Authors: Anne Rice
Yo no quería ir a reunirme con él. Era invierno, y estaba muy a gusto en Londres, recorriendo los teatros para asistir a las obras de Shakespeare y dedicando las noches enteras a leer sus obras teatrales y sus sonetos. En aquellos momentos lo único que me interesaba era Shakespeare. Lo había conocido a través de Lestat. Cuando estaba harto de desesperarme, abría sus libros y me ponía a leer.
Sin embargo, me había llamado Lestat. Estaba asustado, o eso decía. Yo tenía que acudir. La última vez que Lestat había estado en un apuro, yo no había podido ir en su ayuda. Existe una historia sobre eso, pero mucho menos importante que la que narro ahora.
Yo sabía que el mero contacto con él podía destruir mi bien ganada paz de espíritu, pero Lestat deseaba que fuera y yo debía acudir.
Lo encontré primero en Nueva York, aunque él no lo sabía y no podía haberme conducido a una peor tempestad de nieve aunque hubiera querido. Aquella noche Lestat mató a un mortal, una víctima de la que se había enamorado, como solía hacer de un tiempo aquí (elegir a las celebridades protagonistas de delitos sonados y asesinatos atroces) y acechar sus movimientos la noche anterior al festín.
Me pregunté qué querría de mí. Tú estabas allí, David. Podías haberle ayudado. Al menos eso me pareció. Dado que eras un vampiro neófito, no oíste su llamada de socorro directamente, pero él consiguió dar contigo y ambos, unos perfectos y sofisticados caballeros, os reunisteis para comentar en voz baja los últimos temores de Lestat.
Cuando volví a encontrarme con Lestat, éste se hallaba en Nueva Orleans. Me explicó el asunto de forma clara y concisa. Tú estabas presente. El diablo se le había presentado disfrazado de hombre mortal. El diablo era capaz de modificar su forma, apareciendo como un ser horripilante con unas alas palmeadas y pezuñas o bajo la guisa de un hombre vulgar y corriente. Lestat no paraba de contar esas historias. El diablo le había hecho una terrible oferta, le había propuesto que él, Lestat, se convirtiera en su ayudante al servicio de Dios.
¿Recuerdas la serenidad con que respondí a su historia, a sus preguntas, a sus peticiones de consejo? Le dije sin ambages que era una locura obrar como lo hacía él, creer que cualquier ser descarnado le decía la verdad.
Ahora ya sabes los daños que provocó Lestat con esta extraña y maravillosa fábula. ¿De modo que el diablo quería convertirlo en su infernal ayudante y por tanto en servidor de Dios? Me entraron ganas de echarme a reír, o de llorar, y arrojarle en cara que hubo una época en la que yo también me había creído un santo del mal, cubierto de harapos y tintando en el crudo invierno parisino mientras perseguía a mis víctimas por la ciudad, todo para mayor honor y gloria de Dios. No obstante, él ya lo sabía. No era necesario ahondar en la herida, robarle el protagonismo que, siendo como era Lestat una estrella rutilante, le correspondía siempre.
Charlamos en tono civilizado bajo los robles cubiertos de musgo. Tú le rogaste que fuera prudente. Como es natural, él hizo caso omiso de nuestros consejos.
En esa historia participaba también Dora, una encantadora mortal que vivía en este mismo edificio, este viejo convento de ladrillo, hija del hombre al que Lestat había perseguido y asesinado.
Cuando Lestat nos pidió que nos ocupáramos de ella, me enojé, pero sólo un poco. Yo también me he enamorado de mortales. Tengo varias historias que relatar a ese respecto. En estos momentos estoy enamorado de Sybelle y de Benjamin, mis pupilos, y en el lejano pasado he sido un misterioso trovador para otros mortales.
De acuerdo, Lestat estaba enamorado de Dora, había apoyado la cabeza en su pecho mortal, deseaba succionar la sangre de su útero, que para ella no representaría ningún perjuicio, estaba enamorado como un colegial, enloquecido, atormentado por el fantasma del padre de Dora y cortejado por el mismo Príncipe del Mal.
En cuanto a ella, ¿qué puedo decir de Dora? Poseía el poder de un Rasputín y el rostro de una novicia, cuando en realidad era una teóloga y no una mística, una fanática telepredicadora y no una visionaria, cuyas ambiciones eclesiales habrían hecho palidecer a los san Pedro y san Pablo juntos, y que, por supuesto, es como todas las flores que Lestat ha recogido en el Jardín Salvaje de este mundo: una criatura hermosa y seductora, un glorioso ejemplar de la Creación de Dios, con el cabello negro como ala de cuervo, la boca carnosa, unas mejillas de porcelana y las impresionantes piernas de una ninfa.
Desde luego, yo me di cuenta de que Lestat había abandonado este mundo en el mismo momento en que ocurrió. Lo sentí. Yo estaba en Nueva York, muy cerca de él, y sabía que tú te encontrabas también allí. Ambos procurábamos en la medida de lo posible no perderlo de vista. De golpe Lestat se esfumó engullido por la tormenta, despareció de la atmósfera terrestre como si jamás hubiera estado ahí.
Puesto que eras un vampiro neófito, no te diste cuenta del perfecto silencio que se hizo cuando él desapareció. No notaste el vacío que se produjo al desvanecerse Lestat de todas las cosas minúsculas y materiales en las que antes reverberaban los latidos de su corazón.
Yo sí me di cuenta, y para distraernos a ambos te propuse visitar a la desdichada mortal que debía de estar destrozada por la muerte de su padre a manos del monstruo bebedor de sangre, rubio y apuesto que se había convertido en su confidente y amigo.
No fue difícil ayudar a Dora esa noche breve pero memorable en la que se produjo un horror tras otro sin solución de continuidad: el descubrimiento del asesinato de su padre, su sórdida vida convertida en la comidilla de medio mundo por los mágicos medios de comunicación.
Me parece que ocurrió hace un siglo, no hace poco tiempo, cuando nos trasladamos al sur, a estas habitaciones que contenían el legado de su padre compuesto de crucifijos y estatuas, unos iconos que yo manipulé con absoluta frialdad, como si jamás hubiera amado esos tesoros. Me parece que fue hace un siglo cuando me vestí de punta en blanco para ella, adquiriendo en un elegante comercio de la Quinta Avenida una estilosa chaqueta de terciopelo rojo, una camisa de poeta, como dicen ahora, de algodón almidonado con volantes de encaje, y para rematar el conjunto un pantalón con pinzas de lana negra y unas relucientes botas con una hebilla en el tobillo, para acompañarla a identificar la cabeza decapitada de su padre bajo la estridente luz fluorescente de un inmenso y abarrotado depósito de cadáveres.
Una buena cosa de esta última década del siglo XX es que cualquier hombre, sea cual fuera su edad, puede lucir el pelo largo.
Me parece que fue hace un siglo cuando me peiné mi cabellera, espesa y rizada e insólitamente limpia, para Dora.
Me parece que fue hace un siglo cuando sostuvimos en nuestros brazos a esa cautivadora brujita con el cuello largo como un cisne y el pelo corto, mientras lloraba la muerte de su padre y nos asediaba a preguntas, unas preguntas febriles, diabólicamente inteligentes y desapasionadas, sobre nuestra siniestra naturaleza, como si un cursillo acelerado en la anatomía del vampiro pudiera cerrar el ciclo de horrores que amenazaba su salud física y mental e hiciera que regresara su cruel y despreciable padre.
No, Dora no rezaba para que regresara Roger; creía firmemente en la omnisciencia y misericordia divina. Además, el hecho de contemplar la cabeza decapitada de una persona trastorna a cualquiera, aunque la cabeza esté congelada. Por si fuera poco, un perro había arrancado de un bocado un trozo de la cabeza de Roger antes del macabro hallazgo, y debido a las estrictas normas forenses modernas de «no tocar», Roger ofrecía un aspecto que me impresionó incluso a mí. (Recuerdo que la ayudante del forense comentó con tristeza que yo era demasiado joven para contemplar semejante cosa. Me tomó por el hermano menor de Dora. Era una mujer encantadora. Quizá merezca la pena aventurarse de vez en cuando en el mundo oficialmente mortal para que le digan a uno que es «un hombrecito muy valiente» en lugar de un ángel de Botticelli, la etiqueta que me habían colgado mis colegas inmortales.)
Lo que Dora ambicionaba era el regreso de Lestat. ¿Qué otra cosa le permitiría librarse de nuestro hechizo sino una última bendición impartida por el propio príncipe heredero?
Me detuve ante el oscuro ventanal del apartamento ubicado en un rascacielos, y contemplé la densa capa de nieve que cubría la Quinta Avenida, esperando y rezando con ella, deseando que el gigantesco globo terráqueo de mi viejo enemigo no estuviera tan vacío, pensando ingenuamente que con el tiempo el misterio de su desaparición se resolvería, como todos los milagros, con tristeza y pequeñas pérdidas, mediante unas pequeñas revelaciones que me influirían en la misma medida en que me había influido todo desde aquella lejana noche en Venecia, cuando mi maestro y yo nos separamos para siempre, permitiéndome simplemente fingir mejor que estaba vivo.
Yo no temía por Lestat. No confiaba en que viviera una aventura apasionante, pero estaba convencido de que más tarde o más temprano aparecería para contarnos una historia fantástica. Era lo típico de Lestat, pues nadie es capaz de exagerar como él sus espectaculares peripecias. Esto no quita para que haya cambiado más de una vez de forma, asumiendo un cuerpo humano. Sé que lo ha hecho. Esto no quita para que despertara a nuestra temible madre diosa, Akasha; me consta que lo hizo. Esto no quita para que destruyera mi vieja y supersticiosa asamblea en los extravagantes años anteriores a la Revolución Francesa. Ya te lo he contado. Es su forma de describir las cosas que le ocurren lo que me irrita, su empeño en ligar un incidente a otro como si todos esos hechos siniestros y aleatorios constituyeran los eslabones de una importante cadena. No lo son. Son meras peripecias, y él lo sabe. Sin embargo, Lestat convierte el simple hecho de pillarse un dedo en un espectáculo barato
¡El James Bond de los vampiros, el Sam Spade de sus propias páginas! Un cantante de rock pegando alaridos sobre un escenario mortal durante dos horas, y gracias a ello, retirándose con un montón de grabaciones que le han proporcionado unos repugnantes beneficios de las agencias humanas hasta esta misma noche.
Lestat tiene la habilidad de convertir sus tribulaciones en una tragedia, y de perdonarse absolutamente todo en cada párrafo confesional que ha salido de su pluma.
En realidad, no se lo reprocho. Me revienta que en estos momentos yazca en coma en el suelo de esta capilla, contemplando su propio silencio, pese al círculo de pupilos que le rodea por el mismo motivo que yo, para comprobar por sí mismos si la sangre de Cristo le ha transformado y él no representa una espléndida manifestación de la Transustanciación. Pero de ese tema me ocuparé más adelante.
Lamento haberme extendido en mi perorata. Conozco los motivos por los que siento rencor hacia Lestat, y me desahogo tratando de derribar su reputación, golpeando su inmensidad con ambos puños.
Me ha enseñado demasiado. Él me ha traído hasta este momento, a este lugar, desde el cual te dicto mi pasado con una coherencia y una calma que me habrían resultado imposibles antes de acudir en su ayuda con su precioso Memnoch el Diablo y su pequeña y vulnerable Dora.
Hace doscientos años, Lestat me arrebató las ilusiones, las mentiras y las excusas, y me arrojó a las aceras de París desnudo para que hallara el camino de regreso a la gloria y el estrellato que antaño había conocido pero que por desgracia había perdido.
Mientras aguardábamos en el bonito apartamento situado en un rascacielos sobre la catedral de San Patricio, yo no podía adivinar que iba a arrebatarme muchas otras cosas, y le odio porque no imagino mi alma sin él, y, debiéndole todo lo que soy y lo que sé, no consigo despertarlo de su frígido sueño.
Vayamos por partes. ¿De qué sirve que regrese ahora a la capilla, apoye mis manos en él y le ruegue que me escuche, cuando permanece tendido en el suelo, inmóvil, como si le hubiera abandonado toda cordura y no pueda recuperarla jamás?
No puedo aceptarlo. Me niego. Se ha agotado mi paciencia; he perdido el enajenamiento que constituía mi consuelo. Este momento me resulta intolerable...
No obstante, tengo muchas cosas que contarte. Debo relatarte lo que ocurrió cuando vi el velo, y cuando el sol se abatió sobre mí, y lo que es peor, lo que vi cuando por fin di con Lestat y le abracé para beber su sangre.
Sí, no debo desviarme de mi relato. Ahora comprendo por qué Lestat encadena todos los episodios de su existencia. No es por orgullo. Es por necesidad. Esta historia no puede relatarse sin que un eslabón esté unido a otro, y nosotros, pobres huérfanos del tiempo que transcurre inexorablemente, no conocemos otro sistema de medirlo sino a través de la secuencia. Arrojado a un abismo nevado, a un mundo peor que el vacío, alargué la mano en busca de una cadena a la que aferrarme. ¡Dios, cuando caía en aquel abismo habría dado cualquier cosa por asir una cadena metálica!
Lestat regresó inopinadamente, a ti, a Dora y a mí.
Era la tercera mañana, poco antes del amanecer. Oí cerrarse con violencia el portal del rascacielos de cristal, y luego ese sonido, ese sonido cuyo volumen se intensifica con cada año que transcurre: los latidos de su corazón.
¿Quién de nosotros se levantó primero de la mesa? Yo estaba tan aterrorizado que no podía moverme. Lestat entró a una velocidad supersónica, emitiendo unas fragancias salvajes, a tierra y bosque. Traspasó todas las barreras como si le persiguieran quienes le habían raptado, aunque no había nadie tras él. Irrumpió en el apartamento solo, cerrando la puerta de un portazo y plantándose ante nosotros, más horrible de lo que yo podía imaginar, más destrozado de lo que yo jamás le había visto en sus pequeñas derrotas.
Dora, enamorada, corrió hacia él, y Lestat, desesperado y necesitado de cariño humano la abrazó con tal fuerza que temí que la asfixiara.
—Estás a salvo, cariño —exclamó ella, esforzándose en convencerle.
Pero bastaba con mirar a Lestat para comprender que aquello no había terminado, por más que murmuráramos las mismas palabras huecas para quitarle hierro al asunto.
Parecía surgido del mismo infierno. Llevaba un solo zapato, el otro pie estaba descalzo; tenía la chaqueta desgarrada y el pelo alborotado y lleno de pinchos, hojas secas y trocitos de flores.
En los brazos llevaba un paquete plano envuelto en un lienzo, apretado contra su pecho, como si portara el destino del mundo entero bordado en él.