buceo. Su bota apretaba fuertemente la garganta de Serpiente, elevándole la barbilla, estrujando su rostro contra la estantería de madera maciza. También tenía la pistola automática Colt en las manos, extendidas en la posición perfecta de disparo. Apuntando al rostro de Serpiente.

Los gases que seguían en el aire de la estación no parecían importarle.

Madre miró a Serpiente por debajo del cañón de su arma. Gotas de sangre brotaban de dos cortes profundos que tenía encima del ojo izquierdo. Le caían por la ceja y aterrizaban en la mejilla izquierda como gotas de agua de un grifo mal cerrado. Madre no se percató de la sangre. Tan solo lo miraba, miraba a los ojos del hombre que había intentado matarla.

Por su parte, Serpiente seguía aprisionado contra la estantería de madera. De vez en cuando intentaba zafarse, pero Madre lo tenía bien agarrado. Cada vez que intentaba soltarse, ella le apretaba más fuertemente la nuez con su bota de la talla cuarenta y cuatro. Madre lo estaba asfixiando con el pie.

En la habitación parecía que hubiese caído una bomba.

Había baldas de madera por el suelo, baldas astilladas y partidas. Las botellas de buceo rodaban sin rumbo por el almacén. Un cuchillo, el de Serpiente, yacía en el suelo. De su filo goteaba sangre.

Madre volvió la cabeza lentamente y miró a Schofield, que permanecía estupefacto en la entrada.

Seguía respirando con dificultad tras la pelea que acababa de acontecer.

—Bueno, Espantapájaros —dijo, tomando aire—. ¿Piensa seguir ahí pasmado o qué?

Pete Cameron detuvo su Toyota en el número 14 de Newbury Street, Lake Arthur, Nuevo México.

El catorce de Newbury era una acogedora casita blanca revestida con tablas resistentes a la intemperie. El jardín delantero estaba impecable (hierba perfectamente cortada, un jardín rocoso, incluso un pequeño estanque). Parecía la casa de un jubilado, la casa de alguien que tenía el tiempo y la afición de cuidar de su jardín y su casa.

Cameron miró de nuevo la tarjeta de visita.

—De acuerdo, Andrew Wilcox, veamos qué es lo que tiene que decir.

Cameron subió al porche y llamó a la puerta mosquitera.

Treinta segundos después, la puerta interior se abrió y un hombre de unos treinta y cinco años apareció tras la mosquitera. Parecía joven y en forma. Iba bien afeitado. Le sonrió con simpatía.

—Buenos días —dijo el joven—. ¿En qué puedo ayudarle?

Tenía un fuerte acento sureño. Alargaba mucho las vocales.

Cameron dijo:

—Sí, hola. Estoy buscando al señor Andrew Wilcox. —Cameron sacó la tarjeta de visita—. Mi nombre es Peter Cameron. Soy periodista del
The Washington Post
. El señor Wilcox me envió esta tarjeta.

La sonrisa del joven se desvaneció al instante.

Sus ojos recorrieron el cuerpo de Cameron, como si lo estuviera evaluando. A continuación recorrieron la calle, como si estuviera comprobando que nadie estuviera viendo la casa.

Y de repente la atención del hombre volvió a centrarse en Cameron.

—Señor Cameron —dijo abriendo la puerta mosquitera—. Por favor, entre. Esperaba que viniera, pero no que lo fuera a hacer tan pronto. Por favor, por favor, entre.

Cameron entró a la casa.

No se dio cuenta hasta que estuvo dentro de que el acento sureño del hombre había desaparecido por completo.

—Señor Cameron, mi verdadero nombre no es Andrew Wilcox —dijo el joven, que en ese momento se hallaba sentado frente a él. El acento había desaparecido. En su lugar, había sido reemplazado por una voz clara y precisa, educada. De la costa este.

Pete Cameron había sacado el bolígrafo y la libreta.

—¿Podría decirme su nombre verdadero? —preguntó cortésmente.

El joven pareció pensárselo y, mientras lo hacía, Cameron lo observó detenidamente. Era un hombre alto, guapo también, con el cabello rubio y de mandíbula angular. Tenía anchas espaldas y parecía estar en forma. Pero había algo en él que no cuadraba.

Cameron se percató de que se trataba de sus ojos.

Estaban teñidos de rojo. Unas enormes ojeras negras pendían de ellos. Parecía un hombre con los nervios a flor de piel, un hombre que no había dormido en días.

Y, finalmente, el hombre habló.

—Mi verdadero nombre —dijo— es Andrew Trent.

—Era teniente primero en los marines —explicó Andrew Trent—. Estaba al mando de una unidad de reconocimiento con base en el Atlántico. Pero, si examina los registros oficiales del Cuerpo, averiguará que fallecí en un accidente en Perú en marzo de 1997.

Trent hablaba en voz baja. Su voz tenía un dejo de amargura.

—Así que se trata de un hombre muerto —dijo Cameron—. Qué bien. De acuerdo. Primera pregunta: ¿por qué yo? ¿Por qué contactó conmigo?

—He visto su trabajo —respondió Trent—. Me gusta.
Mother Jones
. Dice las cosas como son. No escribe sobre lo primero que escucha. Comprueba los datos y, por ello, la gente le cree. Necesito que la gente crea lo que voy a contarle.

—Si es que merece la pena ser contado —dijo Cameron—. De acuerdo, entonces. ¿Cómo es que según el Gobierno de los Estados Unidos usted está oficialmente muerto?

Trent sonrió; una sonrisa totalmente carente de humor.

—Si es que merece la pena ser contado —repitió—. Señor Cameron, ¿y si le dijera que el Gobierno de los Estados Unidos de América ordenó matar a toda mi unidad?

Cameron se quedó mudo.

—¿Y si le dijera que nuestro Gobierno (el suyo y el mío) infiltró a hombres en mi unidad con el único propósito de matarnos a mis hombres y a mí por si encontrábamos algo de inmenso valor tecnológico durante la misión?

»¿Y si le dijera que eso fue exactamente lo que ocurrió en el Perú en marzo de 1997? ¿Qué pensaría entonces, señor Cameron? Si le dijera todo eso, ¿cree entonces que mi historia merecería la pena ser contada?

Trent le contó a Cameron su historia, le habló de lo que había sucedido en el interior de las ruinas del templo inca situado en las montañas del Perú.

Al parecer, un equipo de investigadores universitarios que había estado trabajando en el interior del templo había descubierto una serie de frescos en sus paredes de piedra. Unos frescos magníficos, llenos de colorido, que representaban escenas de la historia inca.

Uno de los frescos había llamado su atención.

Representaba una escena no muy diferente a la de las famosas pinturas del emperador inca Atahualpa recibiendo a los conquistadores españoles.

En la parte izquierda del fresco se hallaba el emperador inca, vestido con el traje ceremonial y rodeado de su gente. Tenía los brazos extendidos y en las manos sostenía un cáliz de oro. Un obsequio.

En la parte derecha del fresco había cuatro hombres con un aspecto extraño. A diferencia de la piel aceitunada de los incas, la suya era blanca. Eran delgados, anormalmente delgados, altos, escuálidos. Tenían los ojos grandes y negros, y las frentes abombadas. También tenían barbillas estrechas y apuntadas y, cosa extraña, no tenían boca.

En el dibujo de la piedra tallada, el líder de la delegación de esos hombres altos y «blancos» sostenía una caja de plata en las manos, un gesto recíproco al emperador inca que tenía ante sí.

Era un intercambio de regalos.

—¿Cuánto les llevó encontrarlo? —preguntó Cameron con sequedad.

—No demasiado —dijo Trent.

Tal como Trent le explicó, encontraron el objeto de su búsqueda sobre un pedestal no muy alejado del fresco. Se trataba de un pedestal de piedra hundido en una de las paredes del templo.

Se hallaba allí. Solo. Tenía el tamaño de una caja de zapatos y el color del cromo.

Era la caja plateada del fresco.

—Aquellos científicos no podían creer la suerte que habían tenido —dijo—. Telefonearon a su universidad, en los Estados Unidos, y les dijeron lo que habían encontrado. Les dijeron que quizá habían hallado un regalo de una civilización extraterrestre.

Trent negó con la cabeza.

—Cabrones estúpidos. Lo hicieron por una línea telefónica. Una maldita línea telefónica abierta. Demonios, cualquiera podría haberlos oído. Mi unidad fue enviada para protegerlos de aquellos que lo hubieran hecho.

Trent se inclinó hacia delante en su butaca.

—El problema estaba en que realmente no era mi unidad.

Trent siguió relatándole a Cameron lo que había acontecido tras la llegada de su unidad al templo; en concreto, cuántos de sus propios hombres se habían vuelto contra él cuando el equipo de
SEAL
había llegado al templo.

—Señor Cameron. La orden de infiltrar hombres en mi unidad provino de un comité gubernamental llamado el Grupo Convergente de Inteligencia —dijo Trent—. Se trata de un comité compuesto por miembros de la Oficina Nacional de Reconocimiento y el Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos. En pocas palabras, su objetivo principal es garantizar la superioridad tecnológica estadounidense sobre el resto del mundo.

»Asesinaron a mi unidad, señor Cameron. A toda mi unidad. Y entonces fueron en mi busca. Durante doce días rastrearon el templo buscándome. Soldados estadounidenses intentando darme caza. Me escondí en una estrecha fisura de una pared y durante todo ese tiempo, doce días, tuve que soportar el goteo constante de una filtración de agua hedionda hasta que abandonaron la búsqueda y se marcharon.

Cameron dijo:

—¿Qué les ocurrió a los investigadores de la universidad?

Trent negó con la cabeza.

—Los
SEAL
se los llevaron. Jamás se volvió a saber de ellos.

Cameron se quedó en silencio.

Trent prosiguió.

—Finalmente, salí del templo y volví a los Estados Unidos. Me llevó su tiempo, pero logré llegar. El primer sitio al que fui fue a la casa de mis padres. Pero cuando llegué vi a dos tipos apostados en una furgoneta al otro lado de la calle, vigilando la casa. Tenían gente allí, esperando a que regresara.

El rostro de Trent se tornó frío.

—Fue entonces cuando decidí averiguar quién estaba detrás de todo esto. No me llevó demasiado tiempo encontrar un rastro y, al final de ese rastro, encontré al
GCI
.

Cameron se percató de que estaba mirando a Trent. Pestañeó y apartó la vista.

—De acuerdo, vale —dijo Cameron recobrando la compostura—. Este
GCI
, dice que es un comité conjunto, ¿no? Compuesto por miembros de la Oficina Nacional de Reconocimiento y el Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos, ¿cierto?

—Es correcto —dijo Trent.

—De acuerdo. —Cameron había oído hablar del Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos, pero apenas si sabía nada de la Oficina Nacional de Reconocimiento. Era la agencia del servicio secreto encargada de procurar, lanzar y poner en funcionamiento todos los satélites espía de los Estados Unidos. Su secretismo era legendario. Se trataba de una de las pocas agencias que tenía permitido operar bajo un presupuesto «negro» (un presupuesto que, debido a la confidencialidad y a lo delicado de su contenido, no tenía que ser revelado a los comités de financiación del Senado). Durante la Guerra Fría, el Gobierno estadounidense había negado sistemáticamente conocer la existencia de la
ONR
. Fue solo en 1991, ante las aplastantes pruebas existentes, cuando el Gobierno lo reconoció finalmente.

Trent dijo:

—El
GCI
es un matrimonio entre dos de las más poderosas agencias del país: el cuerpo de mando supremo de todas nuestras fuerzas armadas y el arma más secreta de nuestra inteligencia.

BOOK: Antártida: Estación Polar
6.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dredd VS Death by Gordon Rennie
Celebrity Chekhov by Ben Greenman
Timewatch by Linda Grant
Savannah Sacrifice by Danica Winters
Hero by Rhonda Byrne
Rough and Tumble by Crystal Green
Running Hot by Jayne Ann Krentz
Evening of the Good Samaritan by Dorothy Salisbury Davis