Armand el vampiro (23 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Armand el vampiro
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Cada estrella, desde la posición que ocupaba en la constelación y en el vacío, emitía un precioso sonido rutilante, como si en el interior de cada espléndida órbita sonaran unos acordes que, mediante los brillantes movimientos de los astros, se transmitieran a través de todo el universo.

Jamás había oído unos sonidos semejantes. Ni el más descreído habría permanecido indiferente a esta música etérea y translúcida, esta armonía y sinfonía de celebración.

Oh, Señor, si fueras música, ésta sería tu voz, y ningún acorde disonante lograría sofocarla. Eliminarías del mundo todos los sonidos ingratos con esta música, la expresión más sublime de tus complejos y prodigiosos designios, y toda trivialidad se disiparía, derrotada por esta resonante perfección.

Esta fue mi oración, una oración sincera que pronuncié en una lengua antigua, íntima, sin el menor esfuerzo mientras yacía semidormido.

«Permaneced junto a mí, hermosas estrellas —rogué—, y no permitáis que trate de descifrar esta fusión de luz y sonido, haced que me rinda a él de forma plena e incondicional.»

Las estrellas se hicieron más grandes e infinitas en su fría y majestuosa luz; la noche se desvaneció lentamente, quedando sólo una inmensa y gloriosa luz cuya fuente era imposible hallar.

Sonreí. Palpé con dedos torpes la sonrisa que mis labios esbozaban, y a medida que la luz se hizo más intensa y más próxima, como si fuera un océano, experimenté una maravillosa sensación de frescor en todo mi cuerpo.

—No te disipes, no te vayas, no me abandones —murmuré con tristeza. Hundí la cabeza en la almohada para aliviar el dolor que sentía en las sienes.

Sin embargo, esta benéfica e intensa luz se había agotado, debía desvanecerse para dejar paso al centelleo de las velas que percibía a través de mis párpados entreabiertos. Contemplé la bruñida penumbra que rodeaba mi lecho, y unos objetos sencillos, como el rosario que reposaba sobre mi mano derecha, con sus cuentas de rubí y el crucifijo dorado, y un devocionario que yacía abierto a mi izquierda, cuyas delicadas páginas agitadas por la brisa que movía también el tafetán del dosel, creando unas pequeñas ondas.

¡Qué bello era todo lo que contemplaba, esos objetos ordinarios y sencillos que componían este momento silencioso y elástico! ¿Dónde estaban mi hermosa enfermera con cuello de cisne y mis sollozantes camaradas? ¿Había hecho la noche que cayeran rendidos de cansancio y durmieran para que yo pudiera saborear estos apacibles instantes sin ser observado? En mi mente bullían mil recuerdos.

Abrí los ojos. Habían desaparecido todos, salvo una persona que se hallaba sentada junto al lecho, con unos ojos soñadores, distantes, azules y fríos, más pálidos que el cielo estival, rebosantes de una luz casi facetada, que me observaban distraídamente, con indiferencia.

Era mi maestro, sentado en una silla con las manos apoyadas en el regazo, como un extraño que lo observa todo sin que nada afecte su gélida superioridad. La expresión adusta que mostraba su rostro parecía tallada en piedra.

—¡Eres cruel! —murmuré.

—No, no —protestó sin mover los labios—. Pero cuéntame toda la historia. Descríbeme esa ciudad de cristal.

—Sí, recuerdo que hablamos de ella, y de los sacerdotes que me exhortaron a regresar, y de las pinturas, tan antiguas y tan bellas. No parecían creadas por la mano del hombre, sino por el poder del que estoy imbuido que me permite tomar el pincel y pintar con toda facilidad la virgen y los santos.

—No rechaces las viejas formas —dijo el maestro. De nuevo, sus labios no dieron muestra de haber emitido la voz que yo había oído con toda nitidez, una voz que había penetrado en mi oído como cualquier voz humana, aunque con su tono, su timbre particular—. Las formas cambian, y la razón que impera ahora se convierte mañana en superstición; en aquel antiguo decoro residía un talante sublime, una infatigable pureza. Pero habíame sobre la ciudad de cristal.

Tras emitir un suspiro respondí:

—Tú mismo has visto, al igual que yo, el cristal fundido cuando lo sacan del horno, esa masa incandescente que emite un calor espantoso ensartada en un hierro, una masa que se derrite y gotea de forma que el artista pueda manipularlo a su antojo, estirándolo o llenándolo con su aliento para formar un recipiente perfectamente redondo. Pues bien, tuve la impresión de que ese cristal hubiera surgido de las entrañas húmedas de la Madre Tierra, un torrente de lava de cristal que ascendía hacia las nubes, y que de esos gigantescos chorros líquidos habían surgido las torres de la ciudad de cristal, no imitando una forma creada por el hombre, sino perfectas tal como la ardiente fuerza de la Tierra había decretado, en unos colores inimaginables. ¿Quiénes habitaban en ese lugar? Qué lejano parecía y sin embargo accesible. Se llega a él tras una breve caminata a través de las ondulantes colinas sembradas de hierba y delicadas flores que se mecían bajo la brisa y ofrecían unos colores y matices fantásticos, un espectáculo único, increíble.

Me volví para mirar al maestro, pues mientras le describía la ciudad de cristal había permanecido ensimismado en mi visión.

—Explícame qué significan esas cosas —le pedí—. ¿Dónde se encuentra ese lugar y por qué se me permitió contemplarlo?

El maestro suspiró con tristeza. Apartó la vista unos segundos y luego volvió a fijarla en mí. Su rostro aparecía tan frío y adusto como antes, pero ahora observé en él una sangre espesa, que al igual que anoche rezumaba un calor humano procedente de venas humanas, la cual sin duda había constituido hoy su festín.

—¿No quieres siquiera sonreír antes de despedirte? —pregunté—. Si esta amarga frialdad es lo único que sientes por mí, ¿por qué no dejas que esta fiebre acabe conmigo? Estoy muy enfermo, lo sabes bien. Sabes que siento náuseas, que me duele la cabeza y todos los músculos de mi cuerpo, que el veneno que tengo en estas heridas me abrasa la piel. ¿Por qué te noto tan lejos aunque estás aquí? ¿Por qué has regresado a casa para sentarte junto a mí sin sentir nada?

—Siento por ti el amor que siempre siento cuando te miro —repuso él—, hijo mío, mi dulce y resistente tesoro. Te lo aseguro. Lo guardo dentro de mí, donde debe permanecer, quizá, y dejar que mueras, sí, pues es inevitable. Entonces tus sacerdotes tendrán que hacerse cargo de ti, pues ya no podrás regresar a la Tierra.

—¿Pero y si existieran muchas tierras? ¿Y si la segunda vez que cayera me despertara en otra orilla y contemplara el azufre que brota de la ardiente tierra en lugar de la belleza que me fue revelada la primera vez? Siento un profundo dolor. Estas lágrimas me abrasan. La pérdida es inmensa. No lo recuerdo... Tengo la sensación de repetir continuamente las mismas palabras. ¡No lo recuerdo!

Extendí la mano hacia él, pero él no se movió. Al cabo de unos instantes dejé caer la mano sobre el viejo devocionario. Noté la textura del áspero pergamino.

—¿Qué mató el amor que sentías por mí? ¿Las cosas que hice? ¿El haber traído aquí al hombre que mató a mis hermanos? ¿O el haber muerto y contemplado esos prodigios? ¡Responde!

—Todavía te amo. Te amaré todas mis noches y mis días errantes, para siempre. Tu rostro es una joya que me ha sido regalada, que jamás podré olvidar, aunque es posible que la pierda por incauto. Su resplandor me atormentará siempre. Piensa de nuevo sobre esas cosas, Amadeo, abre tu mente como si fuera una concha, y deja que contemple la perla de cuanto te han enseñado.

—¿Eres capaz de comprender, maestro, que el amor es lo más importante, que todo el mundo está hecho de amor? Las briznas de hierba, las hojas de los árboles, los dedos de la mano que te acaricia, todo es amor. Amor, maestro. ¿Quién es capaz de creer en unas cosas tan inmensas y a la par tan simples cuando existen hábiles y laberínticos credos y filosofías de una seductora complejidad creada por el hombre? Amor. Yo oí su sonido. Yo lo vi. ¿Acaso eran las alucinaciones de una mente febril, temerosa de la muerte?

—Tal vez —respondió el maestro. Su rostro seguía mostrando una expresión fría e impávida. Sus ojos eran unas meras rendijas, prisioneros de la aprensión que les causaba lo que veían—. Sí —dijo—. Morirás, dejaré que mueras, y es posible que exista para ti más de una orilla, en la que hallarás de nuevo a tus sacerdotes.

—No ha llegado mi hora —respondí—. Lo sé. Un puñado de horas no puede borrar esta afirmación. Aunque rompas todos los relojes. Ellos me dijeron que no había llegado la hora para mi alma de mortal. No puedes hacer que se cumpla de inmediato o borrar el destino esculpido en mi mano infantil.

—Pero puedo influir en él —replicó. Esta vez movió los labios. El suave coral de su boca confería una nota alegre a su rostro; sus ojos perdieron esa expresión recelosa y contemplé de nuevo al maestro que conocía y amaba—. Puedo apoderarme fácilmente de las últimas fuerzas que te restan. —Marius se inclinó sobre mí. Observé las manchitas de sus pupilas, las relucientes estrellas de múltiples puntas detrás de los oscuros iris. Sus labios, tan prodigiosamente decorados con unas arruguitas, como los labios de cualquier humano, presentaban un color rosáceo como si en ellos residiera un beso humano—. Puedo beber un último y fatal trago de tu sangre infantil, apurar esa lozanía que me cautiva, y sostendré en mis brazos a un cadáver tan bello que todos los que lo contemplen llorarán. Ese cadáver no me dirá nada. Lo único que sabré con certeza es que tú habrás desaparecido.

—¿Dices esto para atormentarme, maestro? Si no puedo ir a esa orilla, deseo permanecer junto a ti.

Sus labios esbozaron una mueca de desesperación. Parecía un hombre, sólo eso; en las esquinas de sus ojos asomaban unas manchas de sangre de fatiga y tristeza. Su mano, que había extendido para tocarme, temblaba.

Yo la atrapé como si fuera la rama de un árbol mecida por la brisa. Acerqué sus dedos a mis labios y los besé como si fueran hojas. Luego volví la cabeza y apoyé su mano sobre mi mejilla herida. La presión intensificó el escozor que me producía el veneno, pero ante todo, sentí el intenso temblor de sus dedos.

—¿Cuántos murieron esta noche para que tú te alimentaras? —pregunté, pestañeando—. ¿Cómo es posible que esto exista en un mundo hecho de amor? Eres demasiado hermoso para pasar inadvertido. Estoy perdido. No lo comprendo. Pero, suponiendo que a partir de este momento viviera convertido en un simple muchacho mortal, ¿podría olvidarlo?

—No puedes vivir, Amadeo —contestó Marius con tristeza—. ¡Es imposible! —exclamó con voz entrecortada—. El veneno ha penetrado profundamente, y unas gotas de mi sangre no pueden salvarte, hijo mío. —Su rostro reflejaba una profunda angustia—. Cierra los ojos. Acepta mi beso de despedida. No existen lazos amistosos entre esos sacerdotes de la otra orilla y yo, pero tienen que hacerse cargo de un ser que muere de muerte natural.

—¡No, maestro! No puedo intentarlo solo. Ellos me enviaron de regreso aquí, donde estás tú, en tu casa. Sin duda lo sabían.

—Eso les tiene sin cuidado, Amadeo. Los guardianes de los muertos se muestran poderosamente indiferentes. Hablan de amor, pero no de los siglos de torpezas y errores. ¿Qué estrellas son esas que cantan maravillosamente cuando el mundo languidece inmerso en una espantosa disonancia? ¡Ojalá pudiera obligarles a cambiar sus designios! —dijo con la voz rota de dolor—. ¿Qué derecho tienen a hacerme pagar por tu suerte, Amadeo?

Yo emití una breve y triste carcajada. Me puse a tiritar a causa de la fiebre y unas violentas náuseas se apoderaron de mí. Temí que si me movía o hablaba, me acometerían unas náuseas secas que me dejarían aún más postrado. Prefería morir que sufrir esta tortura.

—Sabía que analizarías a fondo esta cuestión, maestro —respondí sin el menor sarcasmo ni amargura, sino con el simple afán de llegar a la verdad. Respiraba tan trabajosamente que supuse que no me costaría ningún esfuerzo dejar de respirar. De pronto recordé las palabras de aliento de Bianca—. No existe ningún horror en este mundo que no pueda ser redimido, maestro.

—Sí, pero ¿qué precio debemos pagar algunos por esta salvación? —replicó Marius—. ¿Cómo se atreven a exigirme que acepte sus oscuros designios? Confío en que tus visiones fueran meras alucinaciones. No vuelvas a hablarme sobre esa maravillosa luz. No pienses más en ella.

—¿Por qué debo borrar de mi mente todo cuanto he visto y oído, señor? ¿Por el bien tuyo o el mío? ¿Quién se está muriendo aquí, tú o yo?

Marius meneó la cabeza.

—Seca tus lágrimas de sangre —afirmé—. ¿Cómo vislumbras tu muerte, maestro? En una ocasión me dijiste que no era imposible que murieras. Explícamelo si tenemos tiempo, antes de que toda la luz que conozco se desvanezca con un último guiño y la tierra devore esta joya que según tú deja mucho que desear.

—No es eso —murmuró Marius.

—¿Y tú, adonde irás cuando mueras? Ofréceme unas palabras de consuelo. ¿Cuántos minutos me quedan?

—No lo sé —musitó. El maestro apartó la vista y agachó la cabeza. Nunca lo había visto tan deprimido.

—Muéstrame la mano —le pedí débilmente—. En Venecia existen unas misteriosas brujas que, en la penumbra de las tabernas, me enseñaron a leer las líneas de la mano. Yo te diré cuándo vas a morir. Dame la mano. —No veía con claridad. Todo estaba envuelto en una espesa niebla. Pero hablaba en serio.

—Demasiado tarde —contestó él—. Ya no quedan líneas en mi mano —dijo, mostrándome la palma—. El tiempo ha borrado lo que los hombres llaman destino. Carezco de destino.

—Ojalá no hubieras regresado —respondí, apartando la vista de él y apoyando la cabeza en la fresca almohada de lino—. Te ruego que te marches, estimado maestro. Prefiero la compañía de un sacerdote y de mi vieja enfermera, si no la has enviado de regreso a su casa. Te he amado con todo mi corazón, pero no deseo morir en tu majestuosa presencia.

A través de la bruma que nublaba mis ojos vi su silueta al aproximarse a mí. Sentí sus manos sobre mi rostro y me volví hacia él. Distinguí el fulgor de sus ojos azules, como unas llamas invernales, imprecisas pero que ardían con furia.

—Muy bien, hermoso mío. Ha llegado el momento. ¿Deseas venir conmigo y ser como yo? —Su voz era melodiosa y tranquilizadora, aunque llena de dolor.

—Sí, deseo ser tuyo para siempre.

—¿Para alimentarte en secreto de la sangre de los canallas, como hago yo, y vivir con este secreto hasta el fin del mundo?

—Sí. Lo deseo.

—¿Asimilar todas las lecciones que yo pueda darte?

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