Read Antología de novelas de anticipación III Online
Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon
Tags: #Ciencia Ficción, Relato
Mrs. Parker despertó de su amodorramiento. Parpadeó, sorprendida.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó. La clase hirvió de murmullos. Las cabezas se volvieron interrogadoramente hacia atrás—. ¿Quién ha sido?
—¡Ha sido Jeannie Baker! —gritó un chiquillo.
—¡No ha sido ella! ¡Ha sido Dorothy!
Mrs. Parker se puso rápidamente en pie.
—El
Acuerdo de Lisboa
de 1993 —dijo en tono severo—, constituye la legislación más importante de los últimos quinientos años... —Hablaba con nerviosismo, rápidamente; poco a poco, todas las miradas se volvieron hacia ella—. Todas las naciones del mundo enviaron representantes a
Lisboa
. La organización mundial convino en que los grandes cerebros electrónicos desarrollados por
Inglaterra
y los
Estados Unidos
, y hasta entonces utilizados únicamente como elementos de consulta, tuvieran poder absoluto sobre los gobiernos nacionales para la determinación de su política de alto nivel. Esta decisión de transferir la autoridad definitiva de las distorsionadas mentes de los humanos a la mente absolutamente racional y realista de un cerebro electrónico, completamente libre de subjetivismos...
Pero en aquel momento el Director General Jason Dill entró en la clase, y Mrs. Parker guardó un respetuoso silencio.
Jason Dill era un hombre que respiraba energía por todos sus poros. Tenía unos cincuenta años, un rostro astuto, unos ojos penetrantes y una expresión de confianza en sí mismo. Su estado mayor entró con él, tres hombres y dos mujeres, todos con el uniforme gris de la
clase T
. Los chiquillos les contemplaron con asombro, olvidados de todo.
—Este es el Director General Jason Dill —dijo Mrs. Parker—, el Coordinador del
Sistema de la Unidad
. —En su voz había una nota de temor—. El Director General Dill es el único responsable ante
Vulcan III.
Ningún ser humano, a excepción del Director Dill, tiene acceso al
Vulcan III.
El Director Dill asintió amablemente.
—¿Qué estáis estudiando, muchachos? —preguntó, en tono amistoso, el tono de un competente jefe de la
clase T
.
Los alumnos se agitaron en sus asientos, nerviosamente.
—Historia —dijo un chiquillo.
—¿Historia? ¿Moderna o comparada?
—Moderna.
—¿Qué habéis aprendido hoy?
—El
Acuerdo de Lisboa
—dijo una voz.
—Muy bien, muy bien —asintió afablemente el Director Dill. Hizo un gesto a su estado mayor y todos echaron a andar hacia la puerta—. A ver si sois buenos estudiantes y obedecéis a vuestra profesora —añadió.
—¡Mr. Dill! —dijo una voz femenina—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
Un repentino silencio planeó sobre la clase. Mrs. Parker se estremeció.
La voz.
La muchacha, otra vez. ¿Quién era? Se sintió invadida por el terror. ¡Dios mío! ¿Qué iría a preguntarle aquel diablillo al Director General?
—Desde luego —dijo Dill, deteniéndose junto a la puerta. Echó una ojeada a su reloj de pulsera, sonriendo un poco forzadamente.
—El Director Dill tiene prisa —consiguió decir Mrs. Parker—. Tiene que atender a muchas obligaciones. Creo que será mejor que le permitamos marcharse.
Pero la voz de la niña continuó inflexible.
—Director Dill, ¿no se siente avergonzado de sí mismo por permitir que una máquina le diga lo que tiene que hacer?
La sonrisa del Director Dill no se borró de su rostro. Con lentitud, se apartó de la puerta, y se enfrentó con la clase, tratando de localizar a la chiquilla que había hablado.
—¿Quién ha hecho esa pregunta? —inquirió, en tono amable.
Silencio.
El Director Dill avanzó lentamente, con las manos en los bolsillos. Se frotó la barbilla con aire ausente. Nadie se movió ni habló. Mrs. Parker y el estado mayor de la
Unidad
contenían la respiración, en una horrorizada inmovilidad. Algo estaba ocurriendo, algo iba a suceder, extraño y terrible. Incluso los niños estaban asustados.
Pero el Director Dill no se había inmutado. Se detuvo enfrente de la pizarra. Cogió un trozo de tiza y dibujó una cifra en la negra superficie: 1992.
—El final de la Guerra —dijo.
A continuación escribió: 1993.
—El
Acuerdo de Lisboa
del que hoy os ha hablado vuestra profesora. El año en que todas las naciones del mundo decidieron federarse. Subordinarse a sí mismas, y sus intereses nacionales, a una autoridad supranacional común, para el bien de todo el género humano.
El Director Dill se apartó de la pizarra, mirando pensativamente al suelo.
—Hacía muy poco que había terminado la Guerra; la mayor parte del planeta estaba en ruinas. Debía adoptarse alguna medida drástica, ya que otra guerra significaría la destrucción definitiva del género humano. Era necesario algo, algún principio de organización definitivo. Un control internacional. Leyes que ni los hombres ni las naciones pudieran quebrantar. Se necesitaban
Guardianes de la Paz
.
»Pero, ¿quién controlaría a los
Guardianes
? ¿Cómo podíamos estar seguros de que ese organismo supranacional estaría libre del odio y de las pasiones animales que habían empujado al hombre contra el hombre, a través de los siglos? ¿No caería ese organismo, al igual que todos los demás organismos creados por el hombre, en los mismos vicios, haciendo que predominara el interés sobre la razón, la emoción sobre la lógica?
»Había una sola respuesta: durante años habíamos estado utilizando cerebros electrónicos, máquinas gigantescas construidas por centenares de especialistas, destinadas a ofrecer datos objetivos y exactos. Las máquinas estaban libres del egoísmo y de los sentimientos que emponzoñan la mente del hombre... Eran capaces de realizar los cálculos objetivos que para el hombre serían siempre un ideal, nunca una realidad. Si las naciones estaban dispuestas a renunciar a su soberanía, a subordinar su poder a las directrices objetivas e imparciales de...
De nuevo, la voz de la chiquilla interrumpió la perorata del Director General.
—Mr. Dill, ¿cree usted realmente que una máquina es mejor que un hombre? ¿Que el hombre no puede dirigir su propio mundo?
Las mejillas de Jason Dill se tiñeron de púrpura. Furioso y sorprendido, abandonó el tono amable que había utilizado hasta entonces.
—¿Quién eres tú? —preguntó con voz enronquecida—. ¿Cómo te llamas? —Señaló hacia los últimos bancos, hacia una niña pelirroja, que permanecía sentada tranquilamente—. ¡Dime! ¿Cómo te llamas?
La niña sostuvo valientemente su mirada. Tenía las manos plegadas sobre el pupitre.
—Marion Fields —dijo, en voz alta—. Y no ha contestado usted a
mi
pregunta.
El edificio del
Mando de la Unidad
ocupaba virtualmente toda la zona comercial de
Ginebra
, una imponente mole cuadrada de hormigón y acero. Sus interminables hileras de ventanas brillaban bajo los últimos rayos del sol; la estructura estaba rodeada de césped y de arbustos por todas partes; hombres y mujeres vestidos de gris andaban apresuradamente a través de los amplios vestíbulos y pasillos. El zumbido de las máquinas calculadoras podía ser oído continuamente, un sonido controlado, eficiente y agradable, como el suave murmullo de una gran colmena.
El automóvil de Jason Dill se detuvo ante la entrada reservada a los Directores. Dill se apeó rápidamente y mantuvo abierta la portezuela.
—Baja —ordenó.
Marion Fields se deslizó lentamente fuera del vehículo.
—¿Por qué?
Dill la cogió de la mano y entró en el enorme edificio.
—Quiero volver a casa —murmuró la niña.
Cruzaron un pasillo y entraron en un despacho. Dill miró el montón de informes acumulados sobre su escritorio.
—Siéntate —ordenó, y él mismo se sentó detrás de la mesa. Estudió atentamente a la niña.
—¿Qué desea usted? —preguntó Marion.
—¿Qué edad tienes?
—Nueve años.
—¿Quién te ha dicho que hables de ese modo acerca de la
Unidad
? ¿Quién te ha enseñado todo eso?
—No me lo ha enseñado nadie.
Sobre el escritorio de Dill estaba el informe de la policía. Marion Fields había sido puesta bajo la tutela del gobierno a raíz de la detención de su padre y de su internamiento en una institución de
Corrección Psicológica
de los
Estados Unidos
. Una nota marginal señalaba que se había fugado y no había vuelto a ser capturado.
—¿Por qué fue detenido tu padre? —preguntó Dill.
La niña se encogió tristemente de hombros.
—No lo sé.
Dill se reclinó en su butaca.
—¿No crees que esas cosas que dices son un poco estúpidas? Destronar a Dios... Alguien te ha estado diciendo que se vivía mejor en los antiguos tiempos... antes de que existiera la
Unidad
, cuando había estados nacionales y guerra cada veinte años, ¿verdad? —Hizo una breve pausa. Luego inquirió—: ¿De dónde han sacado su nombre los
Curadores
?
—No lo sé.
—¿No te lo explicó tu padre?
—No.
—Yo puedo decírtelo. Se aprovechan de la superstición de las masas. Las masas son ignorantes, ¿sabes? La masa, en su conjunto, tiene una mente que..., que no es como la tuya o la mía, ¿comprendes? Una mente que no puede pensar como pensamos tú y yo. Una mente que cree en cosas absurdas: magia, dioses, milagros, curaciones... Y ese grupo está actuando sobre histerias emotivas básicas, familiares a todos nuestros sociólogos, manejando a las masas como rebaños, utilizándolas para conquistar el poder. Las masas experimentan la necesidad de la religión, el consolador bálsamo de la fe. ¿Comprendes lo que estoy diciendo?
Marion asintió débilmente.
—No viven de acuerdo con la razón. No pueden; no poseen el valor y la disciplina que se precisan para vivir al margen de la emoción. Exigen los absolutos metafísicos que ofrece una fe emotiva. La razón implica tentativas constantes y no hipótesis absolutas, sujetas a continuas revisiones y cambios ante la aparición de nuevos hechos. Esto introduce elementos de incertidumbre, y la masa no puede soportar ninguna clase de incertidumbre; quiere verdades absolutas.
—¿Puedo marcharme ahora? —preguntó Marion.
—¿Qué es lo que están tratando de conseguir los
Curadores
? ¿Qué se proponen?
Marion no dijo nada, y Jason Dill le alargó un informe.
—¡Lee esto! Se refiere a un hombre llamado... Robin Pitt, un americano. ¿Has oído hablar de él?
—No.
—Ha sido asesinado esta mañana. Asesinado por una turba. —Dill empujó impacientemente el informe hacia la niña—. Vamos, léelo.
Marion cogió el informe y lo examinó, moviendo lentamente los labios.
—La turba —dijo Dill— estaba acaudillada por tu padre. ¿Comprendes? Ese hombre fue bárbaramente asesinado cuando se disponía a subir a su automóvil. La multitud le sacó del interior del coche y le despedazó. ¿Qué opinas de eso?
Marion devolvió el informe sin hacer ningún comentario.
—¿Te sientes orgullosa de tu padre? ¡Asesinos! —Dill cogió el informe y lo devolvió al montón que se apilaba sobre la mesa—. Esos otros informes..., más asesinatos, por todo el mundo. Todos los días, hombres asesinados, golpeados, robados por turbas de dementes, excitadas por esos
Curadores
. Por tu propio padre. ¿Apruebas todo eso? ¿Crees que es bueno?
Marion se encogió de hombros.
—Una pandilla de criminales, que se aprovechan de la masa ignorante. —Dill se inclinó hacia la niña—. ¿Por qué? ¿Qué es lo que pretenden? ¿Quieren resucitar los viejos tiempos, las guerras, los odios y la violencia internacional? La antigua bestia está despertando de nuevo en todo el mundo. Esos locos tratan de arrastrarnos de nuevo al caos y a la oscuridad del pasado, a la época en que los hombres eran bestias. ¿Te sientes orgullosa de tu padre por esa hazaña? ¿Apruebas esos asesinatos y esas violencias?
—No.
—Entonces, ¿qué objeto tienen? ¿Qué diablos se proponen?
—Quieren el
Vulcan III.
—¿Están tratando de localizarlo? Pierden lastimosamente el tiempo. El
Vulcan III
cuida de sí mismo y atiende a sus propias reparaciones; sólo tenemos que proporcionarle los datos y las piezas que necesita. Nadie sabe dónde está. Pitt no lo sabía.
—Usted lo sabe.
—Sí, lo sé. De modo que quieren destruir el
Vulcan III
... Luego, la
Unidad
quedaría disuelta y habría estados nacionales, setenta países, cada uno con su propio idioma, sus costumbres y sus odios. Otra vez guerras. Otra vez el antiguo mundo.
—El hombre no tiene que ser esclavo de una máquina.
—¿Quién te ha enseñado a decir eso?
—Nadie.
—¡Es una estupidez! No somos esclavos. Gracias a la
Unidad
estamos gobernados de un modo racional, y no por pasiones animales sobre ella. Representa el final de la ley. —Dill se puso bruscamente en pie—. ¿Por qué destruyeron el
Vulcan II
?
Marion parpadeó.
—¿El
Vulcan II
? ¿El antiguo cerebro electrónico?
El rostro de Dill se endureció inmediatamente.
—Olvídalo. —Empezó a pasear nerviosamente por la habitación—. Posiblemente no sabes nada acerca de eso. ¿Estás en contacto con tu padre?
—No.
—¿Sabes dónde está?
—No.
—Lástima. Me gustaría hablar con él. Es un personaje importante en el
Movimiento
, ¿no es cierto?
—Tal vez sea su caudillo; no lo sé.
Dill se pasó nerviosamente las manos por sus grises cabellos.
—Te quedarás aquí, en las oficinas de la
Unidad
, desde luego; volveré a verte más tarde.
Apretó un pulsador y dos guardias armados de la
Unidad
aparecieron en la puerta.
—Bajen a esta niña al tercer piso subterráneo; cuiden bien de ella.
Marion Fields salió del despacho acompañada por los guardias. Dill les contempló, pe, hasta que la puerta se cerró detrás de ellos.
Luego abandonó el edificio del
Mando de la Unidad
para dirigirse a su hogar particular. Unos instantes después volaba por el cielo crepuscular en dirección a la fortaleza subterránea que albergaba al gran
Vulcan
, cuidadosamente oculto de la raza humana.