Atomka (15 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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Lucie y Sharko se desperezaron y se estiraron un buen rato en cuanto pusieron pie en tierra. Hacía un frío de mil demonios y la humedad hacía que les goteara la nariz. En administración les habían reservado una habitación doble en un dos estrellas —¡viva la política de ahorro!—, pero Sharko echó mano de su billetera y dio con un tres estrellas mucho más agradable, frente a la montaña.

Agotados, se tumbaron en la cama tras una buena ducha caliente y un masaje en el tobillo de Lucie, y se acercaron uno a otro, rodilla contra rodilla, nariz contra nariz. Sharko acarició con ternura la nuca de su compañera. Lejos de París y de los secretos que lo angustiaban, se sentía mucho más tranquilo.

—Qué bien se está aquí, contigo —confesó—. Espero que pronto podamos frecuentar sitios como este, pero sin asesinatos de por medio. Tendrás una barriguita redonda y podremos pensar en el futuro… —Hubo un silencio—. Todas las parejas piensan en el futuro…

Su voz era dulce, pero Lucie había detectado un tono de reproche.

—Mientras que yo siempre pienso en el pasado, ¿es eso lo que quieres decir?

—No es lo que he dicho.

—Pero lo has dejado entender. Solo tienes que darme un poco más de tiempo.

—Puedo darte todo el tiempo que quieras, pero ¿crees que ese bebé va a cambiarlo todo? ¿Que te impedirá pensar en ellas?

Su voz se estrelló contra el silencio. ¿No tenía ella nada que decirle, que responderle? Por eso se aventuró en un terreno que sabía que era peligroso:

—Podría pasar lo contrario, ¿sabes? ¿Estás segura de que amarás verdaderamente a esa criatura por lo que será?

—Sí, estoy segura. Cuando la mire solo pensaré en su futuro. Y en todas las cosas hermosas que haremos. Tú, ella y yo. Quiero que seamos felices.

Hubo un largo silencio. Intercambiaron tímidas caricias, apenas osadas. Hubieran podido dejarlo ahí y dormirse, pero Sharko no pudo evitar llevar sus pensamientos hasta el final.

—Ella… ¿Y si fuera un niño?

Apretó los dientes, consciente de la tontería que acababa de decir. A oscuras, Lucie se incorporó y apartó las sábanas violentamente.

—¡Vete a la mierda, Sharko!

Se encerró en el baño.

Sharko la oyó llorar.

18

E
l hospital Les Adrets parecía una gigantesca barra de granito colgada de la vegetación. El complejo, que se extendía sobre una superficie de varias hectáreas, contaba con una veintena de edificios, de geriatría a maternidad, y era el centro hospitalario de referencia de toda la región de RódanoAlpes. El entorno era agradable, circundado por montañas nevadas que danzaban en derredor como majestuosas sacerdotisas.

Tras franquear un puesto de vigilancia —controlaban el acceso a los aparcamientos para evitar los abusos, sobre todo durante la temporada turística—, los dos policías estacionaron junto a urgencias. El centro hospitalario era inmenso, un verdadero laberinto. Sharko, que había conducido por las carreteras heladas desde el hotel, cortó el contacto. Se alisó la corbata de color antracita con la punta de los dedos.

—Vamos a hacer las cosas con orden y concierto. Tú ve a cardiología y obtén información de las operaciones a corazón abierto y la hipotermia. Yo empezaré por urgencias, donde llegan, supongo, todas las fracturas. Comprobaré que todas las víctimas de los lagos pasaron por aquí y trataré de obtener la lista del personal de la época. Quizá daremos con una identidad. Mantengamos los móviles encendidos.

Lucie cogió la carpeta azul que contenía los informes de las autopsias. Salieron y se subieron el cuello del abrigo. Gruesos cristales de sal crujían bajo sus suelas y el frescor del aire se les clavaba en los rostros. A tenor del color del cielo, era muy probable que volviera a nevar.

—Y evita proclamar a los cuatro vientos que eres policía —advirtió Sharko—. Nuestro hombre puede ser cualquiera. Si aún se encuentra entre estas paredes y si efectivamente ha matado a Christophe Gamblin, debe de estar al acecho.

Ella asintió, envuelta en su abrigo como un rollo de primavera. Sharko la atrajo hacia él y trató de besarla, pero ella volvió la cabeza y se alejó. Solo, el comisario contempló el paisaje y suspiró.

—¡Gilipolleces! —murmuró lo bastante fuerte como para que Lucie pudiera oírlo.

El profesor Ravanel dirigía la unidad de cirugía cardiovascular, de la que formaban parte una treintena de personas. De pie en un amplio despacho en el que había un
putter
y pelotas de golf en un rincón, Lucie le tendió la mano y se presentó a toda prisa.

Una vez superado el efecto sorpresa, el cirujano la invitó educadamente a tomar asiento. La policía ya había esperado una hora en el vestíbulo del hospital y se había tomado dos cafés antes de entrevistarse con él. Sin entrar en los detalles de la investigación, le preguntó si había oído hablar de Christophe Gamblin —le respondió que no— y de esos casos de «resurrección» en los lagos de Embrun y de Volonne en 2003 y 2004.

—No, no especialmente. Viajo muy a menudo a Suiza, donde paso la mitad de mi tiempo. Si mal no recuerdo, en esa época operaba al otro lado de la frontera.

Tenía una voz fuerte pero serena, un poco como su Sharko. Lucie tenía la carpeta azul sobre las rodillas, así como su teléfono móvil, en el que acababa de recibir un SMS de su pareja que leyó de reojo: «Punto común ok. Las 4 víctimas hospitalizadas aquí. Sigo currando. Y si aún estás de morros, peor para ti».

La policía experimentó un sentimiento de satisfacción y prosiguió sus preguntas.

—¿En qué consiste exactamente su especialidad, la cardioplegia fría?

—También podría denominarse hipotermia terapéutica. Un corazón no puede operarse fácilmente en situación normal, debido a la existencia de las contracciones cardiacas y los movimientos respiratorios. Por ello es necesario ralentizar enormemente la frecuencia del corazón, e incluso detenerlo. Pero, como bien sabrá usted, eso es incompatible con la vida, puesto que los órganos ya no serían irrigados por la sangre y en consecuencia no serían oxigenados. —Tendió un folleto de presentación a Lucie. Unos dibujos claros y coloreados ilustraban a la perfección sus palabras—. Se procede por ello a dos técnicas que se complementan la una a la otra. En primer lugar, la circulación extracorpórea. Como puede ver en el dibujo, consiste en hacer circular la sangre por tubos, enfriarla, oxigenarla e inyectarla de nuevo en las arterias. Eso permite cortocircuitar el corazón y los pulmones e inducir la hipotermia del cuerpo…

Lucie escrutaba atentamente los dibujos explicativos. El cuerpo tendido, el pecho abierto. Las gigantescas máquinas, los diales y las pantallas, las bombonas, los tubos que aspiraban la vida por un lado y la escupían por el otro. Deseó con todas sus fuerzas no verse jamás obligada a sufrir semejante intervención.

—A continuación, se inyecta un líquido rico en potasio y muy frío, a unos -4 °C, en las arterias coronarias, que provoca un paro inmediato del corazón. Así puede operarse el músculo con total seguridad. La clave de este procedimiento reside en esos líquidos fríos, la sangre y la solución de potasio, que frenan considerablemente las necesidades de oxígeno del organismo y limitan así los riesgos.

Ravanel manipulaba delicadamente una lima de uñas, haciendo gala de extraordinaria destreza. Lucie cerró el folleto, lo dejó sobre la mesa y sacó su pequeño cuaderno de notas.

—Supongo que hay una relación directa entre sus técnicas quirúrgicas y esas personas que regresan entre los vivos tras una grave hipotermia accidental…

—Supone correctamente. La hipotermia terapéutica se inspira directamente en fenómenos naturales. En los años cuarenta, se operaban corazones palpitantes porque no había otra solución. Era arriesgado y a menudo se saldaba con un fracaso. Además, en aquella época se creía que el frío incrementaba la necesidad de oxígeno del organismo. Los investigadores comenzaron a trabajar en ello gracias a la identificación de casos de hipotermia tras caídas o ahogamientos en la montaña: ¿y si el frío no matara sino que, al contrario, indujera en el cuerpo una especie de estado de vigilia?

Volvió la cabeza hacia la amplia ventana que permitía contemplar un espléndido paisaje. Lucie apreció aquella vista, tan diferente de la de París.

—No faltan ejemplos, en primer lugar en plantas y animales. Esos resiníferos que ve en las laderas de las montañas pueden sobrevivir a temperaturas de varios grados bajo cero, a pesar de que el hielo les penetre hasta en las células más profundas. La rana del Canadá es quizás el animal más extraordinario por lo que respecta a la hipotermia. Se dirige voluntariamente hacia las regiones más glaciales para ralentizar su metabolismo. En ese momento, su temperatura corporal cae hasta cerca del punto de congelación, de manera que, si se la deja caer al suelo, la rana se rompe en pedazos. Y, sin embargo, es capaz de huir de un predador de inmediato. Actualmente se la investiga para tratar de descubrir sus secretos.

Hablaba despacio, con tranquilidad, y Lucie apreciaba ese instante. Ravanel era el tipo de interlocutor con el que se sentía a gusto.

—¿Y se ha logrado descifrarlos?

—Aún no, pero no cabe duda de que se conseguirá. En cualquier caso, se sabe que esa capacidad para evitar la muerte mediante el frío, esa flexibilidad metabólica, se halla en algún lugar, en el fondo de nuestras células humanas. En mayo de 1999, una estudiante noruega que esquiaba se quedó atrapada en una cascada helada, con la parte superior del cuerpo completamente hundida en el hielo. La socorrieron siete horas después de la caída, sin pulso, hipotérmica, pero aún viva… Mitsukata Uchikoshi, un japonés herido y perdido en plena montaña, fue hallado en estado de hibernación tras veinticuatro días sin agua ni alimentos. La temperatura de su cuerpo era de solo 22 °C.

El profesor guardó la lima de uñas en un cajón y colocó correctamente el bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la bata. Cada uno de sus gestos era preciso, estudiado. Era un hombre acostumbrado a hablar, a dirigirse al público, a poner buena cara. Prosiguió:

—Todos esos casos nos demuestran que conservamos algunas reliquias evolucionistas de la adaptación del animal al medio acuático. Si el cuerpo humano se sumerge en un agua que no supere los 17 °C, tratará de adaptarse. Ralentización instantánea del ritmo cardiaco hasta el paro en algunos casos, redistribución de la sangre hacia los órganos centrales y los alveolos pulmonares que se llenan de plasma sanguíneo. Muy a menudo, la muerte será inevitable, pero hay casos excepcionales que alientan la investigación.

Lucie tomó nota rápidamente de los elementos que le parecían esenciales, y luego volvió a las cuestiones concretas de su caso:

—Antes ha hablado del potasio para detener el corazón. Es un compuesto que en la policía conocemos bien porque forma parte de las armas del crimen a las que ya hemos tenido que enfrentarnos.

El cirujano desplegó una sonrisa radiante.

—Un arma del crimen casi indetectable puesto que, una vez que se han detenido las funciones vitales, el cuerpo libera potasio de forma natural. La imaginación y la inteligencia de sus asesinos no tienen límites.

—Si supiera… Yo también podría mostrarle folletos de presentación de lo que pueden llegar a hacer.

—La creo.

Lucie le devolvió la sonrisa.

—Al igual que el potasio, ¿el sulfuro de hidrógeno también podría ser una manera de detener el corazón? De una manera no definitiva, quiero decir.

Las espesas cejas del profesor formaron una única línea oscura.

—¿Cómo ha oído hablar de eso?

De repente Lucie sintió que había puesto el dedo en la llaga. El hombre reaccionaba positivamente y no como si hubiera pronunciado una aberración. No tenía elección: tendría que soltar lastre para tratar de comprender.

—Lo que voy a explicarle es absolutamente confidencial.

—Puede contar conmigo.

—Estoy aquí porque sospechamos que un empleado del hospital pudo matar a dos mujeres y haber dormido a otras dos antes de arrojarlas a lagos helados.

Gaspar Ravanel la miró fijamente un buen rato, sin decir palabra. Al fin, dijo:

—¿Quiere decir alguien de mi equipo?

—¿Tendría yo razones para pensarlo?

—En absoluto. Las personas con las que trabajo son absolutamente íntegras. Desde el auxiliar de clínica hasta el médico, se estudian escrupulosamente todos los perfiles y se llevan a cabo entrevistas regulares. Nuestro hospital es una referencia en Francia.

Se había incorporado y había adoptado una postura a la defensiva. Lucie insistió:

—Eso no impide nada, pero no creo que el hombre al que busco trabaje con usted. Tiene que ser más bien alguien que estuvo en contacto con las víctimas que ingresaron en urgencias después de una fractura. Debe de conocer también esa especialidad propia del hospital. Esas operaciones con frío, esa manera de detener el corazón, de provocar una muerte artificial deben de fascinarlo. ¿Quizá fue apartado de su equipo? ¿Podría ser un enfermero que se creyera Dios? ¿Un auxiliar de clínica que trabajara en varios servicios? ¿Se le ocurre alguna persona en particular?

Meneó la cabeza.

—No, el personal cambia a menudo de puesto y yo mismo me ausento con regularidad. Circula mucha gente entre estas paredes, incluidos los estudiantes.

Lucie abrió una carpeta, hojeó los papeles y le tendió dos hojas al médico.

—Me lo imagino. Aquí tiene unos fragmentos de los informes de las autopsias de las dos víctimas y los resultados de los análisis toxicológicos. En los dos casos aparece sulfuro de hidrógeno en el organismo. El asesino atacó por lo menos a cuatro mujeres. Dos de ellas creo que quedaron noqueadas con sulfuro de hidrógeno antes de ser arrojadas al agua helada. Esa noche, el propio asesino llamó a los servicios de socorro y las víctimas finalmente pudieron ser salvadas.

Por primera vez, el profesor pareció desestabilizado.

—Parece que se refiera a la animación suspendida.

—¿Animación suspendida? ¿En qué consiste eso?

El suizo se apoyó en el respaldo de su asiento, preocupado.

—Actualmente se llevan a cabo algunas investigaciones bastante confidenciales sobre esa cuestión. Nos hemos dado cuenta de que hay numerosos tejidos orgánicos que producen sulfuro de hidrógeno de manera natural y que la concentración más elevada se fabrica en el cerebro. ¿Se imagina? El H
2
S se utilizó como arma química durante la segunda guerra mundial, así que esos descubrimientos son excepcionales. Esa es la razón del creciente interés por ese compuesto metabolizado de forma natural en dosis muy pequeñas en nuestro organismo. Se realizó un estudio serio con ratas, sobre todo en el centro de investigación del cáncer Hutchinson, en Seattle.

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