Authors: Anne Rice
Lestat, un buen amigo, por quien habría sacrificado mi vida inmortal, cuyo amor y compañía imploré en multitud de ocasiones, vanidoso, fascinante, un insoportable pelmazo sin el cual no puedo existir.
Así es Lestat.
Louis de Pointe du Lac, a quien ya he descrito más arriba pero que siempre me divierte imaginar: delgado, algo menos alto que Lestat, su creador, con el pelo negro, el rostro enjuto y la tez blanquísima, con unos dedos asombrosamente largos y delicados y unos pies que no emiten el menor sonido. Louis, cuyos ojos verdes expresan una profunda melancolía, la viva imagen de la resignación y la tristeza, de voz suave, muy humano, débil, que ha vivido sólo doscientos años, incapaz de adivinar el pensamiento de los demás ni hechizar a otros salvo involuntariamente, lo cual puede resultar de lo más cómico, un inmortal del que se enamoran los mortales. Louis, un asesino indiscriminado porque no sabe satisfacer su sed sin matar, aunque es demasiado débil para arriesgarse a que la víctima muera en sus brazos, y porque no tiene ni orgullo ni vanidad que le obligue a establecer una jerarquía de víctimas seleccionadas, y por tanto mata a quien se cruza en su camino, al margen de la edad, los atributos físicos o las cualidades concedidas por la naturaleza o la providencia. Louis, un vampiro feroz y romántico, el tipo de criatura nocturna que acecha en las sombras de la Ópera para escuchar a la Reina de la Noche de Mozart interpretar su conmovedora e irresistible aria.
Louis, que jamás ha desaparecido, a quien conocen los otros, fácil de localizar y de abandonar; Louis, que se niega a crear a otros inmortales después de sus trágicas chapuzas con niños vampíricos; Louis, que ha renunciado a su búsqueda de Dios, del Diablo, de la verdad e incluso del amor.
El dulce y polvoriento Louis, que lee a Kafka a la luz de una vela. Louis, empapado bajo la lluvia, en una elegante y desierta calle del centro urbano, contemplando en el escaparate de una tienda al joven y brillante actor Leonardo Di Caprio en el papel de Romeo besando a su tierna y bella Julieta (Claire Danes) en la pantalla de un televisor.
Gabrielle. De vez en cuando aparece por ahí. Apareció en la Isla Nocturna. Todos la odian. Es la madre de Lestat, a quien abandona durante siglos sin hacer caso de sus periódicos y frenéticos gritos de socorro, y aunque no puede captarlos porque es menos potente que él, podría enterarse de ellos a través de otras mentes vampíricas que se apresuran a difundir la noticia por todo el mundo cada vez que Lestat se encuentra en apuros. Gabrielle, idéntica a Lestat, salvo que es una mujer, una mujer de los pies a la cabeza, es decir, que posee unos rasgos más acusados, la cintura delgada, los pechos grandes, la mirada dulce, ladina e hipócrita, que cuando luce un traje de noche negro y el pelo suelto quita el hipo, aunque por lo general presenta un aspecto polvoriento y asexuado vestida de cuero o con un sastre color caqui ceñido con un cinturón, un ser que pisa firme, una vampiro tan astuta y fría que ha olvidado lo que significa ser humano o experimentar dolor. Deduzco que lo olvidó de la noche a la mañana, suponiendo que alguna vez lo supiera. De mortal era uno de esos seres que siempre se asombran ante las emociones de los demás. Gabrielle, de voz suave, cruel por naturaleza, glacial, imponente, egoísta, aficionada a deambular por los bosques nevados del norte, capaz de matar a gigantescos osos polares y tigres blancos, una vieja leyenda para ciertas tribus primitivas, más semejante a un reptil prehistórico que a un ser humano. Bellísima, por supuesto, rubia y peinada con una trenza que le cae por la espalda, de porte casi majestuoso cuando luce una chaqueta estilo safari de cuero color chocolate y un pequeño sombrero impermeable, una asesina ágil, taimada e implacable, de aire reservado, que jamás suelta prenda. Gabrielle, inútil para todos salvo para sí misma. Supongo que alguna noche le dirá algo a alguien.
Pandora, hija de dos milenios, consorte de mi amado Marius mil años antes de que yo naciera. Una diosa hecha de mármol sangrante, una poderosa belleza surgida del alma más profunda y antigua de la Italia romana, orgullosa, con el temple moral de la vieja clase senatorial del mayor imperio que jamás ha existido en Occidente. No la conozco. Su rostro ovalado resplandece bajo un manto de cabello castaño y ondulado. Parece demasiado hermosa para lastimar a nadie. Se expresa con voz delicada, posee unos ojos inocentes, implorantes; su rostro perfecto se muestra de improviso vulnerable, cálido, comprensivo, un misterio. No comprendo cómo Marius pudo abandonarla. Cuando luce una minifalda de seda y una esclava en el brazo desnudo, hace que los hombres mortales enloquezcan y que todas las mujeres la envidien. En otras ocasiones, vestida con un traje más largo y discreto, se mueve como un espectro a través de las habitaciones que la rodean como si éstas no fueran reales, y ella, el espíritu de una bailarina, buscara un decorado perfecto que sólo ella es capaz de hallar. Sus poderes rivalizan con los de Marius. Ha bebido en la fuente del Edén, es decir, la sangre de la reina Akasha. Es capaz de convertir ciertos objetos secos y quebradizos en fuego con el poder de su mente, de levitar y desvanecerse en el cielo oscuro, de asesinar a cualquier vampiro joven que represente una amenaza para ella; sin embargo, tiene un aspecto inofensivo, decididamente femenino aunque no sexual, una mujer pálida y melancólica que me inspira el deseo de estrecharla entre mis brazos.
Santino, el viejo santo de Roma. Ha salido de todas las catástrofes de la era moderna con su belleza intacta; sigue siendo un ser fuerte y musculoso, de piel aceitunada aunque en el presente algo más pálida debido a la acción de la sangre mágica, con una espesa mata de pelo negro y rizado que recorta cada noche para proteger su anonimato, un vampiro nada vanidoso, siempre impecablemente vestido de negro. No pronuncia una palabra. Me mira en silencio como si jamás hubiéramos charlado de teología y de misticismo, como si jamás hubiera destruido mi felicidad, quemando mi juventud y reduciéndola a un montón de cenizas, como si no fuera culpable de que mi creador pasara un siglo convaleciente, como si no me hubiera arrebatado todo consuelo. Quizá nos considera a ambos víctimas de una poderosa moralidad intelectual, de la pasión por el concepto de propósito, dos seres perdidos, veteranos de la misma guerra.
En ocasiones adopta una expresión astuta y rencorosa. Sabe mucho. No subestima los poderes de los viejos, quienes, tras renunciar a la invisibilidad social de siglos pasados, se pasean ahora entre nosotros con toda tranquilidad. Sus ojos negros me miran sin pestañear, con una expresión pasiva. La sombra de una barba, fijada para siempre en los pelillos negros recortados que asomaban a través de la piel, resulta tan atractiva como siempre. En resumen, es un tipo de aspecto viril, aficionado a lucir una camisa blanca desabrochada para mostrar el vello negro y rizado que le crece en el pecho, semejante al seductor vello que cubre la carne visible de sus muñecas. También le gusta lucir recias chaquetas negras con solapas de cuero o de piel, unos automóviles deportivos negros que corren a más de trescientos kilómetros por hora y un encendedor de oro que apesta a líquido combustible, el cual enciende repetidas veces con el único fin de observar la llama. Nadie sabe dónde vive ni en qué momento se le ocurrirá aparecer.
Santino. Eso es cuanto sé de él. Ambos nos mantenemos a una caballerosa distancia. Sospecho que ha sufrido lo suyo; no tengo el menor interés en romper su reluciente y elegante caparazón para descubrir las atroces tragedias que oculta. Siempre hay tiempo para conocer a Santino más a fondo.
Ahora permite que describa a los lectores más virginales a mi maestro, Marius, tal como aparece ahora. En la actualidad, nos separan tanto tiempo y tantas experiencias que el abismo se ha convertido en un glaciar; nos observamos a través de la resplandeciente blancura de ese erial infranqueable, capaces sólo de hablar con voz queda y educada, sin perder nunca los modales, la joven criatura que aparento ser, con un rostro demasiado dulce para ser auténtico; y él, el hombre mundano y sofisticado, el erudito del momento, el filósofo del siglo, el moralista del milenio, el historiador para la eternidad.
Camina erguido como de costumbre, majestuoso dentro de su estilo del siglo XX, vestido con unas chaquetas de terciopelo que recuerdan la magnífica indumentaria que lucía antaño. De vez en cuando se corta la melena larga y rubia que lucía ufano en Venecia. Es inteligente y agudo, amante de las soluciones razonables, poseedor de una paciencia infinita y una insaciable curiosidad; se niega a doblegarse ante la suerte que le aguarda a él, a nosotros, a su mundo. Nada es capaz de derrotarlo; forjado por el fuego y el tiempo, es demasiado fuerte para sucumbir a los horrores de la tecnología y los encantamientos de la ciencia. Ni los microscopios ni los ordenadores son capaces de minar su fe en lo infinito, aunque los solemnes seres a quienes antaño debía custodiar, quienes encerraban la promesa de un significado redentor, hace tiempo que han caído de sus arcaicos tronos.
Yo le temo y no sé por qué. Quizá temo amarlo de nuevo, pues al amarlo, lo necesitaría, y al necesitarlo, aprendería de él, y al aprender de él, me convertiría de nuevo en su fiel pupilo, sólo para descubrir que la paciencia que muestra hacia mí no puede suplantar la pasión que tiempo atrás ardía en sus ojos.
¡Necesito esa pasión! La necesito, sí. Pero no quiero seguir hablando de él. Logró sobrevivir durante dos mil años, entrando y saliendo de todo tipo de peripecias humanas sin rubor, elevando el arte de ser humano a unos extremos exquisitos, mostrando una gracia infinita y la dignidad de la era augusta de una Roma presuntamente invencible, en la cual había nacido.
Hay otros que en estos momentos no se hallan aquí conmigo, aunque han estado en la Isla Nocturna, y volveré a verlos. Están las viejas gemelas, Mekare y Maharet, guardianas de la fuente de sangre primitiva de la que brota nuestra vida, las raíces de la vid, por así decir, de las que florecemos de forma tan vistosa como pertinaz. Son nuestras reinas de los condenados.
También está Jesse Reeves, una vampiro neófita del siglo XX creada por Maharet, el monstruo más antiguo y por tanto deslumbrante a quien no conozco, pero que admiro profundamente. Pese a haber aportado al mundo de los inmortales unos conocimientos valiosísimos en materia de historia, fenómenos paranormales, filosofía y lenguas, es una desconocida. ¿La devorará el fuego, como a tantos otros que, cansados de la vida, son incapaces de aceptar la inmortalidad? ¿O le procurará ese ingenio del siglo XX que posee una armadura radical e indestructible con que protegerse de los cambios inconcebibles que sabemos que van a producirse?
Existen muchos otros, que se limitan a vagar por la Tierra, cuyas voces oigo algunas noches. Además, hay unos seres remotos que no conocen nuestras tradiciones y que, haciendo gala de su hostilidad hacia nuestros escritos y desprecio hacia nuestra historia, nos llaman «La Asamblea de los Eruditos»; unos seres extraños, «no registrados», de distintas edades, potencia y talante, que al ver en las estanterías de una librería un ejemplar de El vampiro Lestat lo rompen y trituran hasta convertirlo en polvo con sus poderosas y odiosas manos.
Prestan su sabiduría o su ingenio a la crónica de nuestro devenir en un futuro impredecible. ¿Quién sabe?
De momento, deseo describir a otro protagonista antes de proseguir con mi relato.
Se trata de ti, David Talbot, a quien apenas conozco, que escribes con furiosa rapidez todas las palabras que brotan lenta y torpemente de mis labios mientras te observo, fascinado por el simple hecho de que estos sentimientos que he dejado que ardan tanto tiempo en mi interior los plasmes tú ahora en una página que parece eterna.
¿Qué eres tú, David Talbot, un ser de más de siete décadas de edad en cuanto a educación mortal, un erudito, un alma profunda y cariñosa? ¿Quién puede adivinarlo? Lo que fuiste en vida, sabio en años, reforzado por repetidas calamidades y las cuatro estaciones completas de la vida de un hombre en la Tierra, fue transportado junto con todos tus recuerdos y conocimientos, intactos, al espléndido cuerpo de un joven. Un día ese cuerpo, un precioso cáliz para el Santo Grial de tu propio ser, que conocía tan bien el valor de ambos elementos, fue asaltado por su mejor amigo, el amable monstruo, el vampiro que te eligió como compañero de viaje en la eternidad al margen de tus deseos, nuestro estimado Lestat. No imagino semejante violación. Estoy demasiado lejos de toda humanidad, puesto que jamás fui un hombre completo. En tu rostro observo el vigor y la belleza de angloindio de piel dorada cuyo cuerpo posees, y en tus ojos, la serena y peligrosamente templada alma del anciano.
Tienes el pelo negro y suave, cortado por debajo de las orejas. Vistes con una vanidad sometida al austero estilo británico. Me miras como si tu curiosidad fuera capaz de pillarme desprevenido, cuando no es cierto.
Si me hieres, te destruiré. No me importa lo fuerte que seas, ni la sangre que te haya proporcionado Lestat. Sé más que tú. Aunque te muestre mi dolor, no lo hago necesariamente porque te amo. Lo hago por mí y por otros, por la idea de otros, por cualquiera que desee leer esta historia, y para mis mortales, los dos pupilos que recogí hace poco, esos dos preciosos seres que marcan mi capacidad para continuar adelante.
Sinfonía para Sybelle. Ése podría ser el título de esta confesión. Y al hacer cuanto puedo por Sybelle, lo hago también por ti.
¿No te he contado suficiente sobre mi pasado? ¿No es suficiente prólogo al momento en Nueva York cuando vi el rostro de Cristo grabado en el velo? Ahí comienza el último capítulo de mi vida reciente. No hay más que contar. Ya tienes el resto, y lo que procede ahora es el breve pero tremendo relato de lo que me ha traído hasta aquí.
Sé mi amigo, David. No pretendía decirte esas cosas tan terribles. Lo lamento en el alma. Necesito que me digas que puedo continuar. Ayúdame con tu experiencia. ¿No te basta? ¿Me permites proseguir? Deseo oír la música de Sybelle. Deseo hablar sobre mis amados salvadores. No puedo calibrar las dimensiones de esta historia. Sólo sé que estoy dispuesto... He alcanzado el otro extremo del Puente de los Suspiros.
Es una decisión que yo mismo debo tomar, lo sé, y tú esperas para escribir lo que yo te dicte.
Bien, pasemos al episodio del velo.
Permite que me traslade al rostro de Cristo, como si subiera una cuesta en el remoto invierno nevado de Podil, a los pies de las desvencijadas torres de la Ciudad de Vladimir, para recoger en el Monasterio de las Cuevas la pintura y la madera sobre la que cobrará vida ante mis ojos: Su Faz, Jesucristo, el Redentor, la efigie de Nuestro Señor.