Authors: Anne Rice
El tiempo acabó por destruir el amor que nos profesábamos. El tiempo socavó nuestra grata intimidad. El tiempo devoró la conversación o los placeres que habíamos compartido.
Otro horrible e inevitable elemento participó en nuestra destrucción. No quiero hablar de ello, pero ¿quién de los nuestros me permitirá que guarde silencio sobre la cuestión de Claudia, la niña vampiro que todos me acusan de haber destruido?
Claudia. ¿Quién de los vampiros actuales para quienes dicto este relato, quién de los lectores modernos que lea esta historia como una amena novela no recuerda la vibrante imagen de Claudia, la niña vampiro de rizos dorados creada por Louis y Lestat una pérfida y temeraria noche en Nueva Orleans, la niña vampiro cuya mente y alma eran tan inmensas como la de una mujer inmortal, al tiempo que su cuerpo era el de una preciosa y perfecta muñequita de porcelana francesa?
Diré, para que conste en acta, que Claudia fue asesinada por mi demoníaca compañía de actores y actrices, pues cuando apareció en el Théátre des Vampires con Louis, su contrito y arrepentido protector y amante, muchos dedujeron que Claudia había tratado de asesinar a su principal creador, el vampiro Lestat. El asesinato o intento de asesinar al creador de uno era un delito castigado con la muerte, y Claudia vino a engrosar las filas de los condenados tan pronto como los miembros de la asamblea de París se percataron de su identidad, un ser prohibido, una niña inmortal, demasiado pequeña, demasiado frágil pese a su encanto y su astucia para sobrevivir por sus propios medios. ¡Ah, pobre blasfema y bella criatura! Su suave voz monótona, que brotaba de unos labios diminutos que invitaban a ser besados, me atormentarán eternamente.
No ordené su ejecución. Claudia padeció una muerte más atroz de lo que nadie pueda imaginar, cuyos pormenores no tengo fuerzas para relatar. Tan sólo diré que antes de ser encerrada en una cámara de ventilación revestida de ladrillos para aguardar la sentencia del dios Febo, traté de concederle su mayor deseo, tener un cuerpo de mujer, una forma acorde con la trágica dimensión de su alma.
Pues bien, en mi torpe alquimia, en mi afán de cortar las cabezas a unos cuerpos y trasplantarlas a otros, fracasé estrepitosamente. Una noche en que me haya embriagado con la sangre de numerosas víctimas y esté más dispuesto a confesarme que ahora, relataré mis burdas y siniestras operaciones, ejecutadas con el empeño de un mago y la torpeza de un joven imberbe, y describiré en todos sus atroces y grotescos detalles la catástrofe de cuerpos gimiendo y retorciéndose que provoqué con mi bisturí y mi aguja e hilo quirúrgicos.
Digamos que Claudia volvió a ser la misma, cubierta de monstruosas cicatrices, una burda imitación de la niña angelical que había sido antes de mis intentos, cuando una brutal mañana fue encerrada en la cámara mortal para perecer con la mente lúcida. El fuego divino destruyó la espantosa evidencia de mis operaciones satánicas, convirtiéndola en un monumento en cenizas. No quedó prueba alguna de sus últimas horas dentro de la cámara de tortura que constituía mi improvisado laboratorio. Nadie habría averiguado jamás lo que relato aquí.
Durante muchos años su recuerdo me atormentó. No lograba borrar de mi mente la atroz imagen de su infantil cabeza coronada de rizos dorados fijada con unos toscos puntos negros al cuerpo que no cesaba de retorcerse y moverse espasmódicamente de una vampiro hembra cuya cabeza decapitada yo había arrojado al fuego.
¡Ah, qué desastre fue aquel experimento! Un monstruo femenino con cabeza de niña, incapaz de hablar, bailando en frenéticos círculos, la sangre brotando a borbotones de su boca contraída en una mueca, los ojos en blanco, los brazos agitándose como los huesos rotos de unas alas invisibles.
Era un hecho que me juré no revelar jamás a Louis de Pointe du Lac y a quienquiera que me interrogara. Prefería que creyeran que yo había condenado a Claudia sin ofrecerle la oportunidad de escapar ni de los vampiros del teatro ni del trágico dilema de su diminuta y seductora forma angelical de pechos incipientes y piel como la seda.
Claudia no estaba en condiciones de salvarse después del fracaso de la carnicería que yo había perpetrado con ella; era una prisionera sometida a la crueldad del potro de tormento, una rea que sólo es capaz de sonreír con expresión entre amarga y soñadora mientras es conducida, rota y desesperada, a la pira funeraria. Era como una paciente terminal, en el cubículo de muerte que apesta a antiséptico de un hospital moderno, liberada de las manos de unos médicos jóvenes y excesivamente diligentes, dispuesta a entregar su alma sobre una almohada blanca.
¡Basta! No quiero recordarlo. Me niego rotundamente.
Nunca la amé. No sabía cómo.
Llevé a cabo mis planes con sobrecogedora frialdad y un pragmatismo diabólico. Puesto que había sido condenada a muerte y por tanto no era nada ni nadie, Claudia constituía el espécimen perfecto para mis caprichos. Eso fue lo más horroroso, lo que eclipsó toda fe que yo hubiera podido reivindicar posteriormente en aras del noble valor de mis experimentos. Así pues, el secreto permaneció encerrado en mí, Armand, que había asistido a siglos de refinadas e inenarrables atrocidades, un episodio no apto para los delicados oídos de un Louis desesperado, que jamás habría soportado las descripciones del tormento y la degradación de Claudia, y que en su alma jamás logró sobrevivir a su cruel muerte.
En cuanto a los otros, mis estúpidos y cínicos pupilos, que escuchaban lascivamente a través de mi puerta los gritos de mis víctimas, que quizás adivinaran el alcance de mi fallida magia, perecieron a manos de Louis.
Todo el teatro pagó su desesperación y su rabia, acaso justamente. No soy quién para juzgar su comportamiento. Yo no amaba a esos decadentes y cínicos comediantes franceses. Los seres a quienes había amado, y los que podía amar, estaban, salvo Louis de Pointe du Lac, fuera de mi alcance.
Mi única obsesión era conseguir a Louis. Así pues, no me interpuse cuando éste prendió fuego a la asamblea y al infame teatro, atacando con llamas y guadaña al amanecer, arriesgando su propia vida.
¿Por qué se vino conmigo después de estos trágicos episodios? ¿Cómo es posible que no odiara al ser a quien culpaba de la muerte de Claudia?
—Tú eras el líder de esa pandilla de miserables, pudiste haberlos detenido —me dijo Louis.
¿Por qué permanecimos juntos tantos años, vagando por el mundo como elegantes fantasmas ataviados con encajes y prendas de terciopelo bajo la estridente luz eléctrica y la barahúnda electrónica de la era moderna?
Louis permaneció conmigo porque no tenía otro remedio. Era la única forma en que podía seguir existiendo. Jamás tuvo el valor, ni nunca lo tendrá, de matarse.
Así, Louis resistió la muerte de Claudia, al igual que yo había resistido los siglos de prisión, y los años de espectáculos baratos de bulevar, pero con el tiempo aprendió a vivir solo.
Louis, mi compañero, se consumió voluntariamente, se secó como una hermosa rosa que se deshidrata en arena para que conserve sus propiedades, su perfume e incluso su tonalidad. Pese a toda la sangre que bebía, se convirtió en un ser seco, cínico, un extraño para sí mismo y para mí.
Como quiera que Louis comprendía mejor que nadie los límites de mi deforme espíritu, me olvidó mucho antes de despacharme, pero yo también aprendí de él.
Durante breve tiempo, agobiado y confundido por el mundo, yo también viví solo, total y completamente solo por primera vez en mi vida.
Pero ¿quién de nosotros es capaz de resistir solo? En mis horas más terribles, yo tuve el consuelo de la antigua monja de la vieja asamblea, Allesandra, o al menos la cháchara de quienes me tomaban por un pequeño santo.
¿Por qué en esta última década del siglo XX buscamos nuestra mutua compañía sólo de vez en cuando para cambiar unas pocas palabras y frases de cortesía? ¿Por qué estamos reunidos en este viejo y polvoriento convento compuesto por numerosas estancias de muros de piedra desiertas para llorar al vampiro Lestat? ¿Por qué los más viejos de nuestra especie acuden aquí para asistir a la derrota más reciente y terrorífica de Lestat?
No soportamos estar solos. No lo resistimos, como tampoco lo resistían los antiguos monjes, unos hombres que habían renunciado a todo en nombre de Jesucristo, pero que vivían en congregaciones para no estar solos, pese a imponerse las duras normas de unas celdas solitarias y un silencio ininterrumpido. No soportaban vivir solos.
Somos demasiados hombres y mujeres; estamos formados a imagen y semejanza del Creador, y qué podemos decir sobre él con certeza excepto que Él, quienquiera que sea (Cristo, Yahvé, Alá), nos creó porque ni siquiera Él, en su infinita perfección, soportaba el estar solo.
Con el tiempo concebí otro amor natural, hacia un joven mortal llamado Daniel, a quien Louis había relatado su historia, publicada bajo el absurdo título de Entrevista con el vampiro, a quien posteriormente convertí en vampiro por los mismos motivos que Marius me convirtió a mí en un vampiro hace tiempo: el joven, que había sido mi fiel compañero mortal, y sólo de vez en cuando un intolerable pelmazo, estaba a punto de morir.
La creación de Daniel no constituye en sí misma ningún misterio. La soledad siempre nos lleva a hacer estas cosas. Sin embargo, yo estaba convencido de que los seres que nosotros creamos siempre nos detestan por ello. Con todo, no puedo decir que yo detestara a Marius, ni por haberme creado ni por no haber regresado junto a mí para asegurarme de que había sobrevivido al terrible fuego creado por la asamblea romana. Yo había preferido permanecer junto a Louis que crear a otros vampiros. Al poco de haber creado a Daniel, no tardaron en confirmarse mis peores sospechas.
Daniel, aunque vivaracho y dinámico, aunque educado y amable, no soporta mi compañía como yo tampoco soporto la suya. Dotado de mi poderosa sangre, es capaz de enfrentarse a cualquiera que cometa la imprudencia de estropear sus planes para una velada, un mes o un año, pero no es capaz de afrontar mi continua compañía, ni yo la suya.
Transformé a Daniel, un morboso romántico, en un auténtico asesino; plasmé en las células de su sangre el horror que él creía adivinar en las mías. Forjé su rostro en la carne del primer joven inocente al que tuvo que matar para saciar su inevitable sed, lo cual me derribó del pedestal en el que me había colocado su enajenada, febril, poética y exuberante mente mortal.
No obstante, cuando perdí a Daniel yo tenía a otros, es decir, cuando adquirí a Daniel como pupilo neófito, le perdí como amante mortal, y al cabo de un tiempo me separé de él.
Tenía a otros porque, de nuevo por razones que no puedo explicarme ni yo mismo, creé otra asamblea, otra sucesora de la asamblea parisina de Los Inocentes y el Théátre des Vampires, un elegante y moderno escondite para los más viejos, los más experimentados, los más resistentes de nuestra especie. Se trataba de un laberinto de lujosas estancias ocultas en el tipo de edificio más indicado para pasar inadvertido, un moderno hotel turístico y centro comercial situado en una isla frente a las costas de Miami, Florida, una isla donde las luces jamás se apagaban y la música nunca cesaba de sonar, una isla donde los hombres y las mujeres acudían a millares en yates desde tierra firme para explorar sus costosas boutiques o hacer el amor en las opulentas, decadentes, espléndidas y elegantes suites y habitaciones del hotel.
La «Isla Nocturna» fue mi creación, con su helipuerto y su puerto deportivo, sus casinos secretos e ilegales, sus gimnasios con los muros de espejos y sus piscinas climatizadas, sus fuentes de cristal, sus escaleras mecánicas plateadas, su emporio de deslumbrantes productos, sus bares, tabernas, salones y teatros donde yo, vestido con elegantes chaquetas de terciopelo, ceñidos vaqueros y enormes gafas de sol negras, el pelo cortado cada noche (pues de día recupera su longitud «renacentista»), podía pasearme tranquilamente y de forma anónima, nadar entre los acogedores murmullos de los mortales que me rodeaban y, cuando el hambre me acuciaba, buscar a un individuo que me deseara, un individuo que por razones de salud, pobreza, cordura o enajenación mental deseara caer en los tentadores y jamás opresivos brazos de la muerte y perecer desangrado.
Confieso que no pasé hambre. Arrojaba a mis víctimas en las aguas cálidas y límpidas del Caribe. Mi puerta estaba abierta a cualquier vampiro dispuesto a limpiarse las botas antes de entrar. Era como si hubieran vuelto los viejos tiempos de Venecia, cuando el palacio de Bianca estaba abierto a todas las damas y todos los caballeros, a todos los artistas, poetas, soñadores y conspiradores que se atrevieran a presentarse. Sin embargo, esos tiempos no habían vuelto.
No requirió los esfuerzos de una pandilla de vagabundos vestidos con togas negras para dispersar la asamblea de la Isla Nocturna. Los que se refugiaron allí durante breve tiempo acabaron marchándose por su propio pie. A los vampiros no les gusta la compañía de otros vampiros. Anhelan el amor de otros inmortales, sí, siempre, lo necesitan, como necesitan los profundos lazos de lealtad que se establecen inevitablemente entre quienes se niegan a convertirse en enemigos. Pero no desean la compañía.
Mis espléndidos salones con muros de cristal en la Isla Nocturna no tardaron en vaciarse, y yo mismo comencé a ausentarme durante semanas, e incluso meses.
Aún sigue allí la Isla Nocturna. Sigue allí, y de vez en cuando regreso a ella y me encuentro algún inmortal solitario que se ha alojado en el hotel para comprobar cómo nos va al resto de nosotros, o acompañado por otro vampiro que ha venido a visitar la isla. Vendí la gigantesca empresa por una fortuna mortal, pero sigo siendo dueño de una villa de cuatro pisos (un club privado que se llama Il Villagio), con sus secretas y profundas criptas en las que son bienvenidos todos los de nuestra especie.
No hay muchos, pero permite que te explique quiénes son. Déjame que te explique quién ha sobrevivido a los siglos, quién ha resurgido después de centenares de años de misteriosa ausencia, quién ha comparecido para formar parte del censo no escrito de los muertos vivientes modernos.
En primer lugar está Lestat, el autor de cuatro libros sobre su vida y obra que contienen todo cuanto podrías desear saber sobre él y algunos de nosotros. Lestat, el eterno rebelde y bromista. Un metro y ochenta y dos centímetros de estatura, un joven de veinte años cuando fue creado, con grandes ojos cálidos y azules y una espectacular cabellera espesa y rubia, la mandíbula cuadrada, con una boca carnosa y exquisitamente perfilada y una piel oscurecida por una temporada en el sol que habría matado a un vampiro menos resistente, mujeriego, una fantasía salida de la pluma de Osear Wilde, espejo de la moda, en ocasiones el vagabundo más osado, irrespetuoso y tronado, un lobo solitario, un rompecorazones, astuto, apodado «Príncipe Impertinente» por mi antiguo maestro —imagínate, mi Marius, sí, mi Marius, que había logrado sobrevivir a las antorchas de la asamblea romana—, apodado «Príncipe Impertinente» por Marius, aunque me gustaría saber en qué corte, por qué derecho divino y qué sangre real. Lestat, que poseía la sangre de la más vieja de los nuestros, la Eva de nuestra especie, un ser que había sobrevivido unos seis o siete mil años a su Edén, un perfecto horror que, tras haberle sido conferido el poético título de reina Akasha de aquellos que deben ser custodiados, por poco destruye el mundo.