Armand el vampiro (55 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Armand el vampiro
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—No le mires —terció Benji, enojado—. ¡Apresúrate! ¿Crees que un Dybbuk tan poderoso como él no sabe lo que estás pensando? Vamos, apresúrate.

Llegamos a la planta baja del edificio, a la ventana que habían roto. Sybelle me tomó en sus brazos, sosteniéndome debajo de la cabeza y de las rodillas. Oí la voz de Benji algo más alejada, pues ya no reverberaba entre los muros del edificio.

—Ya está, ya puedes entregármelo. —Qué furioso y excitado parecía Benji. Sybelle atravesó la ventana, sosteniéndome en brazos, eso sí lo noté, aunque mi astuta mente de Dybbuk estaba tan agotada que sólo reparé en el dolor y en la sangre, y de nuevo en el dolor y en la sangre, mientras ambos jóvenes echaban a correr a través de un largo y oscuro callejón desde el que yo no alcanzaba a ver el cielo.

Qué dulce era ese movimiento oscilante, como si me meciera, mis piernas abrasadas balanceándose en el aire y el suave tacto de los dedos de Sybelle a través de la manta; todo era perversamente maravilloso. Ya no experimentaba dolor, tan sólo unas sensaciones. La manta cayó sobre mi rostro.

Benji y Sybelle avanzaron apresuradamente sobre la nieve. Benji resbaló en una ocasión y soltó un grito, pero Sybelle se apresuró a sostenerlo y el chico suspiró aliviado.

Qué laborioso era para ellos avanzar a través de la nieve transportándome en brazos. Tenían prisa por llegar a casa.

Entramos en el hotel donde ambos jóvenes vivían. Una ráfaga de aire acre y cálido se apresuró a acogernos tan pronto como se abrió la puerta y antes de cerrarse. Los ágiles pasos de Sybelle, que lucía unos bonitos zapatitos, y de Benji, que caminaba apresuradamente calzado con unas sandalias, resonaron por el pasillo

En el momento de entrar en el ascensor, Benji y Sybelle comprimieron mi cuerpo, alzando mis rodillas y el torso, lo cual me provocó un espasmo de dolor que me recorrió las piernas y la espalda. Me mordí la lengua para reprimir un grito. El dolor no me importaba. El ascensor, que olía a motores antiguos y aceite de toda la vida, inició su laborioso ascenso entre sacudidas y convulsiones.

—Ya estamos en casa, Dybbuk —murmuró Benji, derramando su cálido aliento sobre mi mejilla al tiempo que introducía la manita debajo de la manta y acariciaba mi dolorido cuero cabelludo—. Estamos a salvo, te hemos rescatado y estás con nosotros.

Percibí el clic de unas cerraduras, unos pasos sobre el suelo entarimado, el aroma de incienso y velas, un perfume intenso de mujer, de pulimento para muebles, de viejos y agrietados cuadros al óleo, la dulce y penetrante fragancia de unos lirios recién cortados.

Benji y Sybelle me tendieron suavemente sobre un mullido lecho, aflojando la manta que me envolvía para que me hundiera en la colcha de seda y terciopelo; las almohadas parecían fundirse debajo de mi cabeza.

Era el alborotado nido sobre el que yo había visto a Sybelle, con el ojo de mi mente, acostada con un camisón blanco, bañada en un dorado resplandor, profundamente dormida tras los horrores que había vivido hacía un rato.

—No me quitéis la manta —dije. Sabía que mi pequeño amigo se moría de ganas de hacerlo.

Haciendo caso omiso de mi ruego, Benji retiró la manta suavemente. Yo traté de aferrarla con mi mano inservible, para que no me descubriera el rostro, pero sólo logré flexionar mis dedos abrasados.

Benji y Sybelle permanecieron de pie junto al lecho, observándome. La luz danzaba a su alrededor, confundiéndose con el calor de la estancia, iluminando a esas dos frágiles figuras, la joven de porcelana con el rostro enjuto y una piel blanca como la nieve de la que había desaparecido todo rastro de los moratones, y el pequeño árabe, el niño beduino, pues ahora me percaté de que eso es lo que era. Ambos contemplaron sin temor a un ser que debía resultar horripilante para unos ojos humanos.

—¡Tienes la piel brillante! —comentó Benji—. ¿Te duele?

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Sybelle quedamente, como si temiera herirme con el sonido de su voz. Se cubrió la boca con las manos. La luz arrancaba unos reflejos a los rebeldes mechones de pelo rubio y lacio; tenía los brazos azulados debido al frío que hacía fuera y no dejaba de tiritar. Pobre criatura, tan menuda y delicada. Tenía el camisón arrugado, un camisón de algodón blanco, bordado con flores y ribeteado con un grueso encaje, la prenda perfecta para una virgen. Sus ojos rebosaban afecto y comprensión.

—No conoces mi alma, ángel mío —dije—. Soy un ser perverso. Dios se negó a acogerme, al igual que el diablo. Me dirigí hacia el sol para entregarles mi alma. Lo hice por amor, sin temor al fuego del infierno ni al dolor. Pero esta Tierra ha sido mi purgatorio terrenal. No sé cómo acudí a vosotros la primera vez. No sé qué poder me concedió esos breves segundos para plantarme en esta habitación e interponerme entre tu persona y la muerte que estaba a punto de abatirse sobre ti.

—No, no —murmuró Sybelle con voz trémula. Sus ojos resplandecían en la penumbra de la habitación—. Él no me habría matado.

—¡Desde luego que lo habría hecho! —insistí. Benjamin pronunció las mismas palabras al unísono.

—Estaba borracho y no sabía lo que hacía —espetó Benjamin furioso—. Tenía unas manos grandes, torpes y crueles, y no le importaba hacerte daño. La última vez que te golpeó te quedaste tendida en este lecho como muerta durante dos horas. ¿Acaso crees que el Dybbuk mató a tu hermano sin motivo?

—Creo que Benji dice la verdad, bonita mía —dije. Respiraba trabajosamente y cada palabra que articulaba me costaba un esfuerzo titánico. De repente ansié mirarme en un espejo. Me revolví en el lecho, desesperado, pero al instante me quedé rígido debido al dolor que me provocaba el menor movimiento.

Ambos jóvenes se asustaron.

—¡No te muevas, Dybbuk! —me rogó Benji—. ¡Sybelle, trae todas las bufandas de seda, rápido! Le envolveremos en ellas.

—¡No! —murmuré—. Tapadme con la colcha. Si queréis verme el rostro, dejadlo descubierto, pero cubrid el resto de mi cuerpo. O...

—¿O qué, Dybbuk?

—Alzadme para que vea qué aspecto tengo. Acercadme un espejo alargado.

Los jóvenes guardaron silencio, perplejos. La larga melena rubia de Sybelle caía lacia sobre sus generosos pechos. Benji se mordió el labio.

La habitación estaba inundada de colorido. Contemplé la seda azul que cubría el yeso de los muros, los montones de alegres almohadones bordados que me rodeaban, el fleco dorado, y más allá, las oscilantes lágrimas del candelabro, que exhibían todos los colores del arco iris. Me pareció oír el melodioso murmullo del cristal cuando las lágrimas rozaban entre sí. Tuve la impresión, en mi trastornada mente, de que jamás había contemplado semejante esplendor, que había olvidado en todos mis años de existencia lo deslumbrante y exquisito que era el universo.

Cerré los ojos, dejando que se grabara en mi corazón la imagen de la estancia. Inspiré aire, luchando contra el aroma de sangre y la dulce y pura fragancia de los lirios que me embargaba.

—¿Me dejas ver esas flores? —musité. ¿Tendría los labios chamuscados? ¿Podían Benji y Sybelle ver mis afilados incisivos, tal vez amarillentos debido al fuego? Me pareció flotar entre las sedas sobre las que yacía. Flotaba, sí, y tuve la sensación de que podía abandonarme a los sueños, pues estaba a salvo. Los lirios estaban junto a mí. Alcé la mano. Al sentir el tacto de los pétalos, unas lágrimas rodaron por mis mejillas. ¿Eran lágrimas de sangre? Rogué a Dios que no lo fueran, pero oí a Benji emitir una exclamación de estupor y a Sybelle murmurar unas palabras para tranquilizarlo.

—Yo era un chico de diecisiete años, según creo recordar, cuando ocurrió —expliqué—. Sucedió hace cientos de años. Yo era muy joven. Mi maestro era muy cariñoso; no creía que existieran seres malvados. Creía que podíamos alimentarnos de los perversos. Si yo no hubiera estado a punto de morir, mi transformación no se habría producido tan pronto. Él deseaba que yo conociera muchas cosas, que estuviera preparado.

Abrí los ojos. Benji y Sybelle me observaban fascinados. Vieron al muchacho que había sido yo. El caso es que yo no lo había hecho adrede.

—Qué guapo eres —comentó Benji—. Y tan refinado, Dybbuk.

—Jovencito —respondí con un suspiro, sintiendo que la frágil quimera que había forjado a mi alrededor se esfumaba—, de ahora en adelante quiero que me llames por mi nombre; no me llamo Dybbuk. Supongo que sacaste ese nombre de los hebreos de Palestina.

Benji se echó a reír. No retrocedió espantado cuando yo recuperé mi forma primitiva.

—Dime cómo te llamas —dijo.

Yo le complací.

—Armand —intervino Sybelle—, ¿qué podemos hacer por ti? Si no te sirven las bufandas de seda, utilizaremos unos ungüentos, de áloe; eso aliviará tus quemaduras.

Yo emití una breve y suave carcajada, pero sin ánimo de burla.

—Mi áloe es la sangre, niña. Necesito un hombre malvado, un hombre que merezca morir. ¿Cómo puedo dar con él?

—¿Para qué necesitas su sangre? —preguntó Benji, sentándose en el lecho. Se sentó sobre mí y me escrutó como si yo fuera la criatura más fascinante que jamás hubiera visto—. ¿Sabes, Armand?, eres negro como el betún, pareces hecho de cuero negro, como esas gentes que pescan de los pantanos en Europa, todo reluciente. El mero hecho de contemplarte representa una lección en materia de músculos.

—Basta, Benji —dijo Sybelle, tratando de reprimir su tono de censura y su inquietud—. Debemos pensar en la forma de proporcionarle un hombre malvado.

—¿Lo dices en serio? —inquirió Benji, mirándola. Sybelle seguía de pie, con las manos unidas como si estuviera rezando—. Eso no es difícil. Lo difícil es deshacernos más tarde del cuerpo. —El niño se volvió hacia mí y preguntó—: ¿Sabes lo que hicimos con el hermano de Sybelle?

Ella se tapó los oídos con las manos y agachó la cabeza. ¿Cuántas veces había hecho yo ese mismo gesto cuando temía que una sarta de palabras e imágenes pudieran destruirme?

—Todo tu cuerpo reluce, Armand —comentó Benji—. Puedo conseguirte un hombre malvado en un santiamén. ¿Quieres un hombre malvado? Tracemos un plan. El niño se inclinó sobre mí como si pretendiera escrutar mi mente. De pronto me di cuenta de que observaba mis incisivos.

—No te acerques tanto, Benji —le advertí—. Llévatelo de aquí, Sybelle.

—Pero ¿qué he hecho?

—Nada —contestó Sybelle. Luego bajó la voz y añadió con evidente nerviosismo—: Tiene hambre.

—Retira la colcha, por favor —dije—. Mírame y deja que me mire en tus ojos como si me mirara en un espejo. Quiero ver el aspecto horripilante que ofrezco.

—Hummm, creo que estás loco, Armand —respondió Benji—. O algo por el estilo.

Sybelle se inclinó y retiró con cuidado la colcha, dejando todo mi cuerpo al descubierto.

Yo penetré en su mente. Era peor de lo que había imaginado. Presentaba el reluciente y horrendo aspecto de un cadáver extraído de un pantano, tal como había dicho Benji, a lo que había que añadir una espesa mata de pelo rojizo, unos enormes ojos brillantes y castaños desprovistos de párpados y unos dientes blancos perfectamente alineados debajo y encima de unos labios arrugados como una pasa. Sobre la piel negra y correosa de mi rostro aparecían unos gruesos regueros rojos producidos por mis lágrimas de sangre.

Volví la cabeza y la sepulté en la almohada. Sybelle volvió a cubrirme.

—Esta situación no puede continuar, más por vosotros que por mí —declaré—. No se trata de transformar mi imagen a cada momento, pues cuanto más tiempo contemplarais mi verdadera fisonomía antes os acostumbraríais a ella. No, esto no puede seguir así.

—Lo que tú digas —repuso Sybelle, sentándose junto a mí—. ¿Te gusta que apoye mi mano fresca en tu frente? ¿Te gusta que te acaricie el pelo?

Achiqué el único ojo que me quedaba y la miré.

Su cuello largo y esbelto temblaba, al igual que el resto de su bello y enjuto cuerpo. Tenía los pechos voluptuosos, firmes. A sus espaldas, iluminado por el cálido resplandor de la habitación, vi el piano. Pensé en esos dedos finos y suaves tocando las teclas. Oí en mi imaginación la melodía de la Appassionata.

En éstas percibí un ruido seco, un chasquido y un clic, seguido de la exquisita fragancia de un buen tabaco.

Benji comenzó a pasearse de un lado al otro de la habitación, detrás Sybelle, sosteniendo un cigarrillo negro en los labios.

—Tengo un plan —dijo, expresándose con desenvoltura pese a sostener el cigarrillo entre los labios—. Bajo a la calle. Me encuentro con un tipo malvado al cabo de dos segundos. Le cuento que estoy solo en este apartamento, en el hotel, con un tipo borracho, un baboso chiflado, que tenemos un montón de cocaína para vender y que no sé qué hacer para sacármela de encima.

Yo me eché a reír pese al dolor. El pequeño beduino se encogió de hombros y sostuvo las manos en alto, con las palmas hacia arriba, mientras seguía dando unas caladas al cigarrillo, envuelto en una nube mágica de humo. —¿Qué te parece? Te aseguro que dará resultado. Sé juzgar el carácter de un hombre. Entonces tú, Sybelle, te apartas para que yo pueda conducir a ese tipo despreciable, ese saco de porquería que ha caído en la trampa que le he tendido, hasta la cama, y le pongo la zancadilla para que caiga sobre ella de bruces, así, y el tipo cae en tus brazos, Armand. ¿Qué te parece mi plan?

—¿Y si algo sale mal? —pregunté.

—En ese caso mi hermosa Sybelle le asesta un golpe en la cabeza con el martillo.

—Se me ocurre otra treta —dije—, aunque el plan que has ideado es increíblemente brillante. Le dices que la cocaína se oculta debajo de la colcha, en unas bolsitas de plástico dispuestas sobre la cama, y si no se traga el anzuelo y se acerca para comprobarlo, nuestra hermosa Sybelle retira la colcha y cuando ese individuo vea al monstruo que yace en este lecho, se largará de aquí sin tratar de vengarse de nadie.

—¡Sí, sí! —exclamó Sybelle, palmoteando de gozo. Sus ojos pálidos y luminosos parecían más grandes de lo habitual.

—Es perfecto —reconoció Benji.

—Pero no te lleves ni un centavo. ¡Ojalá tuviéramos un poco de ese perverso polvo blanco para utilizar de cebo!

—Sí que tenemos —repuso Sybelle—. Tenemos un poco que estaba en los bolsillos de mi hermano. —Me miró con aire pensativo, ausente, como si repasara el plan a través de su los mecanismos perfectamente engrasados de su tierna y dúctil mente—. Le quitamos todo lo que llevaba encima para que cuando hallaran su cadáver no pudieran identificarlo fácilmente. En Nueva York la policía encuentra muchos cadáveres abandonados. Aunque no puedes imaginarte lo que nos costó arrastrarlo.

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