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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Atomka (13 page)

BOOK: Atomka
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—¿Se sabe quién llamó?

—Nunca localizaron a la persona que llamó. Solo se sabe que llamó desde una cabina situada a unos cincuenta metros del lago. Precisamente al lado del lugar donde me repescaron.

Lucie reflexionaba a toda velocidad.

—¿Era la única cabina del lugar?

—Sí, la única.

—¿Por qué su salvador telefónico no intervino personalmente?

—¿Iba alguien a saltar al agua helada? Por teléfono, la voz masculina simplemente dijo: «Dense prisa, hay alguien ahogándose en el lago». El Samu grabó la llamada. Al escucharla, un vez que estuve restablecida, me pareció extraño. Porque el hombre hablaba de mí. Era yo quien me ahogaba. Si me hubiera agredido o me hubiera empujado al agua, ¿por qué motivo habría pedido auxilio a continuación?

Lucie anotó las circunstancias y los horarios. Aquella historia le parecía completamente disparatada.

—Tengo la impresión de que no recuerda usted las causas de su inmersión —dijo Lucie—. ¿Cómo llegó hasta orillas de ese lago? ¿Qué es lo último que recuerda?

Lise Lambert se quitó los mitones y los depositó delicadamente uno sobre otro, junto al ordenador.

—El periodista también me lo preguntó. Le repetiré lo que le dije: estaba frente a la tele, con mi perro. Entre ese momento y el momento en que me desperté en el hospital, tengo un gran agujero negro. Los médicos dijeron que la amnesia era probablemente consecuencia de ese estado de vigilia en el que me vi sumida durante la inmersión. El descenso brusco del consumo de oxígeno habría impedido que los recuerdos se fijaran en el cerebro. Debí de olvidar las horas anteriores al accidente, así de sencillo.

Miró su reloj, dando muestras de una leve impaciencia.

—Las once y media… A las doce y cuarto tengo que incorporarme a las cajas. Tengo el tiempo justo para comer. Eso es,
grosso modo
, todo lo que puedo explicarle. Y es todo lo que le conté al periodista.

Lucie no se conformaba con eso. No se movió ni un ápice.

—Espere. Usted se hallaba en su casa, frente a la tele. ¿Cómo cree que fue a parar al lago?

—A veces paseaba con mi perro a orillas del lago, incluso las noches de invierno. Tal vez fue eso lo que sucedió. Sin duda, resbalé y debí de golpearme sin que ello me produjera una marca. En aquella época, llevaba el cabello largo y…

—¿Hallaron a su perro perdido?

Se encogió de hombros.

—El perro estaba frente a la casa. Hubo gente que entró y salió de mi casa después del accidente, aquella noche. Mis padres, sobre todo, para ir a buscar lo necesario para mi estancia en el hospital.

—¿Y el individuo de la cabina telefónica? A buen seguro se habrá preguntado por él. ¿Recuerda a algún desconocido? ¿Alguien que la abordara unos días antes? ¿Hay algo significativo que pueda indicarme? Es muy importante.

Meneó la cabeza.

—El periodista, ahora usted… ¿Por qué me pregunta eso? Ya se lo he dicho: no me acuerdo.

Lucie tamborileaba nerviosamente con el bolígrafo sobre el cuaderno. No había descubierto nada fundamental, como mucho una versión mejorada de la crónica de sucesos que había leído. Jugó una de sus últimas bazas:

—Ha habido otras —dijo.

—¿A qué se refiere?

—A otras víctimas. Primero otra mujer, en Volonnes, cerca de Digne-les-Bains, en los Altos Alpes, un año antes que usted. Las mismas circunstancias: la caída en el lago helado, la llamada anónima al Samu, el retorno milagroso del más allá. Y también otras dos mujeres, en su caso halladas verdaderamente muertas, en 2001 y 2002. Raptadas en su domicilio, al parecer. Envenenadas en su domicilio y luego depositadas en las aguas glaciales de un lago, de nuevo no lejos de su residencia.

La empleada de la jardinería miró fijamente a Lucie unos segundos, mordiéndose los labios.

—Lo sabía, ¿verdad? —dijo Lucie.

La mujer cerró la cremallera de su chaqueta con un chasquido seco.

—Venga conmigo al bar. Al igual que con el periodista, tengo que explicarle mis pesadillas.

15

J
usto después de la reunión, Sharko, parapetado tras su ordenador, navegó por la red mientras Lucie iba a ver a Lise Lambert y todos se dedicaban a sus tareas.

Al cabo de un rato, anotó una dirección en un
post-it
que se guardó en el bolsillo y, a continuación, imprimió unos formularios disponibles en la página que estaba consultando. Los enrolló y los guardó discretamente en el bolsillo interior de su americana. Unos minutos más tarde, pasó por secretaría a buscar un sobre acolchado y se dirigió a los laboratorios de la policía científica en el Quai de l’Horloge, a un centenar de metros del 36.

Visitó diversos departamentos para comprobar qué habían descubierto los técnicos. El servicio de análisis grafológico había confirmado que el papel hallado en el bolsillo del chaval había sido escrito, sin duda, por Valérie Duprès. Los restos papilares hallados en casa de Gamblin no habían aportado hasta el momento nada concluyente (pertenecían a la propia víctima), al igual que los análisis toxicológicos fruto de la autopsia. En cuanto al ADN, seguían explorando la ropa de Gamblin, en busca del menor indicio. Ese trabajo de hormiga siempre llevaba mucho tiempo.

Finalmente, Sharko se dirigió al departamento de Documentos y Rastros. Conocía al técnico responsable, Yannick Hubert, lo saludó y le entregó una bolsa de plástico que contenía la hoja hallada sobre la nevera.

—¿Puedes hacer algo a partir de esto? No sé, averiguar el tipo de cola, o el modelo de impresora… Y, por cierto, es personal.

El especialista asintió y le prometió echarle un vistazo lo antes posible.

Sharko salió del laboratorio sin disponer de ninguna nueva pista, pero con un kit completo de toma de muestras de saliva y unos guantes de látex en el bolsillo. Volvió a su coche, le dio al contacto y puso el vehículo en marcha. Miraba a todos lados: por el retrovisor, a las motos u observaba a los transeúntes. El loco tal vez estuviera allí, entre ellos.

Tras comprobar que nadie lo seguía, estacionó el coche en la última planta del aparcamiento subterráneo junto al bulevar del Palais, al abrigo de las cámaras de vigilancia. Cogió la muestra de semen de la nevera y se encerró en el habitáculo del vehículo. A toda prisa, se puso los guantes, abrió el sobre estéril que contenía dos escobillas bucales y las sumergió en el líquido seminal para que se impregnaran bien. Luego las encerró en el primer sobre especialmente adaptado y lo introdujo en el sobre acolchado.

Por lo general, la policía judicial trabajaba con el laboratorio estatal de análisis de la policía científica de París, o a veces con un laboratorio privado de Nantes, según los casos y en función de la acumulación de solicitudes. Sharko habría podido dar con alguna manera de que su muestra de esperma se incluyera con las de otras investigaciones en curso, pero era demasiado arriesgado. Todo estaba muy controlado, se requerían justificantes para cualquier cosa y ello sin olvidar los problemas de facturación. No, había una forma más sencilla y menos peligrosa: dirigirse a los laboratorios de genética que abundaban en internet. Sharko había elegido Benelbiotech, una empresa radicada en Bélgica, justo en la frontera francesa. Conocía la reputación de esa compañía. Esa empresa privada trabajaba seis días a la semana y proporcionaba un perfil genético en función de una muestra —semen, saliva, escamas de la piel, pelos o cabellos con raíz— que contuviera el ADN suficiente. Garantizaba el anonimato y proporcionaba los resultados a las veinticuatro horas, por correo electrónico o por mensajería. A Sharko le bastaría comparar el perfil que le proporcionara con el suyo propio, fichado en el FNAEG.

Deslizó también en el sobre acolchado el formulario impreso que había cumplimentado por internet, con la referencia (muestra n.º 2432-S), los datos completos de su inscripción y su número de móvil, a través del cual le informarían, mediante el envío de un SMS, de la disponibilidad de los resultados en una dirección de correo electrónico que acababa de crear. Por la tarde, y también a través de la red, pagaría el importe de cuatrocientos euros.

Envió el sobre por Chronopost menos de una hora después. Solo cabía esperar. El resultado le llegaría el lunes siguiente, a lo largo del día.

Bellanger se le apareció justo cuando introducía la falsa dirección de correo electrónico —una sucesión de cifras y letras inmunda en @yahoo.com— en un documento de su ordenador. El jefe de grupo no estaba en muy buena forma.

—Tengo una mala noticia. La comisaría de MaisonsAlfort acaba de comunicarme que el chaval del hospital ha desaparecido.

—Pero ¿qué es este cachondeo?

Nicolas Bellanger se sentó sobre la mesa de despacho.

—Un hombre vestido con una chaqueta militar caqui, pantalón negro, pasamontañas y guantes fue visto ayer por una enfermera en uno de los pasillos del hospital a eso de las diez de la noche. Llevaba a un niño en brazos y no titubeó en agredir a la empleada y abalanzarse luego por la escalera y desaparecer.

Sharko espetó una prolija retahíla de palabras malsonantes. Ese era el problema de los hospitales públicos, abiertos las veinticuatro horas, con poca o nula vigilancia y que de noche funcionaban a medio gas. Cualquiera podía entrar, pasearse de planta en planta y aprovechar el descuido —o la dedicación a sus ocupaciones— del personal sanitario para acceder a una habitación.

—¿Tenemos alguna pista?

—Nada, de momento. Trémor, de MaisonsAlfort, está en ello. La enfermera que recibió el trompazo en la cara solo tiene una imagen borrosa del agresor y prácticamente no disponemos de testigos. Se acaba de poner en marcha el plan Alerta Secuestro con las únicas fotos del chiquillo que la policía le hizo al encontrarlo, el día antes, así como la descripción de la vestimenta del individuo. Otra cosa: Trémor también me ha comunicado que el laboratorio ha analizado la sangre del papel hallado en el bolsillo del chiquillo. Es de Valérie Duprès.

—Así que estaba herida cuando escribió la nota.

Sharko se había repantigado en su silla, con la mirada fija en la ventana. El chaval iba a vivir de nuevo el calvario del que había logrado escapar. El comisario sabía a ciencia cierta que el chiquillo, esta vez, no tendría tanta suerte.

16

L
ucie y Lise Lambert encontraron una mesa tranquila en la planta de arriba del
fast food
. Aún era temprano para almorzar, pero Lucie aprovechó la ocasión para pedir un menú con patatas fritas,
cheeseburger
y Coca-Cola, muy dietético. El simple olor a pan caliente y carne asada habían bastado para abrirle el apetito.

Por el camino, aprovechó para obtener información de Christophe Gamblin. ¿Parecía que el periodista temiera algo? Lise Lambert no le había explicado nada nuevo, y Gamblin se había comportado con normalidad y serenidad, so pretexto de una investigación rutinaria y un futuro artículo en su periódico.

La empleada de jardinería desenvolvía mecánicamente su bocadillo. Unos gestos que debía de hacer a diario, atrapada en unas jornadas que debían de parecerse las unas a las otras. Ella misma abordó de nuevo la cuestión que interesaba a Lucie.

—Una especie de destellos y luego de pesadillas, que empezaron tres años después de mi accidente en el lago, en 2007. —Suspiró—. Quería alejarme a cualquier precio de Embrun, del lago, de… de la montaña. Aprender a vivir aquí fue un periodo difícil.

Entrecortaba sus frases con largos silencios. Miró con sus ojos color avellana a Lucie, unos ojos que habían visto el rostro de la muerte y que parecían haber perdido su brillo original.

—Aún recuerdo perfectamente cómo empezó todo. Fue un día que hacía mucho calor, en pleno verano. Mi casa era un edificio viejo y aquel año tuve un problema con los sanitarios. La tubería se había embozado y fue necesario ir al fondo del jardín, donde estaba la fosa séptica y… discúlpeme si le amargo la comida, porque lo que tengo que contarle no es muy…

—No se preocupe.

—En resumidas cuentas, había que echar allí sosa cáustica que tenía para desembozar los desagües. Al levantar la placa, surgió una peste a huevo podrido muy fuerte y… no sé cómo explicárselo. Recuerdo que caí sobre la gravilla, a punto de desmayarme. Podía parecer que se debía al calor o al olor, pero vi una sucesión de imágenes inéditas. Unas imágenes que me martillearon por dentro como si me las incrustaran a la fuerza. Desde aquel día, se han manifestado en forma de pesadillas, unas pesadillas que sufro casi cada noche.

Lucie dejó el
cheeseburger
que prácticamente ni había tocado. Se inclinó hacia adelante, toda ella oídos.

—El olor a huevo podrido despertó en usted recuerdos olvidados —dijo con mucha calma—. Como la madalena de Proust.

—Exacto. Y en ese momento tuve una certeza, una reminiscencia: había percibido exactamente ese mismo olor la noche en que caí al lago, tres años antes.

Lucie ya estaba convencida de que seguía una buena pista. La relación entre los dos asesinatos y los dos falsos ahogamientos acababa de aparecérsele ante sus ojos: el famoso sulfuro de hidrógeno, con su peculiar olor.

—Aquella noche usted estaba en su sofá, con su perro. Estaba viendo la televisión. ¿De dónde procedía ese olor?

—Lo ignoro. De verdad, lo ignoro. Estaba alrededor de mí. Dentro de mí.

Lucie recordaba lo que el forense le había explicado sobre ese gas. En dosis muy fuertes era mortal, pero también tenía la capacidad de provocar un desvanecimiento tras inhalarlo en el caso de concentraciones más pequeñas. Además, no era fácil detectarlo en el organismo y eso explicaba que los análisis de sangre de Lise Lambert, en el hospital, no hubieran mostrado nada anormal. ¿El asesino lo había utilizado como anestésico para evitar que Lise Lambert se ahogara realmente respirando agua? Pero ¿con qué intención?

—Explíqueme sus pesadillas, esas imágenes que la acosan.

—Siempre es la misma escena. Hay una música recurrente. Reconozco la sintonía del programa que estuve viendo aquella noche. Luego… una sombra baila sobre las paredes y el techo de mi salón. Una sombra que se agranda y se reduce, una sombra que me asusta y revolotea a mi alrededor, como una presencia maléfica.

—¿Alguien pudo entrar en su casa? ¿Un intruso?

—Pensé en ello, pero es imposible. Siempre cierro la puerta con llave, es una manía. No había nada roto ni cambiado de sitio. Las persianas estaban cerradas. Nadie podía entrar sin la llave. Y mi perro habría ladrado.

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