Read Antología de novelas de anticipación III Online
Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon
Tags: #Ciencia Ficción, Relato
La operación había empezado. Cada tripulante repasó su propio programa, con los dedos apoyados en los pulsadores y los pies sobre los pedales, esperando que la Nave alcanzara la posición requerida.
Súbitamente, las cápsulas en forma de torpedo salieron despedidas hacia las entrañas del sol, donde bramaba el ciclo carbono-nitrógeno. A una temperatura de tres punto cinco millones de grados, la cabeza de la cápsula se desintegró y soltó en el infierno una carga de nitrógeno pesado. El nitrógeno pesado, apareciendo como lo hacía al final del ciclo carbono-nitrógeno, rompió la estabilidad ambiente y produjo una riada de helio que sirvió para humedecer y enfriar las reacciones de fusión de toda la zona. El subsiguiente choque térmico en el interior, provocó un inmediato colapso seguido de un increíble aumento de la presión, con la consiguiente elevación de la temperatura. La enorme explosión se abrió camino hasta la superficie y se convirtió en una gran protuberancia encarada hacia la Tierra y dirigiendo gigantescas masas de protones hacia el lugar previamente escogido en la vecindad de la Tierra. La fase inicial de la Operación parecía haberse desarrollado de un modo satisfactorio.
La siguiente hora transcurrió trasladándose de un lugar a otro y depositando las cargas adecuadas, ora para colocar una vasta descarga de electrones en el ángulo apropiado, ora para amortiguar un chorro de fuego, ora para desviar la trayectoria de una corriente de protones. En dos Ocasiones, los instrumentos señalaron que las detonaciones no se habían producido en el lugar exacto, de modo que tuvieron que ser lanzadas cargas adicionales. Se mantenían en constante, aunque difícil, contacto con las otras tres Naves y con la Base. Ninguna de las Naves lo sabía de un modo específico, pero durante la segunda hora fueron puestos en movimiento los comienzos de la sequía australiana.
A medida que se acercaba el momento de la Gran Operación, en la Nave de Eden aumentó la tensión, a pesar de que todos los tripulantes estaban sumamente ocupados. Cuando llegó el momento, Eden comprobó la red de comunicaciones y redujo la polaridad del campo magnético del collarino superior. La Nave descendió rápidamente, dejando atrás la fotosfera. Eden no perdió de vista el indicador de temperaturas mientras caían; cuando el efecto sesil empezó a disminuir, quiso conocer el motivo. Las paredes internas empezaron a recalentarse más pronto de lo que esperaba, y, una vez iniciado, el proceso de recalentamiento progresó con inusitada rapidez. Una breve comprobación señaló que el nivel de recalentamiento era más rápido que su nivel de descenso; no podían alcanzar la profundidad deseada sin que la temperatura se hiciera insoportable. La nave no podía resistir las temperaturas que Eden había previsto que resistiría. "Demasiado calor, demasiado calor", dijo en voz alta. Comprobó la profundidad, tenían que descender media milla más. Sería completamente inútil tratar de soltar el agua desde el lugar donde se encontraban. Tenían que descender, necesariamente, media milla más. El plan estaba a punto de fracasar.
Eden no se detuvo a pensarlo. Se limitó a cortar la corriente de los generadores del control de polaridad del collarino, y la Nave cayó como una piedra hacia el centro del Sol. Descendió la media milla en cuarenta segundos, los últimos centenares de yardas en una violenta deceleración a medida que Eden aumentaba el nivel de energía. La caída fue tan rápida, que el recalentamiento adicional apenas se notó. Diez segundos más tarde, un chorro de Oxígeno y emprendía su camino hacia la Tierra. El plan, al menos, había llegado a su culminación.
Eden aumentó el nivel de energía del collarino y la Nave empezó a ascender a la relativa seguridad de la superficie. El tiempo transcurrido en el nivel más bajo había sido lo suficientemente corto para que la temperatura interior de la Nave no sobrepasara unos soportables 120 grados Fahrenheit. El cuadro de mandos no reveló ninguna anormalidad hasta que ascendieron a un millar de yardas de la superficie.
La ascensión se hizo más lenta y finalmente quedó interrumpida. La Nave se bamboleó de un lado para otro, y luego encontró un nivel y permaneció completamente inmóvil. No había modo de aumentar la polaridad del collarino. Los instrumentos señalaban que la energía había alcanzado su nivel más alto, y que era insuficiente. Eden inició una revisión. Apenas había empezado, cuando una voz habló a través del teléfono interior:
—Una parte de la espiral exterior no funciona, jefe. Posiblemente se ha quemado la bobina; voy a comprobarlo.
Eden volvió su atención a las espirales exteriores y comprobó que, efectivamente, la espiral de la derecha había dejado de funcionar. Activó todas las conexiones térmicas y no tardó en comprender lo que había ocurrido. No se había quemado la bobina de inducción, sino los cables de titanio-molibdeno que la conectaban con la espiral. En el ángulo inferior de la nave, el efecto sesil había sido ligeramente menos eficaz que en las otras partes. El inesperado aumento del calor provocado por la fricción de la caída había actuado sobre la película de vapor de carbono y destruido una parte de los cables. En consecuencia, la espiral no recibía la energía suficiente para aumentar la polaridad y hacer que la Nave se elevara.
Eden empuñó el teléfono interior y explicó la situación a la tripulación. Una alegre voz respondió:
—Me encanta oír que no ocurre nada grave. Lo único que pasa es que no podemos movernos. ¿No es eso, jefe?
—Por ahora, sí. ¿Alguna sugerencia?
—Sí, jefe. Solicito unos días de permiso.
—Concedidos —dijo Eden—. Ahora, vamos a ver cómo salimos de esto. Voy a tratar de establecer contacto con la Base.
Durante diez minutos, Eden trató de hablar con la Base o con otra Nave con su transmisor de onda superlarga. Estaba a punto de renunciar al intento cuando oyó una débil respuesta. Forzando la atención, pudo reconocer la llamada de la Nave pilotada por Dobzhansky. Transmitió su situación, una y otra vez, de modo que la otra Nave pudiera completar las partes inaudibles de cualquier otro mensaje. Luego escuchó, y eventualmente se enteró de que la Nave de Dobzhansky había comprendido y pasaba el mensaje a la Base. Pero, mientras permanecían a la escucha de la débil retransmisión, todos los sonidos se apagaron. Una comprobación de su situación demostró que se habían deslizado fuera del alcance de la radio, de modo que Eden inclinó la Nave y empezó a trazar un círculo. De cuando en cuando se detenía a escuchar. No se oía absolutamente nada.
Uno de sus hombres dijo:
—No está mal la cosa. Podemos movernos fácilmente en todas direcciones, excepto en la única dirección que nos interesa movernos...
Súbitamente, Eden oyó a la Base que hablaba a través de la otra Nave. Reconoció la voz de Hechmer. Lo único que dijo fue: "Procuren resistir hasta que encontremos una solución."
A bordo de la Nave reinaba ahora un absoluto silencio. La Nave flotaba a un millar de yardas encima de la superficie del sol, y empezaban a darse cuenta de que su situación era irremediable. Unos cables destruidos, y la Nave estaba tan indefensa como un pájaro herido en un ala. Los tripulantes permanecieron sentados, inmóviles y silenciosos, con la mirada fija en sus instrumentos.
Un rostro enmarcado en una cabellera negra flotó delante del cuadro de mandos de Eden, y éste pudo ver la expresión de reproche de aquel rostro. A esto se había referido Rebecca al decir: "No quiero compartirte con nada." Eden comprendió, ya que ahora Rebecca sentiría pena por él, atrapado en un lugar donde los hombres no habían estado nunca.
—Hemos perdido de nuevo contacto, jefe.
Aquellas palabras le sacudieron. Inclinó la Nave y volvió a trazar un circulo. La imagen de Rebecca estaba aún delante de él, pero repentinamente se sintió muy enojado consigo mismo. ¿Qué le sucedía? ¿La preocupación de una mujer interponiéndose en su trabajo? No podía permitirse aquella clase de debilidades. Tenía que mantener despiertas todas sus energías, concentrarse en lo que estaba haciendo..., y súbitamente encontró la solución.
Mientras completaba el círculo, repasó los mapas y localizó la mancha solar más próxima. Estaba a una hora de distancia. Se colocó de nuevo al alcance de la radio y le dijo a Dobzhansky que iba a dirigirse a la mancha solar y que desde allí ascendería a la superficie. A medida que se acercaban a su objetivo, aumentaba la velocidad de la Nave. Penetraron en la discontinuidad magnética que definía a la mancha solar a un millar de yardas por encima de la superficie del Sol.
Giraron en dirección opuesta a la de su rotación, y las grandes espirales de la Nave cortaron las líneas de la enorme fuerza magnética. El movimiento generó energía, la energía adicional afluyó al collarino, y la Nave empezó a ascender. Era una buena mancha, de cinco mil millas de diámetro. La Nave giró contra la dirección de su rotación y ascendió en lentas espirales. El ascenso era apenas perceptible, pero prolongaron sus esfuerzos hora tras hora hasta que consiguieron situarse por encima de los bordes de la mancha. Allí les abordó la Base.
Eden informó a Hechmer. La nueva técnica había sido un éxito; lo único que había que solucionar era el problema de los cables de la bobina de inducción: un problema que no era insoluble, ni mucho menos.
—Bueno —dijo Eden al final de su informe, tensando sus agotados músculos—, tendré que emprender el viaje de regreso dentro de una hora. Esto no me dará mucho tiempo para descansar.
Entonces, Hechmer pronunció las palabras que hicieron que Eden se alegrara de haber decidido quedarse en la Oficina.
—Ejem..., ejem... Ha sido una operación perfecta —dijo Hechmer, consultando el cronómetro. Buen trabajo, Eden.
George Andrews estaba muy cansando, y le costaba un gran esfuerzo llenar de aire sus pulmones. Descansaba sobre un blando lecho bajo el cálido sol de California, y sus dedos se aferraban nerviosamente a la delgada manta que le cubría. Estaba en la cumbre de una colina. Luego observó la extraña nube de forma cilíndrica que pareció elevarse del nivel del suelo y abrirse camino a través de los dispersos cúmulos que salpicaban el cielo azul. George Andrews sonrió, ya que ahora podía ver claramente cómo se acercaba. El cilindro vertical de nubes heladas avanzaba hacia él, y cuando los copos empezaron a caer George Andrews apartó la manta a un lado para que la nieve le cayera directamente encima. George Andrews se sintió extrañamente dichoso.
Aquí estaba la nieve, la nieve que tanto había amado cuando era un chiquillo. Y el hecho de que estuviera allí, era una prueba inequívoca de que los hombres no habían cambiado mucho, después de todo, ya que su petición había sido una locura, y el atenderla otra locura todavía mayor. Ya no tenía dificultades con el aire; no lo necesitaba. Permaneció tendido bajo la manta de nieve, y era una buena manta.
Robert Sheckley
El contestador estaba construido para durar tanto como fuera necesario; algunas razas pensaban que era mucho tiempo y otras juzgaban que era muy poco. Pero para el Con testador era suficiente.
En cuanto a su tamaño, el Contestador era grande para algunos y pequeño para otros. Se lo podía considerar complejo, aunque algunos opinaban que era muy simple.
El Contestador sabía que era tal como debía ser. Por encima de todas las cosas, era el Contestador. Y Sabía.
De la raza que lo había construido, era mejor no hablar mucho. Ellos también Sabían y nunca dijeron si el conocimiento les había sido grato.
Construyeron el Contestador por prestar un servicio a razas menos avanzadas, y partieron por un medio desconocido. Hacia dónde, sólo el Contestador lo sabe.
Porque el Contestador lo sabe todo.
Sobre su planeta, siempre circunvalando su propio sol, permanecía el Contestador. La eternidad proseguía, larga, según algunos la consideran, breve, según otros. Pero tal como debía ser, para el Contestador.
En su interior estaban las respuestas. Conocía la naturaleza de las cosas y porqué las cosas son como son y qué son y qué significa todo.
El Contestador podía responder a cualquier pregunta, siempre que fuera legítima. ¡Y lo deseaba mucho! ¡Estaba ansioso por responder!
¿De qué otro modo podía hacer un Contestador?
¿Qué otra cosa podía hacer un Contestador?
Por lo tanto, aguardaba a que las criaturas vinieran a preguntarle.
—¿Cómo se siente, señor? —preguntó Morran, mientras se acercaba flotando hasta donde yacía el anciano.
—Mejor —respondió Lingman, tratando de sonreír.
La ausencia de peso era un gran alivio. Aunque Morran había gastado una enorme cantidad de combustible para salir al espacio con una mínima aceleración, el débil corazón de Lingman se había resentido. El corazón de Lingman se detuvo, trabajó de mala gana, golpeó iracundo contra la frágil caja torácica, vaciló y tomó demasiada velocidad. Por un momento pareció que el corazón de Lingman iba a detenerse por puro resentimiento.
Pero después, la ausencia de peso fue un gran alivio y el débil corazón había vuelto a marchar.
Morran no tenía tales problemas. Su vigoroso cuerpo estaba hecho para el esfuerzo y la tensión. Sin embargo, no debía experimentarlos en ese viaje, si deseaba que el viejo Lingman sobreviviera.
—Sobreviviré —murmuró Lingman, como respuesta a la pregunta no formulada—. Lo bastante como para descubrirlo.
Morran tocó los controles y la nave se deslizó hacia el subespacio como una anguila en el aceite.
—Lo descubriremos —musitó Morran, ayudando al anciano a soltar sus correas—. ¡Encontraremos al Contestador!
Lingman asintió. Ambos socios se habían prestado mutuo apoyo durante muchos años. En un principio, el proyecto de obra de Lingman. Después, Morran, al graduarse en la Universidad Tecnológica de California se unió a él. Juntos habían rastreado los rumores que circulaban por el sistema solar, la leyenda de la antigua raza humanoide que sabía la respuesta a todos los interrogantes, los que habían construido el Contestador antes de partir.
—Piénselo —dijo Morran—: ¡La respuesta a todos los interrogantes!
Morran, como físico, tenía muchas preguntas que formular. La expansión del Universo; la fuerza aprisionada en el núcleo atómico; las novas y las supernovas; la formación de los planetas; el efecto Doppler, la relatividad y otras mil cosas,
—Sí —dijo Lingman.
Se acercó a duras penas al visor, para contemplar la desierta pradera del subespacio ilusorio. Era anciano y biólogo. Tenía dos preguntas a formular.