Authors: Anne Rice
—Miraré a ver si hay alguien —dijo Benji, dirigiéndose rápida y solícitamente hacia la puerta.
Salí al pasillo, transportando en brazos al desdichado cadáver; sus brazos inertes se balanceaban y me golpeaban suavemente.
Vaya pinta tenía yo con aquella ropa que me sobraba por todas partes. Parecía un escolar chiflado aficionado a la poesía que se dedica a recorrer los mercadillos de ropa de segunda mano en busca de alguna ganga y me había calzado mis mejores zapatos para ver si pescaba alguna prenda de un artista del rock.
—Aquí no hay nadie, mi joven amigo —dije—. Son las tres de la mañana y los clientes del hotel duermen. Y si la memoria no me falla, ésa debe de ser la puerta de incendios, la que está situada al final del pasillo, ¿no es así?
—¡Qué listo eres, Armand! ¡Me encantas! —exclamó Benji achicando sus ojos negros. Se puso a brincar en silencio sobre la moqueta del pasillo—. ¡Dame el reloj! —murmuró. —No —contesté—. Sybelle tiene razón. Es rica, y yo soy rico, al igual que tú. No te comportes como un pordiosero.
—Te esperaremos, Armand —dijo Sybelle desde la puerta— Entra ahora mismo, Benji.
—¡Mírala, ya se ha despertado! ¡No para de hablar! «Benji, entra ahora mismo», dice. ¿No tienes nada mejor que hacer que meterte conmigo, guapa, como por ejemplo tocar el piano?
Sybelle no pudo reprimir una breve carcajada. Yo sonreí. ¡Que extraña pareja formaban esos dos! No creían ni lo que veían, pero eso era muy típico en este siglo. Me pregunté cuándo empezarían a ver, y después de haber visto lo que hay, cuándo se pondrían a gritar.
—Adiós, queridos míos —me despedí—. Estad preparados para cuando regrese.
—Volverás, ¿no es cierto Armand? —preguntó Sybelle. Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Lo has prometido.
Me quedé perplejo.
—Pero Sybelle —repuse—. ¿Qué es lo que las mujeres desean oír a otras horas y esperan lo que haga falta hasta oírlo? Te amo.
Los dejé y eché a correr escaleras abajo, trasladando el cadáver al otro hombro cuando su peso me dolía. El dolor iba y venía. Al salir el aire frío me abrasó la piel.
—Tengo hambre —murmuré. ¿Qué iba a hacer con él? Estaba demasiado desnudo para transportarlo por la Quinta Avenida.
Le quité el reloj porque era la única seña de identificación que llevaba, y casi vomitando de asco debido a la proximidad de sus fétidos restos, le arrastré por una mano a toda velocidad por un callejón desierto, a través de una callejuela y anduve por otra acera.
Caminé desafiando el viento gélido, sin detenerme a observar a las borrosas figuras que caminaban torpemente a través de la húmeda oscuridad, ni fijarme en un automóvil que avanzaba lentamente sobre el mojado y reluciente asfalto.
En pocos segundos recorrí dos manzanas, y al hallar un oportuno callejón, provisto de una elevada verja para impedir la entrada de los pordioseros por la noche, me encaramé rápidamente a los barrotes y arrojé los restos de mi víctima al otro extremo del callejón. Su cadáver aterrizó sobre la nieve que comenzaba a fundirse. Por fin me había deshecho de él.
Ahora tenía que ir en busca de sangre. No tenía tiempo para el viejo juego de atraer a quienes deseaba que murieran, a esos que anhelaban mi abrazo, a esos que estaban enamorados del remoto paraje de la muerte del que no sabían nada.
Avancé apresuradamente, trastabillando, vestido como un payaso, con una chaqueta de seda que me venía dos tallas grande, un pantalón con los bajos enrollados, la larga melena ocultando mi rostro, como un pobre chico ofuscado, perfecto para tu navaja, tu pistola, tu puño.
No me llevó mucho tiempo dar con una víctima. La primera fue un borracho, un desgraciado con el que me topé y que me asedió a preguntas antes de sacar la centelleante navaja y tratar de clavármela. Yo le acorralé contra la esquina de un edificio y le chupé la sangre como un glotón.
El siguiente fue un joven desesperado, cubierto de llagas supurantes, que había matado en dos ocasiones para conseguir la heroína que necesitaba tanto como necesitaba yo la sangre maldita que circulaba por sus venas. Esta vez bebí más pausadamente.
Las peores cicatrices de mi cuerpo, las más rebeldes, se rindieron no sin resistencia, produciéndome dolor, escozor, disolviéndose lentamente. Pero la sed, la sed no me dejaba vivir. Mis entrañas se retorcían como si se devoraran. Sentía un dolor lacerante en los ojos.
La ciudad fría y húmeda, llena de ruidos persistentes y huecos, adquirió una mayor nitidez. Oí voces a muchas manzanas de distancia, y unos pequeños altavoces electrónicos situados en rascacielos. Vi más allá de las nubes las auténticas e incontables estrellas. Me había recuperado casi por completo.
«¿Con quién nos toparemos ahora?», me pregunté en aquella hora desierta y desolada anterior al amanecer, cuando la nieve se funde en el aire templado, y las luces de neón se han apagado, y los periódicos mojados vuelan por el aire como hojas a través de un bosque desnudo y helado.
Saqué del bolsillo los preciosos objetos que habían pertenecido a mi primera víctima y los arrojé en diversos contenedores de basura.
Un último asesino, te lo ruego, providencia, concédemelo, cuando aún estoy a tiempo; éste no tardó en aparecer: un imbécil que se apeó de un vehículo mientras el conductor aguardaba con el motor en marcha.
—¿Por qué habéis tardado tanto? ¿Qué ha ocurrido? —me preguntó el conductor.
—Nada —respondí, dejando caer a su amigo al suelo. Me acerqué a la ventanilla y miré al conductor. Era tan cruel y estúpido como su compañero. Levantó la mano para protegerse, pero estaba impotente y era demasiado tarde. Le tumbé sobre el asiento de cuero y bebí su sangre por puro placer, un placer exquisito e increíble.
Eché a caminar lentamente a través de la noche, con los brazos extendidos, los ojos alzados al cielo.
De las rejillas negras diseminadas sobre el resplandeciente asfalto brotaba el vapor puro y blanco de locales subterráneos bien caldeados. Las relucientes bolsas de basura componían un fantástico y moderno espectáculo en las esquinas de las aceras de color gris pizarroso.
Unos jóvenes arbolitos, cubiertos con hojas perennes semejantes a breves trazos de pluma de un color verde intenso, doblaban sus frágiles troncos bajo el viento que gemía. Los elevados portales de cristal de edificios con fachada de granito contenían el radiante esplendor de unos vestíbulos suntuosos. Los escaparates de los comercios mostraban sus refulgentes diamantes, sus lustrosas pieles y sus abrigos y vestidos de impecable corte lucidos por unos maniquíes de peltre elegantemente peinados y sin rostro.
La catedral era un lugar oscuro, silencioso, cuyas torres y antiguos arcos ojivales aparecían cubiertos de hielo; la acera donde me había detenido la mañana en que el sol me había atrapado aparecía limpia.
Me detuve un rato allí, con los ojos cerrados, tratando acaso de evocar el prodigio y el celo, el valor y la gloriosa esperanza.
Sin embargo, en lugar de ello, escuché las notas claras, brillantes y cristalinas de la Appassionata. Turbulenta, atronadora, deslizándose vertiginosamente, la retumbante música vino para conducirme a casa. Yo la seguí.
El reloj del vestíbulo del hotel dio las seis. La oscuridad invernal se fundiría dentro de unos minutos al igual que el hielo que me había aprisionado en el tejado. El largo y pulido mostrador de recepción estaba desierto, iluminado por una luz tenue.
En un espejo colgado en la pared, rodeado por un marco dorado rococó, vi mi imagen: pálido, ceniciento, sin tacha. Cómo se habían divertido conmigo sucesivamente el sol y el hielo, la furia del primero congelada de inmediato por la implacable crueldad del segundo. No quedaba ni una cicatriz en la piel que se había abrasado hasta los músculos. Yo era un objeto intacto, sellado y sólido, que contenía un dolor infinito, restaurado, con unas uñas resplandecientes y blancas, y unas pestañas rizadas que enmarcaban unos ojos castaños; mi vestimenta era un esperpéntico montón de prendas costosas, manchadas, que no correspondían a la talla de este viejo, familiar y rudo querubín.
Nunca me había alegrado de contemplar mi rostro excesivamente juvenil, mi barbilla imberbe, mis manos demasiado suaves y delicadas. Pero en aquellos momentos habría agradecido a los dioses de antaño que me hubieran procurado unas alas.
La música continuaba sonando arriba, imponente, impregnada de tragedia y lujuria y un espíritu indómito. Me entusiasmaba. ¿Qué otra persona en el mundo era capaz de tocar esta sonata como ella, ejecutando cada frase con la frescura de las canciones que cantan toda su vida unos pájaros que conocen sólo ese tipo de melodías?
Miré a mi alrededor. Era un lugar elegante, caro, decorado con frisos de madera y unas cómodas poltronas, y las llaves de las habitaciones dispuestas en pequeños taquilleras de madera oscura adosados a la pared.
En el centro del espacio se erguía un enorme jarrón de flores, la infalible marca de fábrica de los hoteles antiguos de Nueva York, sobre una mesa redonda de mármol negro. Me acerqué, arranqué un lirio rosa con una garganta teñida de rojo oscuro y unos pétalos con el borde exterior de color amarillo, y subí silenciosamente la escalera para reunirme con mis pupilos.
Sybelle no dejó de tocar cuando Benji me abrió la puerta.
—Tienes buen aspecto, ángel —dijo Benji.
Sybelle continuó tocando, moviendo la cabeza sin afectación hacia uno y otro lado, en perfecta sintonía con la sonata.
Benji me condujo a través de una serie de habitaciones con los muros enyesados y elegantemente decoradas. La mía era demasiado suntuosa, murmuré al contemplar la colcha de punto de cruz y los antiguos almohadones bordados de oro. Tan sólo ansiaba la grata oscuridad.
—Ésta es la más sencilla que tenemos —repuso Benji, encogiéndose de hombros.
Se había cambiado de ropa y lucía una túnica de lino blanca con unas rayitas azules, como las que yo había visto con frecuencia en los países árabes. Llevaba unos calcetines blancos y unas sandalias marrones. Fumaba su pequeño cigarrillo turco y me observó a través del humo.
—Me has traído el reloj, ¿no es así? —preguntó, asintiendo con la cabeza, lleno de sarcasmo y picardía.
—No —contesté, metiéndome la mano en el bolsillo—. Pero puedes quedarte con el dinero. Dime, ya que tu pequeña mente es un medallón que oculta tantos secretos y yo no poseo la llave, ¿te vio alguien traer aquí a ese sinvergüenza armado con una placa y unas pistolas?
—Lo veo continuamente —respondió Benji, haciendo un gesto ambiguo con la mano—. Salimos del bar por separado. Maté a dos pájaros de una pedrada. Soy muy listo.
—¿De qué le conocías? —pregunté, depositando el pequeño lirio en su mano.
—El hermano de Sybelle le compraba heroína. Ese poli era el único tipo que debió de echarlo de menos —explicó Benji con una risotada. Se colocó el lirio detrás de la oreja izquierda, entre sus espesos rizos negros, y luego se puso a juguetear con un diminuto ciborio—. ¿No te parece genial? Nadie preguntará dónde se ha metido.
—Conque dos pájaros de una pedrada, ¿eh? Vaya, vaya —dije—. No sé por qué tengo la impresión de que no me lo has contado todo.
—Pero nos ayudarás, ¿no es cierto?
—Desde luego. Soy muy rico, ya os lo he dicho. Lo arreglaré todo. Tengo un instinto infalible para los negocios. Hace tiempo era dueño de un magnífico teatro en una ciudad lejana, y posteriormente de una isla llena de elegantes tiendas y otras amenidades. A lo que parece, soy un monstruo en muchos campos. Jamás volveréis a temer nada.
—Eres realmente hermoso, ¿sabes? —comentó Benji, arqueando una ceja y guiñando un ojo. Dio una calada a su apetitoso cigarrillo y me lo ofreció. En la mano izquierda sostenía el lirio a salvo de cualquier percance.
—No puedo. Sólo bebo sangre —contesté—. A grandes rasgos soy un vampiro corriente y vulgar. Necesito la oscuridad para protegerme de la luz del día, que no tardará en producirse. No debéis tocar esta puerta.
—¡Ja! —rió Benji con expresión picara—. ¡Eso es lo que dije a Sybelle! —El pequeño árabe dirigió la vista hacia la salita con cara de resignación—. Le dije que teníamos que robar enseguida un ataúd para ti, pero ella dijo que no, que ya te ocuparías tú de eso.
—Tenía razón. Me basta con instalarme en una habitación oscura, lo cual no significa que no me gusten los ataúdes. Me gustan mucho.
—¿Puedes convertirnos a nosotros en unos vampiros?
—Jamás. Decididamente no. Sois puros de corazón y estáis llenos de vida, y yo no tengo ese poder. No puede hacerse. Es imposible.
—Entonces ¿quién te creó a ti? —preguntó el niño.
—Nací de un huevo negro —repuse—. Como todos los vampiros.
Benji soltó una risita despectiva. —Bueno, el resto ya lo has visto —dije—. ¿Por qué no creer en la parte más atractiva?
Benji sonrió, dio otra calada al pitillo y me miró con expresión socarrona.
El piano emitió unas tumultuosas cascadas de notas, las cuales se fundían tan rápidamente como nacían, como los últimos y sutiles copos de nieve en invierno, que se disipan antes de caer sobre las aceras.
—¿Puedo besarla antes de dormirme? —inquirí.
Benji ladeó la cabeza y se encogió de hombros.
—Si no le gusta, no dejará de tocar el tiempo suficiente para decirlo —contestó.
Yo entré de nuevo en la salita. Qué ordenado estaba todo, el inmenso cuadro de suntuosos paisajes franceses con sus nubes doradas y cielo de cobalto, los jarrones chinos sobre unos pedestales, las gruesas cortinas de terciopelo que pendían de unas estrechas varas de bronce frente a las estrechas ventanas. Lo vi todo simultáneamente, inclusive el lecho en el que había yacido, cubierto ahora con un edredón nuevo y unos almohadones bordados con rostros antiguos.
Ella, el diamante central, vestida con una larga bata de franela blanca adornada con unos volantes en las muñecas, y el borde ribeteado con encaje irlandés antiguo, tocando su lustroso piano de cola con dedos ágiles e infalibles; su cabello emitía un amplio y suave resplandor amarillo sobre sus hombros.
Besé su perfumada cabellera y su tierno cuello. Contemplé su juvenil sonrisa y sus relucientes ojos mientras seguía tocando, con la cabeza ladeada, rozando la parte delantera de mi chaqueta.
Le rodeé el cuello con mis brazos. Ella se apoyó ligeramente contra mí. Luego la estreché por la cintura con los brazos cruzados. Sentí sus hombros moviéndose contra mí mientras sus dedos volaban sobre el teclado.