Authors: Anne Rice
Sybelle se acercó a la cama; el aroma dulce y penetrante de su carne pura se confundía con el olor más intenso que emanaba el individuo. Sin embargo, era su sangre lo que yo ansiaba, una sangre que hizo que mi reseca boca se hiciera agua. Apenas pude contener un suspiro de gozo bajo la colcha. Mis rígidos y doloridos miembros estaban a punto de ponerse a bailar de alegría.
El rufián estaba examinando la habitación, mirando a diestro y siniestro a través de las puertas abiertas, aguzando el oído para percibir otras voces, pensando en si convenía registrar este espacioso apartamento de hotel, atestado de objetos y cachivaches, antes de pasar al asunto que lo había traído aquí. No paraba de mover los dedos. En un rápido y silencioso fias, capté por vía telepática que había esnifado la cocaína que había adquirido Benji, y que deseaba más.
—Eres una señorita muy guapa —comentó a Sybelle.
—¿Quiere que levante la colcha? —preguntó ella.
Percibí el olor del pequeño revólver que el tipo llevaba oculto en su bota negra de cuero, y la otra pistola, que llevaba en un estuche en el sobaco, emanaba unos olores metálicos claramente distintos. También noté que llevaba dinero, el inconfundible olor rancio del papel moneda.
—Vamos, tío, ¿no te atreves a levantar la colcha? —preguntó Benji—. ¿Quieres que lo haga yo? No tienes más que decírmelo. ¡Te aseguro que vas a llevarte una buena sorpresa!
—Ahí debajo no hay nadie —dijo el otro con tono despectivo—. ¿Por qué no nos sentamos y charlamos un rato? Vosotros no vivís aquí, a que no. Creo que vuestros hijos necesitan unos consejos paternales.
—El cadáver está quemado —comentó Benji—. No vayas a desmayarte.
—¿Quemado? —preguntó el hombre.
Sybelle extendió súbitamente su mano fina y larga y retiró la colcha. Sentí sobre mi piel una ráfaga de aire fresco. Contemplé al hombre, que retrocedió apresuradamente.
—¡Dios! —exclamó el hombre con voz ronca y entrecortada.
Mi cuerpo dio un salto atraído por aquella suculenta fuente de sangre como una grotesca marioneta suspendida de un sinfín de hilos que se movían rápidamente. Me arrojé sobre él, le clavé mis chamuscadas uñas en el cuello, le rodeé con el otro brazo en un íntimo y doloroso abrazo, lamiendo la sangre que manaba de los rasguños que le había causado al lanzarme sobre él, y, haciendo caso omiso del lacerante dolor que reflejaba mi rostro, abrí la boca y le clavé los colmillos.
Lo tenía en mi poder. Ni su estatura, ni su fuerza, ni su poderoso torso, ni sus enormes manazas tratando de lastimar mi carne le sirvieron de nada. Lo tenía en mi poder. Bebí un largo trago de sangre y creí que iba a desvanecerme, pero mi cuerpo no estaba dispuesto a consentirlo. Mi cuerpo estaba adherido al suyo como un animal dotado de voraces tentáculos.
De inmediato, sus desquiciados y luminosos pensamientos me mostraron un torbellino de rutilantes imágenes neoyorquinas, unas imágenes de indiscriminada crueldad y grotesco horror, de exacerbada energía provocada por drogas y siniestra hilaridad. Dejé que esas imágenes me inundaran. No podía acabar con él rápidamente. Necesitaba ingerir hasta la última gota de su sangre, y para eso era preciso que su corazón siguiera latiendo, que no se detuviera.
No recordaba haber saboreado jamás una sangre tan potente, tan dulce y salada al mismo tiempo; por más que rebuscara en mi memoria no recordaba haber experimentado nunca una sensación tan deliciosa, el éxtasis de saciar mi sed, de aplacar mi hambre, de hacer que mi soledad se disolviera en este cálido e íntimo abrazo, en el que el sonido de mi trabajosa respiración me habría horrorizado de haber reparado en ello.
Mientras gozaba de mi festín, emitía unos ruidos espantosos, obscenos. Mis dedos masajeaban sus gruesos músculos, mi nariz estaba pegada a su cuidada piel, lavada con un jabón perfumado.
—Hummm, te amo, no te haría daño por nada en el mundo... ¿Lo sientes? Qué sensación tan dulce, ¿verdad? —murmuré sobre el lago de su magnífica sangre—. Hummm, sí, qué dulce es, mejor que el brandy más caro, hummm...
El individuo, conmocionado, estupefacto, capituló, rindiéndose al delirio que yo alimentaba con cada palabra que pronunciaba. Le desgarré el cuello con los dientes, ensanchando la herida, rompiendo la arteria por completo. La sangre brotaba a borbotones.
Sentí un exquisito escalofrío que me recorría la espalda; se deslizó por la parte posterior de mis brazos, mis nalgas y mis piernas. Era una mezcla de dolor y placer mientras la sangre caliente y vigorosa penetraba en las microfibras de mi maltrecha carne, revitalizando los músculos debajo de la abrasada piel, filtrándose hasta el mismo tuétano de los huesos. Necesitaba más.
—Mantente vivo, no mueras, no quiero que mueras —susurré, frotando mis dedos sobre su cuero cabelludo, sintiendo por fin que eran unos dedos humanos, no los dedos pterodáctilos que eran hacía unos momentos. Estaban calientes. Sentí de nuevo el fuego, el fuego abrasador en mis chamuscados miembros; esta vez tenía que producirse la muerte, no podía resistirlo más, había alcanzado una cima y ahora me invadía un dolor sordo, intenso, reconfortante.
Con los carrillos inflados y sonrojados, seguí devorando el precioso líquido que se deslizaba por mi garganta sin la menor dificultad.
—Sí, mantente vivo, eres tan fuerte, tan maravillosamente fuerte —murmuré—. Hummm, no, no te vayas... todavía no, aún no ha llegado el momento.
Las rodillas del individuo se doblaron y cayó lentamente sobre la alfombra, y yo con él, arrastrándole suavemente hacia el borde de la cama, y dejando luego que cayera junto a mí, de forma que yacíamos abrazados como amantes. Su cuerpo contenía más sangre, mucha más de la que yo podía haber ingerido en circunstancias normales, más de lo que podía haber deseado.
Incluso en las raras ocasiones en que, siendo yo un vampiro neófito y codicioso, en que me había apoderado de dos o tres víctimas cada noche, nunca había bebido tanta sangre de ninguna de ellas. Apuré los oscuros y deliciosos posos, succionando los mismos vasos sanguíneos en unos dulces coágulos que se disolvieron sobre mi lengua.
—Eres increíble, increíble.
Sin embargo, su corazón no resistió más. Latía a un ritmo pausado e inevitablemente mortal. Mordí la piel de su rostro y la desgarré sobre la frente, succionando la suculenta masa de vasos sanguíneos que cubrían su cráneo. Había tanta sangre detrás de los tejidos del rostro... Succioné las fibras y tras chupar todo su contenido las escupí, viendo cómo caían al suelo cual un montón de despojos.
Deseaba devorar su corazón y su cerebro. Había visto hacerlo a los vampiros ancianos. En cierta ocasión había visto a la Pandora romana devorar incluso el corazón de una víctima.
Decidí hacer lo mismo. Asombrado de ver mi mano completamente formada aunque de un color marrón oscuro, puse los dedos rígidos hasta convertir mi mano en una espada mortal y se la clavé en el pecho, desgarrando la piel y partiendo las costillas, traspasando los suaves tejidos hasta apoderarme del corazón, tal como había visto hacer a Pandora, y bebí de él. ¡Ah, estaba rebosante de sangre! Esto era magnífico. Lo chupé hasta dejarlo seco y luego lo arrojé al suelo.
Permanecí tendido e inmóvil junto a él, con la mano derecha apoyada en su nuca, la cabeza inclinada sobre su pecho, respirando de forma entrecortada, como si suspirara. La sangre bailaba en mi interior. Mis brazos y piernas se movían espasmódicamente. Todo mi cuerpo estaba sacudido por unas convulsiones que me nublaban la vista: la imagen de los restos exangües de mi víctima aparecía ante mí de forma intermitente, al igual que la habitación.
—Qué hermano tan dulce —murmuré—. Querido y dulce hermano. —Me tumbé boca arriba. Percibí el rugido de su sangre en mis oídos, noté cómo se deslizaba por mi cuero cabelludo, produciéndome un cosquilleo en las mejillas y en las palmas de las manos. Ah, era una sangre espléndida, suculenta como pocas...
—Conque un tipo malvado, ¿eh? —oí decir a Benji a lo lejos, en el mundo de los vivos.
A lo lejos, en una dimensión donde la gente tocaba el piano y los niños bailaban, vi a Sybelle y a Benji, de pie, como dos figuritas recortables iluminadas por la oscilante luz de la habitación, observándome fijamente; él, el pequeño bribón del desierto con su elegante cigarrillo negro, fumando y relamiéndose los labios con las cejas arqueadas, y ella parecía flotar, mostrando una expresión tan enérgica y decidida como antes, impasible, como si lo que acababa de presenciar no la hubiera impresionado lo más mínimo.
Me incorporé de rodillas y, sujetándome en el borde de la cama, me puse de pie y me planté ante ella desnudo.
Ella me miró y sonrió; sus ojos emitían una intensa luz grisácea.
—Magnífico —musitó.
—¿Magnífico? —pregunté. Alcé las manos y me aparté el pelo de la cara—. Mostradme un espejo. Apresuraos. Tengo sed. Vuelvo a tener sed.
Mi transformación había comenzado; esto iba en serio. Contemplé estupefacto mi imagen en el espejo. Yo había visto a muchos vampiros destruidos, pero cada cual se destruye de una determinada manera, y yo, por unos motivos alquímicos que no alcanzaba a comprender, me había convertido en un ser de color marrón oscuro, el mismo color del chocolate, con unos ojos extraordinarios como ópalos blancos dotados de unas pupilas castaño rojizas. Tenía las tetillas negras como pasas, las mejillas enjutas, las costillas perfectamente definidas debajo de mi reluciente piel, y las venas, unas poderosas venas llenas de vida, destacaban en mis brazos y mis pantorrillas. Mi cabello, por supuesto, nunca había presentado un aspecto tan lustroso, abundante, juvenil y natural.
Abrí la boca. Sentía una sed tremenda. Toda mi carne revitalizada cantaba de sed o me maldecía por ella. Era como si un millar de células aplastadas y mudas cantaran pidiendo sangre.
—Necesito más. La necesito. No os acerquéis a mí. —Pasé apresuradamente junto a Benji, que estaba tan excitado que casi se puso a dar brincos.
—¿Qué quieres? ¿Qué puedo hacer? Iré a buscarte a otro.
—No, iré yo mismo.
Me incliné sobre la víctima y le aflojé la corbata de seda. Luego le desabroché apresuradamente los botones de la camisa.
Benji comenzó de inmediato a desabrocharle el cinturón. Sybelle, de rodillas junto a él, le quitó las botas.
—Cuidado con la pistola —dije preocupado—. Aléjate de él, Sybelle.
—Ya me he fijado en la pistola —replicó ella en tono de reproche. La depositó en el suelo, con cuidado, como si se tratara de un pescado recién capturado que temiera que se le escapara. Luego despojó a la víctima de los calcetines—. Estas ropas te irán grandes, Armand.
—¿Puedes prestarme unos zapatos, Benji? Tengo los pies pequeños.
Me levanté y me puse rápidamente la camisa de la víctima, abrochando los botones con una velocidad pasmosa.
—No os quedéis ahí mirándome como pasmarotes; traedme unos zapatos —dije. Me enfundé el pantalón, subí la cremallera de la bragueta, y con ayuda de las ágiles manos de Sybelle, me abroché el cinturón de cuero, apretándomelo todo lo que pude. Ya estaba vestido.
Sybelle se arrodilló frente a mí, rodeada por el inmenso círculo floreado que formaba su vestido en el suelo, y enrolló los bordes del pantalón sobre mis pies tostados y desnudos.
Yo introduje las manos a través de los puños adornados con los costosos gemelos de brillantes sin necesidad de desabrocharlos.
Benji dejó caer frente a mí unos elegantes zapatos negros, unos mocasines de Bally que ese divino golfillo ni siquiera había estrenado. Sybelle tomó un calcetín para colocármelo en el pie. Benji tomó el otro.
Me puse la chaqueta y estaba listo para salir. El dulce cosquilleo que sentía en las venas había cesado. Sentí de nuevo dolor, un dolor acuciante, como si me atravesara todo el cuerpo un hilo de fuego, y la bruja que sostenía la aguja tirara cada vez más fuerte del hilo para hacerme temblar.
—Una toalla, tesoros, una toalla vieja, vulgar y corriente. No, dejadlo estar, no a estas alturas del siglo, olvidaos.
Contemplé con desprecio la carne cerúlea del cadáver. Este yacía con los ojos fijos en el techo; los pelitos negros de las fosas nasales destacaban contra la piel exangüe, sus dientes amarillos asomaban entre sus pálidos labios. El vello de su pecho era un amasijo empapado del sudor de su muerte, y junto a la enorme y profunda herida yacía el despojo de su corazón, estrujado hasta extraerle la última gota de sangre. Ah, ésa era la perversa prueba que yo debía ocultar a los ojos de todo el mundo por un problema de principio. Tomé los restos de su corazón y los introduje de nuevo en la cavidad del pecho. Luego escupí sobre la herida y la froté con los dedos.
—¡Fíjate, Sybelle, la herida está cicatrizando! —exclamo Benji atónito.
—Sólo un poco —contesté—. Está demasiado frío, demasiado vacío.
Miré a mi alrededor. Vi la billetera del individuo, papeles, una bolsa de cuero, un montón de billetes verdes sujetos con una elegante pinza de plata. Lo recogí todo. Me metí el dinero en un bolsillo y lo demás en el otro. ¿Qué otras pertenencias tenía? Cigarrillos, una peligrosa navaja automática y las pistolas, sí, las pistolas. Guardé esos objetos en los bolsillos de mi chaqueta.
Tragándome las náuseas, me agaché y tomé en brazos a aquel repugnante individuo blanco y flácido, luciendo sus ridículos calzoncillos de seda y su costoso reloj de oro. Estaba recobrando mis viejas fuerzas, de eso no cabía duda. El hombre pesaba, pero podía haberlo transportado fácilmente sobre los hombros.
—¿Qué vas a hacer? ¿Dónde irás? —preguntó Sybelle—. No puedes abandonarnos, Armand.
—¡Debes regresar! —apostilló Benji—. Dame ese reloj, no tires el reloj de ese hombre.
—Calla, Benji —murmuró Sybelle—. Sabes perfectamente que te he comprado unos relojes estupendos. No lo toques, Armand ¿Que podemos hacer para ayudarte? —preguntó aproximándose a mí—. ¡Mira! —exclamó, señalando el brazo del cadáver que colgaba justo debajo de mi codo derecho—. Se ha hecho la manicura. No deja de ser chocante.
—Oh, sí, ese tipo se cuidaba mucho —repuso Benji—. Ese reloj vale cinco mil dólares.
—Olvídate del reloj —replicó Sybelle—. No queremos nada suyo. —Luego volvió a mirarme y añadió—: Sigues cambiando, Armand. Tienes la cara más llena.
—Sí, y me duele —contesté yo—. Esperadme. Preparadme una habitación oscura. Volveré en cuanto me haya alimentado. Debo ir a alimentarme, a beber más y más sangre para que se curen las heridas que me quedan. Abridme la puerta.