Así habló Zaratustra (9 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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Veo muchos soldados: ¡muchos guerreros es lo que quisie­ra yo ver! «Uni-forme» se llama lo que llevan puesto: ¡ojalá no sea un¡-formidad lo que con ello encubren!

Debéis ser de aquellos cuyos ojos buscan siempre un ene­migo, vuestro enemigo. Y en algunos de vosotros hay un odio a primera vista.

¡Debéis buscar vuestro enemigo, debéis hacer vuestra guerra, y hacerla por vuestros pensamientos! ¡Y si vuestro pensa­miento sucumbe, vuestra honestidad debe cantar victoria a causa de ello!

Debéis amar la paz como medio para nuevas guerras. Y la paz corta más que la larga.
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A vosotros no os aconsejo el trabajo, sino la lucha. A voso­tros no os aconsejo la paz, sino la victoria. ¡Sea vuestro traba­jo una lucha, sea vuestra paz una victoria!

Sólo se puede estar callado y tranquilo cuando se tiene una flecha y un arco: de lo contrario, se charla y se disputa. ¡Sea vuestra paz una victoria!

¿Vosotros decís que la buena causa es la que santifica inclu­so la guerra? Yo os digo: la buena guerra es la que santifica toda causa.

La guerra y el valor han hecho más cosas grandes que el amor al prójimo. No vuestra compasión, sino vuestra valen­tía es la que ha salvado hasta ahora a quienes se hallaban en peligro.

«¿Qué es bueno?», preguntáis. Ser valiente es bueno.
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De­jad que las niñas pequeñas digan: «ser bueno es ser bonito y a la vez conmovedor».

Se dice que no tenéis corazón; pero vuestro corazón es au­téntico, y yo amo el pudor de vuestra cordialidad. Vosotros os avergonzáis de vuestra pleamar, y otros se avergüenzan de su bajamar.

¿Sois feos? ¡Bien, hermanos míos! ¡Envolveos en lo sublime, que es el manto de lo feo!

Y si vuestra alma se hace grande, también se vuelve altane­ra, y en vuestra sublimidad hay maldad. Yo os conozco.

En la maldad el altanero se encuentra con el debilucho. Pero se malentienden recíprocamente. Yo os conozco.

Sólo os es lícito tener enemigos que haya que odiar, pero no enemigos para despreciar. Es necesario que estéis orgullosos de vuestro enemigo: entonces los éxitos de él son también vuestros éxitos.
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Rebelión, ésa es la nobleza en el esclavo. ¡Sea vuestra no­bleza obediencia! ¡Vuestro propio mandar sea un obedecer!

«Tú debes» le suena a un buen guerrero más agradable que «yo quiero»,
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y a todo lo que os es amado debéis dejarle que primero os mande.

¡Sea vuestro amor a la vida amor a vuestra esperanza más alta: y sea vuestra esperanza más alta el pensamiento más alto de la vida!

Pero debéis permitir que yo os ordene vuestro pensamien­to más alto, y dice así: el hombre es algo que debe ser supe­rado.

¡Vivid, pues, vuestra vida de obediencia y de guerra! ¡Qué importa vivir mucho tiempo! ¡Qué guerrero quiere ser trata­do con indulgencia!

¡Yo no os trato con indulgencia, yo os amo a fondo, herma­nos míos en la guerra!,

Así habló Zaratustra.

* * *

Del nuevo ídolo

En algún lugar existen todavía pueblos y rebaños, pero no entre nosotros, hermanos míos: aquí hay Estados.

¿Estado? ¿Qué es eso? ¡Bien! Abridme ahora los oídos, pues voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos. Estado se llama el más frío de todos los monstruos fríos.
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Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se des­liza de su boca: «Yo, el Estado, soy el pueblo.»

¡Es mentira! Creadores fueron quienes crearon los pueblos y suspendieron encima de ellos una fe y un amor: así sirvieron a la vida.

Aniquiladores son quienes ponen trampas para muchos y las llaman Estado: éstos suspenden encima de ellos una espa­da y cien concupiscencias.

Donde todavía hay pueblo, éste no comprende al Estado y lo odia, considerándolo mal de ojo y pecado contra las cos­tumbres y los derechos.

Esta señal os doy:
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cada pueblo habla su lengua propia del bien y del mal: el vecino no la entiende. Cada pueblo se ha in­ventado su lenguaje propio en costumbres y derechos.

Pero el Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal; y diga lo que diga, miente, y posea lo que posea, lo ha ro­bado.

Falso es todo en él; con dientes robados muerde, ese mor­dedor. Falsas son incluso sus entrañas.

Confusión de lenguas del bien y del mal: esta señal os doy como señal del Estado. ¡En verdad, voluntad de muerte es lo que esa señal indica! ¡En verdad, hace señas a los predicado­res de la muerte!

Nacen demasiados: ¡para los superfluos fue inventado el Es­tado!

¡Mirad cómo atrae a los demasiados! ¡Cómo los devora y los masca y los rumia!

«En la tierra no hay ninguna cosa más grande que yo: yo soy el dedo ordenador de Dios», así ruge el monstruo. ¡Y no sólo quienes tienen orejas largas yvista corta se postran de ro­dillas!

¡Ay, también en vosotros, los de alma grande, susurra él sus sombrías mentiras! ¡Ay, él adivina cuáles son los corazo­nes ricos, que con gusto se prodigan!

¡Sí, también os adivina a vosotros, los vencedores del viejo Dios! ¡Os habéis fatigado en la lucha, y ahora vuestra fatiga continúa prestando culto al nuevo ídolo!

¡Héroes y hombres de honor quisiera colocar en torno a sí el nuevo ídolo! ¡Ese frío monstruo, gusta de calentarse al sol de buenas conciencias!

Todo quiere dároslo a vosotros el nuevo ídolo, si vosotros lo adoráis:
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se compra así el brillo de vuestra virtud y la mirada de vuestros ojos orgullosos.

¡Quiere que vosotros le sirváis de cebo para pescar a los de­masiados! ¡Sí, un artificio infernal ha sido inventado aquí, un ca­ballo de la muerte, que tintinea con el atavío de honores divinos!

Sí, aquí ha sido inventada una muerte para muchos, la cual se precia a sí misma de ser vida: ¡en verdad, un servicio ínti­mo para todos los predicadores de la muerte!

Estado llamo yo al lugar donde todos, buenos y malos, son bebedores de venenos. Estado, al lugar en que todos, buenos y malos, se pierden a sí mismos. Estado, al lugar donde el len­to suicidio de todos, se llama «la vida».

¡Ved, pues, a esos superfluos! Roban para sí las obras de los inventores y los tesoros de los sabios: cultura llaman a su la­trocinio, ¡y todo se convierte para ellos en enfermedad y molestia!

¡Ved, pues, a esos superfluos! Enfermos están siempre, vo­mitan su bilis y lo llaman periódico.
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Se devoran unos a otros y ni siquiera pueden digerirse.

¡Ved, pues, a esos superfluos! Adquieren riquezas y con ello se vuelven más pobres. Quieren poder y, en primer lugar, la palanqueta del poder, mucho dinero; ¡esos insolventes!

¡Vedlos trepar, esos ágiles monos! Trepan unos por encima de otros, y así se arrastran al fango y a la profundidad.

Todos quieren llegar al trono; su demencia consiste en cre­er, ¡que la felicidad se sienta en el trono! Con frecuencia es el fango el que se sienta en el trono, y también a menudo el tro­no se sienta en el fango.

Dementes son para mí todos ellos, y monos trepadores y fa­náticos. Su ídolo, el frío monstruo, me huele mal: mal me huelen todos ellos juntos, esos idólatras.

Hermanos míos, ¿es que queréis asfixiaros con el aliento de sus hocicos y de sus concupiscencias? ¡Es mejor que rompáis las ventanas y saltéis al aire libre!

¡Apartaos del mal olor! ¡Alejaos de la idolatría de los super­fluos!

¡Apartaos del mal olor! ¡Alejaos del humo de esos sacrifi­cios humanos!

Aún está la tierra a disposición de las almas grandes. Vacíos se encuentran aún muchos lugares para eremitas solitarios o en pareja, en torno a los cuales sopla el perfume de mares si­lenciosos.

Aún hay una vida libre a disposición de las almas grandes.

En verdad, quien poco posee, tanto menos es poseído: ¡alaba­da sea la pequeña pobreza!.
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Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo: allí comienza la canción del necesario, la melodía única e insustituible.

Allí donde el Estado acaba; ¡miradme allí, hermanos míos! ¿No veis el arco iris y los puentes del superhombre? –

Así habló Zaratustra.

* * *

De las moscas del mercado

Huye, amigo mío, a tu soledad! Ensordecido te veo por el ruido de los grandes hombres, y acribillado por los aguijo­nes de los pequeños.

El bosque y la roca saben callar dignamente contigo. Vuel­ve a ser igual que el árbol al que amas, el árbol de amplias ra­mas: silencioso y atento pende sobre el mar.

Donde acaba la soledad, allí comienza el mercado; y donde comienza el mercado, allí comienzan también el ruido de los grandes comediantes y el zumbido de las moscas venenosas.

En el mundo las mejores cosas no valen nada sin alguien que las represente: grandes hombres llama el pueblo a esos actores.

El pueblo comprende poco lo grande, esto es: lo creador. Pero tiene sentidos para todos los actores y comediantes de grandes cosas.

En torno a los inventores de nuevos valores gira el mundo: gira de modo invisible. Sin embargo, en torno a los come­diantes giran el pueblo y la fama: así marcha el mundo.

Espíritu tiene el comediante, pero poca conciencia de es­píritu. Cree siempre en aquello que mejor le permite llevar a los otros a creer, ¡a creer en él!

Mañana tendrá una nueva fe, y pasado mañana, otra más nueva. Sentidos rápidos tiene el comediante, igual que el pue­blo, y presentimientos cambiantes.

Derribar, eso significa para él: demostrar. Volver loco a uno, eso significa para él: convencer. Y la sangre es para él el mejor de los argumentos.
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A una verdad que sólo en oídos delicados se desliza lláma­la mentira y nada. ¡En verdad, sólo cree en dioses que hagan gran ruido en el mundo!

Lleno de bufones solemnes está el mercado, ¡y el pueblo se gloría de sus grandes hombres! Éstos son para él los señores del momento.

Pero el momento los apremia: así ellos te apremian a ti. Y también de ti quieren ellos un sí o un no. ¡Ay!, ¿quieres colo­car tu silla entre un pro y un contra?

¡No tengas celos de esos incondicionales y apremiantes, amante de la verdad! Jamás se ha colgado la verdad del brazo de un incondicional.

A causa de esas gentes súbitas, vuelve a tu seguridad: sólo en el mercado le asaltan a uno con un ¿sí o no?

Todos los pozos profundos viven con lentitud sus expe­riencias: tienen que aguardar largo tiempo hasta saber qué fue lo que cayó en su profundidad.

Todo lo grande se aparta del mercado y de la fama: aparta­dos de ellos han vivido desde siempre los inventores de nue­vos valores.

Huye, amigo mío, a tu soledad: te veo acribillado por moscas venenosas. ¡Huye allí donde sopla un viento áspero, fuerte! ¡Huye a tu soledad! Has vivido demasiado cerca de los pe­queños y mezquinos. ¡Huye de su venganza invisible! Contra ti no son otra cosa que venganza.

¡Deja de levantar tu brazo contra ellos! Son innumerables, y no es tu destino el ser espantamoscas.

Innumerables son esos pequeños y mezquinos; y a más de un edificio orgulloso han conseguido derribarlo ya las gotas de lluvia y los yerbajos.

Tú no eres una piedra, pero has sido ya excavado por mu­chas gotas. Acabarás por resquebrajarte y por romper­te en pedazos bajo tantas gotas.

Fatigado te veo por moscas venenosas, lleno de sangrientos rasguños te veo en cien sitios; y tu orgullo no quiere ni siquie­ra encolerizarse.

Sangre quisieran ellas de ti con toda inocencia, sangre es lo que sus almas exangües codician, y por ello pican con toda inocencia.

Mas tú, profundo, tú sufres demasiado profundamente in­cluso por pequeñas heridas; y antes de que te curases, ya se arrastraba el mismo gusano venenoso por tu mano.

Demasiado orgulloso me pareces para matar a esos golo­sos. ¡Pero procura que no se convierta en tu fatalidad el sopor­tar toda su venenosa injusticia!

Ellos zumban a tu alrededor también con su alabanza: imper­tinencia es su alabanza.
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Quieren la cercanía de tu piel y de tu sangre.

Te adulan como a un dios o a un demonio; lloriquean de­lante de ti como delante de un dios o de un demonio. ¡Qué im­porta! Son aduladores y llorones, y nada más.

También suelen hacerse los amables contigo. Pero ésa fue siempre la astucia de los cobardes. ¡Sí, los cobardes son as­tutos!

Ellos reflexionan mucho sobre ti con su alma estrecha; ¡para ellos eres siempre preocupante! Todo aquello sobre lo que se reflexiona mucho se vuelve preocupante.

Ellos te castigan por todas tus virtudes. Sólo te perdonan de verdad, tus fallos.

Como tú eres suave y de sentir justo, dices: «No tienen ellos la culpa de su mezquina existencia». Mas su estrecha alma piensa: «Culpable es toda gran existencia.»

Aunque eres suave con ellos, se sienten, sin embargo, des­preciados por ti; y te pagan tus bondades con daños encu­biertos.

Tu orgullo sin palabras repugna siempre a su gusto; se re­gocijan mucho cuando alguna vez eres bastante modesto para ser vanidoso.

Lo que nosotros reconocemos en un hombre, eso lo hace­mos arder también en él. Por ello ¡guárdate de los pequeños!

Ante ti ellos se sienten pequeños, y su bajeza arde y se pone al rojo contra ti en invisible venganza.

¿No has notado cómo solían enmudecer cuando tú te acer­cabas a ellos, y cómo su fuerza los abandonaba, cual humo de fuego que se extingue?

Sí, amigo mío, para tus prójimos eres tú la conciencia mal­vada: pues ellos son indignos de ti. Por eso te odian y quisie­ran chuparte la sangre.

Tus prójimos serán siempre moscas venenosas; lo que en ti es grande, eso cabalmente tiene que hacerlos más venenosos y siempre más moscas.

Huye, amigo mío, a tu soledad y allí donde sopla un viento áspero, fuerte. No es tu destino el ser espantamoscas.

Así habló Zaratustra.

* * *

De la castidad

Yo amo el bosque. En las ciudades se vive mal; hay en ellas demasiados lascivos.

¿No es mejor caer en las manos de un asesino que en los sueños de una mujer lasciva?

Y contempladme esos hombres: sus ojos lo dicen, no co­nocen nada mejor en la tierra que yacer con una mujer. Fango hay en el fondo de su alma; ¡y ay si su fango tiene además espíritu!

¡Si al menos fueran perfectos en cuanto animales! Mas del animal forma parte la inocencia.

¿Os aconsejo yo matar vuestros sentidos? Yo os aconsejo la inocencia de los sentidos.

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