Authors: Anne Rice
—¡Que comience el baile! —exclamó.
El batir de los tambores se convirtió en un rugido, las chirimías emitieron su melancólico gemido y las panderetas comenzaron a sonar de forma machacona.
Del apretado círculo formado por los vampiros brotó un grito ronco y prolongado. Luego, todos enlazaron sus manos y comenzaron a bailar.
Me tomaron de la mano y me atrajeron hacia el círculo formado en torno a la fogata. Los bailarines tiraban de mí hacia la derecha y la izquierda al tiempo que giraban hacia un lado y el otro. De pronto la cadena se rompió y las figuras comenzaron a brincar y a ejecutar volteretas en el aire.
Sentí el viento en la nuca al tiempo que giraba y saltaba. Extendí los brazos con increíble precisión para recibir las manos de los bailarines que tenía a ambos lados y continuamos meciéndonos hacia la derecha y luego la izquierda.
En lo alto, las silenciosas nubes se espesaron, curvándose y deslizándose a través del encapotado cielo. En éstas comenzó a llover; su suave clamor quedó sofocado por las voces de los enloquecidos bailarines, el crepitar del fuego y el torrente de los tambores.
Lo oí. Me volví y salté en el aire para recibir la lluvia plateada que cayó sobre mí como una bendición del plomizo cielo, las aguas bautismales de los malditos.
La música se intensificó. Un ritmo bárbaro se apoderó de la ordenada cadena de bailarines. Bajo la lluvia y el inagotable resplandor de la gigantesca hoguera, los vampiros alzaron los brazos, gritando, retorciéndose, encogiendo las piernas y pateando el suelo con la espalda encorvada. De golpe se soltaron y comenzaron a girar y brincar con frenesí, moviendo las caderas sin cesar, con los brazos extendidos, la boca abierta, al tiempo que entonaban a voz en cuello el himno Dies trae, dies illa. ¡Oh, sí, sí, día de ira, día de fuego!
Más tarde, mientras la lluvia seguía cayendo de forma solemne y regular, cuando la hoguera no era sino una ruina negra, cuando todos se hubieron marchado en busca de víctimas para saciar su sed, cuando sólo unos pocos se arremolinaron sobre la tierra negra del sabbat, entonando sus oraciones presa de un angustiado delirio, yo permanecí tendido en silencio, con el rostro apoyado en tierra, dejando que la lluvia me bañara.
Me pareció ver a los monjes del Monasterio de las Cuevas, quienes se rieron de mí, pero amablemente.
—¿Qué te hizo pensar que podrías huir, Andrei? —me preguntaron—. ¿No te diste cuenta de que Dios te había llamado?
—Alejaos, no estáis aquí, yo no estoy en ninguna parte. Estoy perdido en el sombrío erial de un invierno infinito.
Traté de imaginar a Dios, su sagrado rostro, pero sólo vi a Allesandra, que me ayudó a levantarme. Allesandra prometió hablarme de la época tenebrosa, antes de que Santino fuera creado, cuando ella recibió el Don Oscuro en los bosques de Francia, el país al que íbamos a trasladarnos.
—Señor, escucha mi plegaria —musité ansioso de contemplar su bendito rostro.
Sin embargo, esas cosas nos estaban vedadas, y no podíamos contemplar jamás la imagen de Dios. Debíamos trabajar sin ese consuelo, hasta que la Tierra cesara de existir. El infierno es la ausencia de Dios.
¿Qué puedo decir para defenderme? ¿Qué puedo decir?
Otros han relatado la historia de cómo fui durante siglos el líder indiscutible de la asamblea de París, que viví esos años en ignorancia y en la sombra, obedeciendo unas leyes caducas, hasta que dejé de recibirlas cuando Santino y la asamblea romana desaparecieron, y que entonces, cubierto de harapos y desesperado, me aferré a la vieja fe y a los viejos métodos mientras otros se inmolaban en el fuego o simplemente desaparecían.
¿Qué puedo decir en defensa del converso y el santo en el que me convertí?
Durante trescientos años seguí siendo el ángel errante de Satanás, su sicario con cara aniñada, su lugarteniente, su adorador. Allesandra estaba siempre a mi lado. Cuando otros perecían o desertaban, Allesandra se ocupaba de mantener viva la fe. Pero era mi pecado, mi viaje, mi terrible locura, y debía cargar yo solo con ese fardo hasta el fin de mis días.
Aquella última mañana en Roma, antes de partir hacia el norte, decidieron cambiarme el nombre.
Amadeo, que significa amado por Dios, resultaba un nombre muy poco apropiado para un Hijo de las Tinieblas, especialmente para el que iba a convertirse en el jefe de la asamblea de París.
De las diversas opciones que me ofrecieron, Allesandra eligió el nombre de Armand.
Así fue como me convertí en Armand.
Me niego a seguir comentando el pasado. No me gusta. Me tiene sin cuidado. ¿Cómo puedo relatarte algo que no me interesa? ¿Acaso te interesa a ti?
El problema es que se ha escrito demasiado sobre mi pasado. Pero ¿y si no has leído esos libros? ¿Y si no te has recreado con las profusas descripciones del vampiro Lestat sobre mi persona y mis supuestos delirios y errores?
De acuerdo. Unas palabras más, pero sólo para situarme en Nueva York, en el momento en que vi el velo de la Verónica, para que no tengas que leer sus libros para ponerte al corriente, para que te baste mi libro.
De acuerdo. Cruzaremos el Puente de los Suspiros.
Durante trescientos años, fui fiel a las viejas normas de Santino, aun después de que el propio Santino hubiera desaparecido. Este vampiro que te habla no estaba muerto. Apareció en la era moderna, pletórico de salud, fuerte, silencioso y sin disculparse por los credos que me había hecho tragar en el año 1500 antes de que me enviaran a París.
Yo estaba loco en aquella época. Dirigí con eficacia la asamblea de París, me convertí en el arquitecto y artífice de sus ceremonias, sus estrambóticas y siniestras letanías, sus sangrientos bautismos. Mi fuerza física aumentó de año en año, como en el caso de todos los vampiros; alimenté mis poderes vampíricos bebiendo con avidez la sangre de mis víctimas, pues era el único placer que concebía.
Atraía a los seres que mataba por medio de unos encantamientos. Elegía a los más hermosos, los prometedores, los más audaces y espléndidos para mi festín, transmitiéndoles unas visiones fantásticas para mitigar su temor y su sufrimiento.
Estaba loco. Habiéndome sido negados los lugares donde reinaba la luz, el consuelo de entrar en la iglesia más humilde, empeñado en perfeccionar los siniestros designios de nuestra especie, vagaba como un espectro cubierto de polvo a través de los oscuros callejones de París, transformando la poesía y la música más nobles en una insensata barahúnda en virtud de la cera de piedad y fanatismo que me taponaba los oídos, ciego a la imponente majestuosidad de sus catedrales y palacios.
Dedicaba a la asamblea todo mi amor; comentábamos en la oscuridad la forma de convertirnos en santos de Satanás, o si debíamos ofrecer a un hermoso y audaz envenenador nuestro pacto demoníaco y convertirlo en uno de los nuestros.
En ocasiones yo pasaba de una locura aceptable a un estado en el que sólo yo conocía los peligros. En mi celda de tierra situada en las secretas catacumbas debajo de Los Inocentes, el inmenso cementerio de París donde habíamos construido nuestra guarida, soñaba noche tras noche con algo extraño y sin sentido. ¿Qué había sido de aquel pequeño y hermoso tesoro que me había confiado mi madre? ¿Qué había sido del singular artefacto de Podil que ella había tomado del rincón reservado a los iconos y había depositado en mis manos, el huevo pintado, el huevo escarlata decorado con una estrella exquisitamente pintada? ¿Dónde se encontraba ahora? ¿Qué había sido de él? ¿No lo había dejado yo, envuelto en unas pieles en el ataúd dorado que había sido mi morada? Pero ¿habían ocurrido esas cosas que yo creía recordar, esa vida en una ciudad repleta de espléndidos palacios de piedras blancas, relucientes canales y un dulce e inmenso mar surcado por barcos veloces de airosa silueta, cuyos remos se movían en perfecto unísono como si fueran unos organismos vivos, esos barcos, esos magníficos barcos pintados, decorados a menudo con flores, con unas velas de un blanco inmaculado? ¡No, no podía ser real! ¡Una alcoba dorada que contenía un ataúd dorado! Y ese tesoro tan especial, ese objeto frágil y maravilloso, ese huevo pintado, ese huevo delicado y perfecto cuya cascara pintada contenía en su interior una mezcla perfecta, húmeda y misteriosa de líquidos vivos... ¡Ah, qué pensamientos tan extraños! Pero ¿qué había sido de él? ¿Quién lo había encontrado?
Sin duda, lo había encontrado alguien. En caso contrario, seguía allí, oculto debajo de los fundamentos de un palacio en una ciudad flotante, en un panteón impermeable construido en la empapada tierra debajo de las aguas de la laguna. No, imposible. No podía estar allí. No pienses en ello. No pienses en que unas manos profanas se hayan apoderado de él. ¿Sabes, miserable alma embustera? Jamás regresaste a ese lugar, a esa ciudad junto al río por cuyas calles fluye un agua gélida, donde tu padre, un mito que te has inventado, bebió vino de tus manos y te perdonó el que te hubieras convertido en un negro y potente pájaro alado, un ave nocturna que vuela por encima de las cúpulas de la Ciudad de Vladimir, como si alguien hubiera roto ese huevo, ese huevo prodigiosa y maravillosamente pintado que tu madre atesoraba y te regaló, partiendo la cascara cruelmente con el pulgar, y del pútrido líquido que contenía, ese líquido pestilente, hubieras nacido tú, el ave nocturna que vuela sobre las humeantes chimeneas de Podil, sobre las cúpulas de la Ciudad de Vladimir, más y más alto, deslizándose sobre los páramos, sobre el mundo, hacia este lúgubre bosque, este frondoso e infinito bosque del que jamás lograrás escapar, este lugar frío y desolado donde habita el lobo hambriento, la rata voraz, el gusano que se arrastra y la víctima que grita desesperada.
Entonces aparecía Allesandra.
—Despierta, Armand. Has vuelto a tener esos sueños tan tristes, esos sueños que preceden a la locura, no puedes abandonarme, hijo mío, temo la muerte más de lo que temo esto; no deseo estar sola, no puedes dirigirte hacia el fuego, no puedes marcharte y dejarme aquí.
No, no podía hacerlo. No tenía el valor para dar ese paso. No tenía esperanza de nada, aunque hacía siglos que no recibía órdenes de la asamblea de Roma.
Sin embargo, llegó el fin de mis largos siglos al servicio de Satanás.
Apareció ataviado en terciopelo rojo, como la capa que tanto amaba mi antiguo maestro, Marius, un rey de ensueño. Apareció caminando con paso ágil y airoso a través de las iluminadas calles de París como si lo hubiera creado Dios.
Era un joven vampiro, al igual que yo, hijo del mil setecientos, según calculan los entendidos, un vampiro brillante, descarado, torpe, alegre y bribón disfrazado de la guisa de un joven, que había venido a apagar el fuego sagrado que aún ardía en la fisura de mi alma y esparcir las cenizas a los cuatro vientos.
Era el vampiro Lestat. No fue culpa suya. De haber podido uno de nosotros acabar con él una noche, liquidarlo con su propia y elegante espada y prenderle fuego, habríamos pasado unos cuantos siglos más sumidos en nuestra penosa ignorancia.
Sin embargo, nadie era capaz de acabar con él, ya que era demasiado fuerte. Creado por un poderoso y antiguo renegado, un legendario vampiro llamado Magnus, este Lestat, que había cumplido veinte años mortales, un aristócrata rural errante y sin un centavo procedente de las rústicas tierras de la Auvernia, que había renunciado a la tradición, a la respetabilidad y a toda esperanza de ocupar un puesto en la corte, cosa que no ambicionaba puesto que no sabía leer ni escribir, y era demasiado descarado para servir a un rey o a una reina, convertido en una celebridad rubia de espectáculos de bulevar barato, amante de hombres y mujeres, un genio alegre, intrépido, con una ambición sin límites, este Lestat, este joven de ojos azules insolentemente pagado de sí mismo, se había quedado huérfano la misma noche de su creación a manos del antiguo monstruo que le había dado vida, quien le había legado una fortuna oculta en la habitación secreta de una destartalada torre medieval, tras lo cual se había arrojado en los reconfortantes brazos de las llamas.
Este Lestat, que no sabía nada sobre antiguas asambleas y tradiciones, sobre delincuentes cubiertos de hollín que medraban bajo los cementerios y se creían con derecho a tildarle de hereje, un ser marginal, un bastardo de la Sangre Oscura, que se paseaba por París, solitario y atormentado debido a sus dotes sobrenaturales, pero refocilándose con sus nuevos poderes, que bailaba en las Tullerías con las mujeres más elegantes de la ciudad, no sólo gozaba asistiendo a las representaciones de ballet y teatro, no sólo se paseaba por los Lugares de Luz, como los llamamos nosotros, sino que deambulaba con aire nostálgico por la misma catedral de Notre Dame de París, frente al altar mayor, sin que un rayo divino cayera sobre él y le abatiera.
Lestat nos destruyó. Me destruyó a mí.
Allesandra, que para entonces estaba tan loca como el resto de los viejos vampiros, sostuvo una divertida discusión con Lestat cuando yo le arresté y le conduje ante nuestro tribunal subterráneo para ser juzgado, tras lo cual ella también murió abrasada, dejándome ante un hecho obvio: que nuestras costumbres eran caducas, que nuestras supersticiones eran risibles, que nuestras togas negras eran ridiculas, nuestra penitencia y sacrificios absurdos, nuestras creencias de que servíamos a Dios y al Diablo egocéntricas, ingenuas y estúpidas, y nuestra organización tan obsoleta en el alegre y ateo mundo parisino de la Edad de la Razón como le habría parecido siglos atrás a mi amado Marius veneciano.
Lestat era el niño bonito, risueño, el pirata que no respetaba nada ni a nadie, que al poco partió de Europa en busca de su propio territorio en la colonia de Nueva Orleans en el Nuevo Mundo.
No me ofreció ninguna filosofía consoladora ese diácono de cara aniñada surgido de la más lóbrega prisión, ese joven desprovisto de toda creencia, creado para lucir los atuendos de moda de la época y pasearse por las avenidas principales de la ciudad como yo había hecho hacía trescientos años en Venecia.
Mis seguidores, esos pocos a quienes yo no podía dominar y enviar con amargura a las llamas, se desenvolvían con asombro y torpeza en su nueva libertad, una libertad que utilizaban para sustraer el oro de los bolsillos de sus víctimas, para lucir sedas y pelucas blancas empolvadas y asistir al esplendor del escenario teatral, la lustrosa armonía de un centenar de violines, la destreza de unos actores que recitaban en verso.