Authors: Anne Rice
Me daba rabia pensar que podía morir, de que todo acabaría así, estúpidamente. Lo que más me importaba era ponerme bien, pero no me obsesionaba pensando en qué sería de mi alma ni si pasaría a un mundo mejor.
De golpe todo cambió. Sentí que me elevaba, como si alguien tirara de mí a través del tafetán rojo del dosel y a través del techo de la habitación. Cuando miré hacia abajo, comprobé asombrado que yacía en el lecho. Me vi como si no hubiera un dosel que me impidiera verme a mí mismo.
Era más hermoso de lo que jamás pude haber imaginado. Lo digo de forma desapasionada; no me regodeé en mi belleza. Tan sólo pensé: «Qué muchacho tan hermoso. Dios le ha bendecido con los atributos de la belleza. Fíjate en sus manos largas y delicadas, apoyadas en la colcha, y el color castaño rojizo de su cabello.» Ese muchacho era yo, pero no lo sabía ni pensé en el impacto que causaba mi belleza sobre quienes me contemplaban mientras transitaba por la vida. No creía en los halagos que me dedicaban. Su pasión tan sólo me inspiraba desprecio. Hasta el maestro me parecía un ser débil y caprichoso por sentirse cautivado por mí. No obstante, en cierto modo comprendí por qué las personas que me rodeaban habían perdido el juicio. Ese muchacho que yacía moribundo, ese muchacho que era la causa del desconsuelo que se había apoderado de cuantos estaban presentes en aquella suntuosa alcoba, era la imagen de la pureza y la juventud y la vida.
Lo que me pareció ilógico fue el histerismo que reinaba en la habitación. ¿Por qué lloraban todos? Vi a un sacerdote en el umbral, un sacerdote que yo conocía porque decía misa en una iglesia cercana. Los aprendices discutían con él y se negaban a dejarle pasar Para que yo no me sobresaltara al verle. Toda aquella agitación me pareció absurda. Riccardo no tenía por qué estrujarse las manos de esa forma; Bianca no tenía por qué afanarse en aplicarme una toalla húmeda sobre el rostro e infundirme ánimos con palabras tan tiernas como desesperadas.
«Pobre criatura —pensé—. Habrías sentido más compasión hacia los demás de haber sabido lo bello que eras, y te habrías sentido más fuerte y más capaz de conseguir algo por tus propios méritos. Pero te dedicaste a jugar y manipular a la gente que te rodeaba, porque no tenías fe en ti mismo ni un sentido de tu propia identidad.»
Aquello había sido evidentemente un error. En cualquier caso, me disponía a abandonar este lugar. La fuerza que me había sacado del cuerpo de aquel bello joven que yacía en el lecho me arrastraba hacia arriba, hacia un túnel formado por un viento escandaloso y feroz.
El viento soplaba a mi alrededor, envolviéndome con fuerza dentro de ese túnel. Vi a otros seres en él que me contemplaban, estremeciéndose bajo el viento incesante y furioso; vi sus ojos clavados en mí; vi sus bocas abiertas en un gesto de protesta o de dolor. Seguí ascendiendo a través del túnel. No tenía miedo, sólo una sensación de fatalidad, de impotencia.
«Ése fue tu error cuando eras un muchacho en la Tierra —pensé—. Pero es inútil pensar en ello.» En el preciso instante en que llegué a esa conclusión, alcancé el extremo del túnel. Éste se disolvió, depositándome en la orilla de aquel maravilloso y refulgente mar.
No estaba mojado, pero me dirigí a las olas y dije en voz alta:
—¡Aquí estoy! ¡He llegado a tierra! ¡Mirad esas torres de cristal!
Al alzar los ojos, vi que la ciudad se hallaba a lo lejos, más allá de unas frondosas colinas, y que un camino conducía a ella; a ambos lados del camino crecían unas flores de indescriptible belleza. Jamás había contemplado tal variedad de formas y pétalos, ni un colorido semejante. En el canon artístico no existían nombres para aquellos colores. Me resultaba imposible describirlos mediante los escasos y pobres calificativos que conocía.
«Cómo se habrían asombrado los pintores venecianos al contemplar estos colores —me dije—, cómo habrían transformado nuestro trabajo si hubiéramos logrado descubrir la fuente de estos matices y la hubiéramos convertido en pigmento para mezclarlo con nuestros óleos, confiriendo un esplendor inédito a nuestros cuadros.» Sin embargo, eran unas reflexiones absurdas. Aquí sobraba la pintura. Este universo contenía todo el esplendor que pudiéramos obtener con nuestra paleta. Lo vi en las flores, en la hierba de distantes formas y tonalidades. Lo vi en el infinito cielo que se extendía sobre mí y detrás de la lejana ciudad, resplandeciente y mostrando esta gran armonía de colores que se combinaban y brillaban como si las torres de esta ciudad estuvieran construidas con una milagrosa y pujante energía en lugar de una materia o masa inerte o terrenal.
Experimenté una profunda gratitud, a la que se rindió todo mi ser.
—¡Ahora lo comprendo, Señor! —exclamé en voz alta—. Lo veo y lo comprendo.
En aquel momento comprendí con toda claridad las consecuencias de esta variada y creciente belleza, este mundo pulsante, radiante, preñado de un significado que indicaba que todo tenía respuesta, todo se resolvía. Musité la palabra «sí» una y otra vez. Asentí con la cabeza, según creo recordar; me parecía expresar lo que sentía con palabras.
Una gran fuerza emanaba de esa belleza. Me rodeaba como el aire, la brisa, el agua, pero no era ninguna de esas cosas. Era algo mucho más singular y persistente, y aunque me atrapaba con su increíble fuerza era invisible, no ejercía presión, carecía de una forma palpable. Esa fuerza era amor. «¡Ah, sí! —pensé—. Es el total, y en su totalidad crea todo cuanto tiene importancia, pues cada desengaño, cada herida, cada torpeza, cada abrazo, cada beso no son sino el preludio de esta aceptación sublime y esta bondad; los pasos errados que he dado me han enseñado mis deficiencias, y las cosas buenas, los abrazos, me han permitido vislumbrar el significado del amor.»
Este amor otorgaba significado a toda mi vida, sin excepción, y cuando comprendí asombrado esta realidad, aceptándola por completo, sin angustia y sin vacilar, comenzó un proceso milagroso. Toda mi vida se me apareció en forma de todos aquellos seres que yo había conocido.
Vi mi vida desde los primeros momentos hasta el instante que me había traído hasta aquí. No era una vida excepcional; no contenía un gran secreto, un hecho insólito o crucial que hubiera modificado mi personalidad. Por el contrario, consistía en una serie común y corriente de pequeños hechos, los cuales implicaban a todas las personas que yo había conocido; vi las heridas que yo había causado, las palabras de consuelo que había pronunciado, y vi el resultado de las cosas más insignificantes que yo había hecho. Vi la sala de banquetes de los florentinos y, de nuevo, la espantosa soledad que les había conducido a la muerte. Vi el aislamiento y la congoja de sus almas mientras pugnaban por seguir vivos.
Sin embargo, no logré ver el rostro de mi maestro. No lo reconocí. No alcancé a ver su alma. No vi lo que mi amor significaba para él, ni lo que su amor significaba para mí. Pero no tenía importancia. De hecho, esto no lo comprendí hasta más tarde, cuando traté de analizar aquel acontecimiento. Lo importante fue que en aquellos momentos comprendí lo que significa amar a otros y amar la vida. Comprendí el significado de los cuadros que había pintado, no las escenas vibrantes de color rojo rubí de Venecia, sino los cuadros que había pintado según el antiguo estilo bizantino, los cuales habían surgido de forma espontánea y perfecta de mis pinceles. Comprendí que había pintado cosas prodigiosas, y vi el influjo que había tenido mi obra... Me sentí inundado por un torrente de información. Era tan abundante, y tan fácil de comprender, que experimenté una liviana y exquisita alegría.
El conocimiento equivalía al amor y la belleza; en aquellos instantes comprendí, con un gozo triunfal, que todo ello (el conocimiento, el amor, la belleza) constituían una misma cosa.
«Sí, es muy sencillo —me dije—. ¡Cómo no me había dado cuenta!»
Si yo hubiera sido un cuerpo dotado de ojos, habría llorado, pero habrían sido unas lágrimas dulces. Mi alma había vencido sobre aspectos nimios y enojosos. Me quedé inmóvil, y el conocimiento, los hechos, los cientos de pequeños detalles semejantes a gotitas transparentes de un líquido mágico que penetraba en mí y circulaba a través mío, llenándome y desvaneciéndose para dar paso a otro torrente de verdad, se disipó de improviso.
A lo lejos, frente a mí, se alzaba la ciudad de cristal, y más allá un cielo azul celeste como el cielo al mediodía, sólo que ahora estaba tachonado de estrellas.
Me dirigí hacia la ciudad. Emprendí el camino con tal ímpetu y convicción que tuvieron que sujetarme tres personas. Me detuve, estupefacto. Conocía a esos hombres. Eran unos sacerdotes, unos viejos sacerdotes de mi tierra, que habían muerto mucho antes de que yo tuviera esa revelación; los vi con toda nitidez, e incluso recordé sus nombres y cómo habían muerto. Eran unos santos de mi ciudad, y del gran edificio de catacumbas donde yo había habitado.
—¿Por qué me sujetáis? —pregunté—. ¿Dónde está mi padre? Está aquí, ¿no es cierto?
No bien hube formulado esta pregunta cuando vi a mi padre. Presentaba el mismo aspecto que de costumbre. Era un hombre alto y corpulento, vestido con las prendas de cuero de un cazador, con una espesa barba canosa y el pelo largo y castaño como el mío. Tenía las mejillas arreboladas debido al viento frío, y el labio inferior, visible entre su espeso bigote y su barba entrecana, tenía un color rosáceo y estaba húmedo. Tenía los ojos de color azul porcelana como los míos. Mi padre me saludó con un gesto vigoroso con la mano, sonriendo alegremente, como solía hacer. Al parecer, se disponía a partir hacia los pastizales, pese a que todo el mundo le había advertido que no lo hiciera, que no fuera a cazar allí; pero mi padre no temía un ataque de los mongoles o los tártaros. A fin de cuentas, iba armado con su poderoso arco, que sólo él era capaz de tensar, como un héroe mitológico de las grandes praderas, así como las flechas que él mismo afilaba y su inmensa espada, con la que podía decapitar a un hombre de un solo golpe.
—¿Por qué me sujetan, padre? —pregunté.
Mi padre me miró desconcertado. Su sonrisa jovial se disipó y de su rostro se borró toda expresión. Acto seguido, su imagen se desvaneció por completo, sumiéndome en una inenarrable tristeza.
Los sacerdotes que estaban junto a mí, esos hombres con largas barbas canosas y unos hábitos negros, me hablaron con tono suave y comprensivo:
—Aún no ha llegado el momento de que te reúnas con nosotros, Andrei.
Yo me sentí profundamente acongojado. Estaba tan triste que no pude articular una frase de protesta. Es más, comprendí que, por más que protestara, no lograría disuadirles.
—¡Ah, Andrei! Siempre serás el mismo —dijo uno de los sacerdotes, tomándome la mano—. No temas, pregunta.
El sacerdote no movió los labios al hablar, pero no era necesario. Le oí con toda nitidez, y comprendí que no obraba de mala fe. Era incapaz de hacerme daño.
—¿Por qué no puedo quedarme? —pregunté—. ¿Por qué no dejáis que me quede tal como deseo, después de haber llegado hasta aquí?
—Piensa en todo lo que has visto. Ya conoces la respuesta.
Debo reconocer que al cabo de un instante comprendí la respuesta. Era compleja y a la par profundamente sencilla, y estaba relacionada con los conocimientos que había adquirido.
—No puedes llevártelos contigo —explicó el sacerdote—. Olvidarás todas las cosas que has aprendido aquí. Pero recuerda la lección principal, que lo importante es el amor que sientes hacia los demás, y el amor que ellos te profesan, el intenso amor que te rodea.
Me pareció algo maravilloso, increíble. No era un simple lugar común. Era algo inmenso, sutil y a la vez total, de forma que todos los problemas mortales se desvanecían ante esa verdad.
Súbitamente, regresé a mi cuerpo. Era de nuevo el muchacho de cabello castaño que yacía moribundo en el lecho. Sentí un cosquilleo en las manos y los pies. Al volverme, un dolor punzante me recorrió la columna vertebral. Estaba ardiendo, seguía sudando y retorciéndome de dolor, y por si fuera poco tenía los labios agrietados y la lengua llena de ampollas.
—Dadme un poco de agua —dije.
Las personas que me rodeaban rompieron a llorar suavemente. Su llanto se confundía con la risa y una expresión de incredulidad.
Yo estaba vivo, cuando creían que había muerto. Abrí los ojos y miré a Bianca.
—No voy a morir —anuncié.
—¿Qué dices, Amadeo? —preguntó ella, inclinándose y acercando la oreja a mis labios.
—Aún no ha llegado mi hora —respondí.
Me trajeron una copa de vino blanco frío al que habían añadido un poco de miel y limón. Me incorporé y bebí un trago tras otro.
—Quiero más —pedí con voz débil. Comenzaba a sentir sueño.
Me recosté sobre las almohadas y Bianca me enjugó la frente. Qué alivio, qué maravilloso era sentir ese pequeño y reconfortante gesto, que en aquellos momentos me pareció la gloria. Sí, la gloria.
¡Había olvidado lo que había visto en la otra orilla! Abrí los ojos de golpe. Deseaba recuperarlo desesperadamente, pero recordé lo que me dijo el sacerdote, con toda claridad, como si acabara de hablar con él en otra habitación. Me había dicho que no recordaría lo que había visto y aprendido. Y existía mucho más, infinitamente más, unas cosas que sólo mi maestro era capaz de asimilar.
Cerré los ojos y dormí. No soñé, ya que estaba demasiado enfermo, tenía demasiada fiebre para soñar. No obstante, en cierto modo, sumido como estaba en aquel estado semiconsciente, acostado en aquel lecho húmedo y caliente cubierto con un dosel, percibiendo las palabras vagas de los jóvenes aprendices y la tierna insistencia de Bianca, logré conciliar el sueño. Transcurrieron las horas. Oí el reloj dando las horas, y poco a poco experimenté cierto alivio, en el sentido de que me acostumbré al sudor que empapaba mi piel y a la sed que me secaba la garganta, pero permanecí acostado sin protestar, semidormido, esperando que regresara mi maestro.
«Tengo muchas cosas que contarte —pensé—. Supongo que conoces esa ciudad de cristal. Quiero explicarte que hace tiempo yo...» Sin embargo, no recordaba con precisión. Había sido pintor, sí, pero ¿qué clase de pintor, y cómo me llamaba? ¿Andrei? ¿Me habían llamado por ese nombre los sacerdotes?
Lentamente, sobre mi sensación de yacer enfermo en el lecho, en una habitación húmeda, cayó el velo oscuro del cielo. Sobre él se extendían hasta el infinito las estrellas, espléndidas y refulgentes sobre las brillantes torres de la ciudad de cristal, y en ese duermevela, intensificado por unos serenos y maravillosos delirios, las estrellas cantaron para mí.