Authors: Anne Rice
El sacerdote echó a correr junto a mi caballo.
—¡No hallarás nada, Andrei, sólo hierba salvaje agitada por el viento y unos pocos árboles! Coloca el icono en las ramas de un árbol. Deposítalo allí tal como Dios desea, para que cuando lo encuentren los tártaros se percaten de su poder divino. Deposítalo ahí para que lo hallen los paganos, y regresa a casa.
Caían unos copos de nieve tan espesos que no pude ver el rostro del sacerdote. Alcé la vista y contemplé las destartaladas cúpulas de nuestra catedral, esos vestigios de gloria bizantina que nos habían legado los invasores mongoles, quienes se cobraban su cruel tributo a través de nuestro príncipe católico. ¡Qué aspecto tan triste y desolado tenía mi tierra! Cerré los ojos añorando el cubículo de barro de la cueva, el olor a tierra, los sueños de Dios y su infinita bondad que acudirían a mí cuando estuviera medio sepultado.
Regresa a mí, Amadeo. Regresa. ¡No dejes que tu corazón se detenga!
Me volví apresuradamente.
—¿Quién me llama? —pregunté.
A través del espeso velo blanco de nieve vislumbré la remota ciudad de cristal, negra y resplandeciente como si ardiera en el fuego del infierno. Unas columnas de humo se alzaban para alimentar las siniestras nubes del oscuro cielo. Partí a caballo hacia la ciudad de cristal.
—¡Andrei! —gritó mi padre a mis espaldas.
Regresa a mí, Amadeo. ¡No dejes que tu corazón se detenga!
De pronto, cuando tiré con fuerza de las riendas para controlar a mi montura, el icono cayó al suelo. El envoltorio de lana se había aflojado. Seguimos avanzando. El icono rodó por la colina junto a nosotros, rebotando y chocando contra las piedras mientras la lana se deshacía. Vi el rostro resplandeciente de Cristo.
Unos brazos vigorosos me aferraron y alzaron como si me arrancaran de un vertiginoso remolino.
—¡Suéltame! —protesté. Al volverme, vi el icono sobre la tierra helada. Los ojos de Cristo estaban fijos en mí, observándome de niodo inquisitivo.
Noté unos dedos que me oprimían las sienes. Pestañeé y abrí los ojos. La habitación estaba inundada de calor y de luz. Ante mí vi el rostro del maestro; sus ojos azules estaban inyectados en sangre.
—¡Bebe, Amadeo! —ordenó—. ¡Bebe de mí!
Me incliné sobre su cuello. La sangre comenzó a manar de su vena, deslizándose a raudales por el cuello de su túnica dorada. Oprimí los labios sobre su arteria y succioné.
Su sangre me abrasó y emití un grito de gozo.
—¡Bebe, Amadeo! ¡Succiona con fuerza!
Yo tenía la boca llena de sangre. Apreté los labios sobre su carne blanca y satinada para no desperdiciar una sola gota. Tragué con avidez. Vi vagamente a mi padre cabalgando a través de los páramos, una poderosa figura vestida de cuero, con la espada sujeta al cinto, la pierna doblada y enfundada en una vieja y gastada bota marrón, el pie instalado firmemente en el estribo. Mi padre se volvió hacia la izquierda, erguido en la silla, moviéndose armoniosamente al paso de galope de su caballo blanco.
—¡Está bien, abandóname, cobarde, descarado! ¡Abandóname en este erial! —gritó—. ¡He rezado para que no te enterraran en sus asquerosas catacumbas, Andrei, en sus siniestras celdas de tierra! ¡Y mi ruego ha sido atendido! ¡Ve con Dios, Andrei!
El maestro, de pie frente a mí, me miró arrobado; su hermoso rostro semejaba una llama blanca junto a la oscilante luz dorada de las innumerables velas. Yo yacía en el suelo. Mi cuerpo vibraba estimulado por su sangre. Me puse en pie; estaba mareado.
—Maestro.
Éste, situado al otro extremo de la habitación, con los pies desnudos sobre el pulido suelo de mármol rosa y los brazos extendidos, respondió:
—Acércate, Amadeo, camina hacia mí y descansa.
Yo traté de obedecerle. Los colores de la habitación me aturdían. Contemplé El cortejo de los Reyes Magos.
—¡Qué imagen tan vívida, tan real! —exclamé.
—Acércate, Amadeo.
—Me siento muy débil, maestro. Voy a desmayarme. Me siento morir en esta gloriosa luz.
Avancé hacia él pasito a paso, lentamente, aunque me parecía imposible. De pronto tropecé y caí.
—Si no puedes caminar, acércate de rodillas. Vamos, acércate.
Me agarré a su túnica, desmoralizado al alzar la vista y contemplar la enorme distancia que debía recorrer hasta alcanzar lo que ansiaba. Extendí la mano y así su codo derecho, que él dobló para facilitarme la tarea. Comencé a incorporarme, sintiendo la textura del tejido dorado sobre mi rostro. Poco a poco enderecé las piernas hasta lograr ponerme de pie. Le abracé de nuevo, buscando la fuente que ansiaba, y bebí con avidez.
Su sangre se precipitó como un torrente dorado por mi garganta. Me recorrió las piernas y los brazos. Me había convertido en un titán.
—Dámela —murmuré, abrazándolo con fuerza—. Dámela.
Saboreé durante unos instantes el sabor de su sangre en mis labios antes de que se deslizara por mi garganta.
Tuve la sensación de que sus manos frías como el mármol me estrujaban el corazón. Oí cómo se debatía, latiendo, sus válvulas abriéndose y cerrándose, el sonido húmedo de su sangre invadiéndolo, las válvulas abriéndose para recibirla, utilizarla, mi corazón haciéndose más grande y más fuerte, mis venas convirtiéndose en unos conductos metálicos invencibles de este potente líquido.
Caí al suelo. Él permaneció de pie junto a mí, tendiéndome las manos.
—Levántate, Amadeo. Levántate y abrázame. Toma mi sangre.
Yo rompí a llorar. Mis lágrimas no eran rojas, pero tenía la mano manchada de sangre.
—Ayúdame, maestro.
—Eso hago. Levántate, busca la herida.
Me levanté con las renovadas fuerzas que me había procurado su sangre, como si de pronto fuera capaz de superar toda limitación humana. Me abalancé sobre él y le abrí la túnica en busca de la herida. —Debes hacerme una nueva herida, Amadeo.
Clavé los dientes en su carne. La sangre penetró en mi boca a borbotones. Oprimí mis labios sobre la herida.
—Fluye a través de mis venas —musité.
Cerré los ojos. Vi el páramo, la hierba sacudida por el viento, el cielo azul celeste. Mi padre seguía avanzando a caballo seguido por un reducido grupo de acompañantes. ¿Estaba yo entre ellos?
—¡Recé para que lograras escapar! —gritó soltando una carcajada—. ¡Y a fe mía que lo has conseguido, Andrei! ¡Malditos seáis tú, tu descarada lengua y tus manos mágicas de pintor! ¡Condenado mocoso deslenguado! —Mi padre continuó riendo mientras cabalgaba a través de la hierba, que se doblegaba al paso de su montura.
—¡Mira, padre! —traté de gritar. Deseaba que viera las ruinas del castillo. Pero tenía la boca llena de sangre. Los sacerdotes estaban en lo cierto. La fortaleza del príncipe Feodor estaba destruida, y el príncipe había muerto hacía mucho. Cuando alcanzaron el primer montón de piedras cubiertas de parras, el caballo de mi padre se encabritó.
De pronto sentí el suelo de mármol bajo mis pies, maravillosamente cálido. Me incorporé. Mareado, observé el dibujo rosa, denso, profundo, prodigioso, como agua helada convertida en mármol. Habría podido contemplarlo eternamente.
—Levántate, Amadeo. Una vez más.
Esta vez me resultó más fácil enderezarme hasta alcanzar su brazo y luego su hombro. Traspasé la carne de su cuello con mis dientes. La sangre me inundó de nuevo la boca, revelándome toda mi forma en la negrura de mi mente. Vi el cuerpo del muchacho que era yo, sus brazos y piernas, mientras aspiraba con esta forma el calor y la luz que me rodeaban, como si todo mi ser se hubiera convertido en un inmenso órgano multicolor cuya función era ver, oír, respirar. Respiré con millones de minutos y diminutas bocas que succionaban con energía. Me sentí saciado de sangre.
Contemplé a mi maestro. Observé en su rostro un ligero cansancio, un leve dolor en sus ojos. Por primera vez observé en su rostro los surcos de su antigua humanidad, las suaves e inevitables arrugas en las esquinas de sus ojos, serenos y entornados.
El tejido de su túnica brillaba bajo la luz de las velas, que arrancaba unos reflejos dorados con cada pequeño movimiento suyo. El maestro señaló la pintura de El cortejo de los Reyes Magos.
—Tu alma y tu cuerpo físico están ahora unidos para siempre —declaró—. Y a través de tus sentidos vampíricos, la vista, el tacto, el olfato y el gusto, descubrirás el mundo. No lo descubrirás dándole la espalda para penetrar en las tenebrosas entrañas de la tierra, sino abriendo los brazos para percibir el esplendor absoluto de la creación de Dios y los milagros que ha hecho, mediante su divina indulgencia, a través de las manos de los hombres.
Las multitudes ataviadas con ropajes de seda de El cortejo de los Reyes Magos parecían moverse. De nuevo oí los cascos de los caballos sobre la mullida tierra y las pisadas de los hombres calzados con botas. De nuevo creí ver a lo lejos los mastines corriendo por la ladera. Vi la abundancia de flores y plantas estremeciéndose bajo el aire que levantaba la procesión que desfilaba junto a ellas; vi los pétalos desprenderse de las flores. Unos fantásticos animales retozaban en el frondoso bosque. Vi al orgulloso príncipe Lorenzo, montado en su caballo, volver su rostro juvenil, al igual que había hecho mi padre, para mirarme. Más allá de él se extendía un mundo infinito, un mundo compuesto por riscos blancos, cazadores montados en sus alazanes, rodeados por unos mastines que brincaban y correteaban alegremente.
—Ha desaparecido para siempre, maestro —declaré con voz firme y resonante, acorde con la escena que contemplaba.
—¿A qué te refieres, hijo mío?
—A Rusia, la tierra de las estepas, de las siniestras celdas construidas en las húmedas entrañas de la Madre Tierra.
Me volví una y otra vez. De la multitud de velas emanaban otras tantas columnas de humo. La cera se deslizaba y goteaba sobre los candelabros de plata que las contenían, cayendo sobre el inmaculado y pulido suelo. El suelo semejaba el mar, tan transparente, tan satinado; sobre las nubes plasmadas en la pintura se extendía un cielo infinito de un maravilloso color azul celeste. De las nubes emanaba una bruma, una cálida bruma de verano fruto de la mezcla de tierra y mar.
Contemplé de nuevo la pintura. Me acerqué con las manos extendidas y observé los castillos blancos sobre las colinas, los árboles exquisitamente dibujados, el yermo feroz y sublime que aguardaba con paciencia que lo recorriera perezosamente con mi vista clara y diáfana.
—¡Qué riqueza! —murmuré.
No había palabras para describir las intensas tonalidades castañas y doradas de la barba de los exóticos magos, o las sombras que danzaban sobre la cabeza del caballo blanco, o el rostro del hombre calvo que lo conducía de las riendas, o la gracia de los cuellos arqueados de los camellos, o la profusión de flores aplastadas bajo los silenciosos pasos de la comitiva.
—Lo veo con todo mi ser —suspiré. Cerré los ojos y me apoyé en el muro, evocando todos los aspectos de la pintura a medida que la cúpula de mi mente se convertía en esta habitación, como si yo mismo la hubiera pintado—. Lo veo todo, sin omitir detalle —musité.
Sentí los brazos de mi maestro rodeándome el pecho. Sentí que me besaba el pelo.
—¿Ves de nuevo la ciudad de cristal? —preguntó.
—¡Puedo crearla! —respondí. Apoyé la cabeza en su pecho. Abrí los ojos y extraje de la abundancia de pintura que tenía ante mí los colores que necesitaba, y creé en mi imaginación esa metrópoli de límpido y chispeante cristal, hasta que sus torres arañaron el firmamento—. Ahí está, ¿la ves?
Con frases atropelladas y risas de gozo describí las fulgurantes torres verdes, amarillas y azules que brillaban bajo la luz celestial.
—¿Las ves? —pregunté.
—No, pero tú sí —respondió el maestro—. Y con eso basta.
Nos vestimos en la penumbra de la habitación, antes de que amaneciera. Nada resultaba difícil, nada poseía su antiguo peso y resistencia. Para abrocharme el jubón no tenía más que deslizar mis dedos sobre él.
Bajamos apresuradamente la escalera, que parecía desvanecerse bajo mis pies, y salimos a la oscuridad de la noche.
No me costaba el menor esfuerzo trepar por los resbaladizos muros de un palacio, apoyar mis pies en las hendiduras entre las piedras, sujetarme a una enredadera mientras trataba de alcanzar los barrotes de una ventana y arrancar la pesada reja, que lanzaba con toda facilidad a las relucientes aguas verdes del canal. Qué grato era contemplar cómo se hundía, ver el agua saltar en torno al peso que se sumergía en ella, contemplar el resplandor de las antorchas en la superficie.
—Voy a saltar.
—Ven.
En el interior de la alcoba, el hombre se levantó de su escritorio. Se había abrigado con una bufanda de lana para protegerse del frío. Lucía una bata azul oscuro con una orla dorada. Era un hombre rico, un banquero, amigo de los florentinos, pero no lloraba su muerte sobre las páginas de pergamino que olían a tinta, sino que calculaba las inevitables ganancias tras la muerte de todos sus socios, asesinados con una espada o cuchillo o envenenados, en una sala de banquetes privada.
¿Sospechaba que éramos nosotros los autores, el hombre ataviado con una capa roja y el muchacho de pelo castaño que habían irrumpido a través de la ventana situada en el cuarto piso de su palacio en una gélida noche invernal?
Me arrojé sobre él como si fuera el amor de mi joven vida y le arranqué la bufanda que cubría la arteria de la que iba a beber. Él me imploró que no lo hiciera, que dijera mi precio. El maestro observaba la escena en silencio, con los ojos clavados en mí, mientras el hombre me suplicaba que le perdonara la vida y yo hacía caso omiso de sus súplicas, palpándole el cuello en busca de la vena pulsante e irresistible.
—Necesito vuestra vida, señor —murmuré—. La sangre de los ladrones es espesa, ¿no es cierto?
—¡Detente, hijo mío! —gritó el hombre aterrorizado—. ¿Cómo es posible que Dios envíe su justicia de esta forma atroz?
Esa sangre humana tenía un sabor amargo, intenso, rancio, aderezada con el vino que mi víctima había bebido y las hierbas del asado que había comido. A la luz de las lámparas, mientras se deslizaba entre mis dedos antes que pudiera lamerla, observé que tenía un tono purpúreo.
Al succionar el primer chorro de sangre, noté que el corazón de mi víctima se detenía.
—Despacio, Amadeo —me advirtió el maestro.
Yo le solté, y el corazón reanudó sus latidos.