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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Atomka (39 page)

BOOK: Atomka
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Lucie tragó saliva con dificultad. Preguntó, aunque ya sabía la respuesta:

—¿Qué les pasó?

—Muertos por enfermedad: cáncer, leucemia, malformaciones o disfunciones orgánicas. No hay duda de que Léo Scheffer prosiguió en secreto los experimentos de su padre con esos desventurados. Mezclaba las sustancias radiactivas con la avena y la leche todas las mañanas.

—Pero… ¿con qué fin?

—¿Para comprender por qué la radiactividad degrada las células? ¿Para ver de dónde viene el cáncer? ¿Para erradicar la enfermedad mediante radiaciones? ¿Para dar con la «bala mágica», como pretendía su padre? No lo sé. Solo Dios sabe qué transmitió Scheffer padre a su hijo. Y solo Dios sabe qué otros horribles experimentos pudieron llevar a cabo clandestinamente esos dos hombres. Además del centro para discapacitados, Léo Scheffer también estaba en contacto con prisiones y hospitales psiquiátricos. Lugares que bien podían prestarse a ese tipo de experimentos mediante financiaciones oscuras.

Dejó caer la copa sobre la mesa con fuerza. Parpadeaba lentamente.

—Me has dicho que la periodista ha desaparecido… ¿Ha sido en Francia?

—Eso suponemos, pero no estamos seguros.

—Léo Scheffer también se fue a Francia. Tal vez fue una locura, según testimonios que reuní en su antiguo hospital. Hablaba de un nuevo puesto, de nuevas investigaciones. Sin embargo, nadie me lo pudo explicar realmente puesto que tengo la impresión de que nadie sabía de verdad qué había sido de él. En cualquier caso, tenía que ser algo realmente atractivo puesto que Scheffer tenía un puesto de lujo. Yo probablemente habría continuado mis investigaciones en su país si… —Suspiró—. En resumidas cuentas, se produjo el accidente. Y hoy estoy aquí escondida, con toda esta mierda en el vientre y las caderas jodidas.

Lucie se dio cuenta de hasta qué punto tenía las manos crispadas al pensar en las fotos de los niños tendidos sobre la mesa de operaciones. Léo Scheffer, que ahora debía de tener unos sesenta años, especialista en radiactividad, probable autor de monstruosos experimentos con seres humanos, residía y tal vez trabajaba aún en Francia.

—¿Cuándo se marchó de Estados Unidos a Francia?

—En 1987.

Lucie sintió de inmediato que algunas piezas se ordenaban dentro de su cabeza, y su vista se enturbió. 1987… Un año después de la llegada del manuscrito a territorio francés y del asesinato de los monjes. No cabía duda de que Dassonville, en posesión del manuscrito, se había puesto en contacto con el científico y lo había convencido para viajar a Francia. Probablemente los dos hombres colaboraron. La policía pensó en la foto en blanco y negro de los tres grandes científicos, en sus probables descubrimientos en los años veinte. Los años en que Scheffer, el padre, participaba en la construcción del ciclotrón, y cuando todos los científicos coincidían en los congresos. Casi un siglo más tarde, Dassonville había ido a buscar a Scheffer hijo, allí, en tierras americanas, por sus conocimientos del átomo, sus bizarros experimentos en público y porque, simplemente, era hijo de su oscuro patriarca.

Sin duda, fue reclutado para estudiar el manuscrito maldito.

Y para comprenderlo.

Lucie se puso en pie y pensó en Valérie Duprès. Tras descubrir la identidad del investigador, la periodista regresó directamente a Francia e interrumpió su periplo por el mundo. Prosiguió el trabajo de Eileen, debió de dar con Léo Scheffer y, a todas luces, se había puesto en peligro.

En el momento en que Lucie dejó de lado esos pensamientos y alzó la vista, Eileen estaba de pie, con el fusil en la mano, titubeando ligeramente. Se dirigió a la ventana y miró afuera.

Se echó a un lado a toda prisa, como si hubiera visto al diablo en persona.

46

S
harko entró en tromba en el despacho de Julien Basquez, donde había pasado la mitad de la noche explicando su historia del Ángel Rojo. El teniente que llevaba los cafés no había podido hacer nada para evitar que entrara.

Frente al capitán Basquez había un joven hundido en una silla y esposado. Un pipiolo mal afeitado, vestido con unos vaqueros de cintura baja y una sudadera blanca y verde, impecablemente limpia. El comisario lo agarró sin previo aviso y lo levantó del suelo.

—¿Qué tienes que ver con Gloria Nowick? ¿Qué quieres de mí?

El joven se debatió gritando insultos y la silla cayó al suelo. Basquez se interpuso y empujó a Sharko afuera, tirándole del brazo.

—Cálmate, ¿vale?

El comisario se ajustó la americana, con una mirada furiosa.

—¡Cuéntame!

—Deberías ser más discreto, en lugar de meterte así en mi caso. Ya has hecho bastantes estupideces.

Sorprendidos por los gritos, algunos colegas habían salido al pasillo. Basquez les indicó que todo iba bien y se dirigió a Sharko:

—Ven conmigo, vamos a tomar un café.

Los dos hombres se acercaron a la máquina. Por la pequeña ventana se veía que se hacía de noche, a pesar de que no eran más que las cuatro y media. Algunos copos de nieve aún revoloteaban impelidos por el viento. Sharko echó unas monedas en el platillo y colocó dos tazas limpias debajo de la máquina. Los dedos le temblaban un poco.

—Soy todo oídos.

Basquez se apoyó en la pared, con un pie contra la pared.

—Hemos detenido al chico gracias a una llamada, después de la investigación entre los vecinos del barrio de La Muette, donde vivía Gloria Nowick. No sabemos quién ha llamado pero, según el informador, el chaval estuvo rondando por el vestíbulo varios días, como si vigilara algo. Hemos vuelto allí, hemos interrogado de nuevo a los vecinos y hemos averiguado la identidad del chico: se llama Johan Shafran, tiene diecisiete años. Sin antecedentes.

Sharko tendió una taza llena a su colega y dio un sorbo a la suya.

—¿Y qué tiene que ver con nuestra historia?

—El asesino lo utilizó como centinela. Shafran se había apostado allí para avisarlo por teléfono en cuanto tú entraras en el edificio.

Basquez se sacó una foto del bolsillo.

—Llevaba tu foto, que le había proporcionado el asesino.

Sharko la cogió. Era reciente y había sido tomada en el momento en que entraba en su coche. Dado que se trataba de un primer plano. No le era posible reconocer dónde. Un aparcamiento, eso seguro. Tal vez el de una gran superficie. El asesino había estado a unos metros de él, le había hecho una foto y él no se había dado ni cuenta.

—¿Shafran conoce al asesino?

—En realidad, no le ha visto la cara. Habla de un blanco de altura media, que llevaba gorro, bufanda, un chaquetón grueso y gafas de sol. A ojo, le echa unos treinta años. Treinta y cinco, máximo. Intentaremos refrescarle la memoria.

—Así que no podemos obtener un retrato robot.

—Lo intentaremos, pero no lo creo.

—Cuéntame su encuentro.

—El asesino de Nowick se puso en contacto con él el sábado pasado, el 17. Lo abordó y le pidió que le hiciera un favor, a cambio de una importante suma de dinero. Le pagaría quinientos euros por adelantado si aceptaba vigilar tu llegada durante varios días. Le dijo que probablemente te presentarías en el edificio el lunes o el martes. La misión del joven era llamarle en cuanto te viera. Si lo hacía, el hombre le había prometido quinientos euros más. Una suma que Shafran no ha visto en su vida, naturalmente.

—¿Y el número de teléfono?

—Nos conduce a una tarjeta de prepago y no hay manera de localizar la identidad a través del número. En cuanto a la señal de emisión, ya no existe. Es probable que nuestro hombre se haya deshecho del teléfono.

Sharko vació su taza de un trago y se quemó la lengua. El asesino lo había calculado todo y lo había orquestado a la perfección.

—¡Mierda! —Arrojó la taza al fregadero y se apoyó a su vez contra la pared, frente a Basquez, con las manos en el pelo—. Eso confirma que el asesino vive en un sector próximo al lugar donde descubrí a Gloria. Tardé media hora en ir del apartamento a la torre de cambio de agujas. Mientras, el asesino recibió la llamada del joven y fue a envenenar a Gloria con medicamentos y huyó. Sabía que dispondría de tiempo para hacerlo sin que nadie lo molestara.

Sharko condujo a Basquez a su despacho. Robillard estaba sentado ante su mesa, con la mirada clavada en la pantalla de su ordenador. El comisario observó el gran plano de París colgado en la pared y apoyó el índice en el lugar donde descubrió a Gloria.

—Para llegar hasta donde estaba Gloria había que andar unos cinco minutos para ir y otros tantos para volver. Si fue hasta allí en coche, podemos imaginar que estaba como mucho a diez minutos de allí en el momento de la llamada. Eso limita la búsqueda a los barrios limítrofes del distrito XIX.

—Ya lo sabíamos, más o menos. Un tipo del barrio.

—¿Qué más ha contado el chaval?

—El asesino fue a verlo a pie pero, después de recibir el dinero, Shafran lo siguió discretamente. El hombre había aparcado su coche a unos cien metros de allí, en una callejuela perpendicular. Shafran pudo ver su coche. Un pequeño Clio blanco, de los antiguos, pero sin matrícula.

—No me lo puedo creer…

—Es el colmo de la prudencia, ¿no? Nos las vemos con un tipo ultrameticuloso que no deja nada al azar. Tal vez volvió a colocar la matrícula más lejos, una vez que se hubo asegurado que estaba solo. Sin embargo, hay una última cosa que podría ayudarnos: Shafran vio que el coche llevaba un gancho para caravana… Ya sabes, esas bolas a las que se les suele poner una pelota de tenis…

—Ya sé lo que es.

—El caso es que me cuesta imaginarme un Clio que arrastre una caravana. Pienso más en una moto, con un remolque. Tal vez se desplazó sobre dos ruedas para ir a envenenar a Nowick en lugar de en coche, así evitó embotellamientos y se aseguraba de llegar antes que tú, independientemente del tráfico. Trataremos de investigarlo.

—Cúrrate un poco más a ese cabrón. Exprímelo hasta dejarlo seco…

Basquez palmeó el hombro de Sharko y desapareció. El comisario permaneció allí, inmóvil. No apartaba la vista del plano. Tenía los puños cerrados.

—¿Estás bien? —dijo Robillard, que se dio cuenta de su malestar.

Sharko se encogió de hombros y volvió a su lugar. Inclinado sobre su mesa, no dejaba de pensar en Gloria. Comenzó a hacer desfilar de nuevo las fotografías, con un gesto cansino, mortecino. Clac, clac, clac… El perfil del asesino comenzaba a afinarse, lo que Basquez le había contado no hacía más que confirmar la imagen mental que Sharko se hacía de él. Sin embargo, y curiosamente, no se imaginaba al asesino en moto. Conducir esas motos era peligroso, comportaba una parte imprevisible, y eso no le encajaba con el perfil establecido.

Si no era una caravana ni una moto, ¿qué podía ser?

Sharko reflexionó un buen rato.

Más tarde, experimentó una fuerte subida de adrenalina. Rebuscó entre las fotos y se quedó mirando fijamente la que mostraba la cabaña donde había hallado el semen. Otra foto, justo debajo de aquella, mostraba un plano general del lugar.

La cabaña, la isla, el cenagal y la barca.

La barca…

47

—A
bre la puerta y yo dispararé.

Apoyada contra la chapa de la pared de la caravana, Lucie asintió. Eileen Mitgang se hallaba en posición de disparar, frente a la puerta, pero no muy estable sobre sus piernas.

Lucie giró el pomo y empujó, pero la puerta prácticamente no se movió. Volvió a intentarlo, sin éxito.

—Nos ha encerrado.

La tensión aumentó. Atrapadas en aquel pequeño cubo de chapa, permanecieron en silencio, inmóviles. Lucie no creía que Dassonville tuviera un arma de fuego, pero debía estar alerta: era mucho más fácil conseguir una pistola en Estados Unidos que en Francia.

Afuera, se oía el crujido de unos pasos: el predador rondaba alrededor de la caravana.

En los segundos siguientes, un olor alertó a las dos mujeres: una mezcla de gasolina y chamusquina. Aún no habían comprendido qué significaba cuando las llamas aparecieron en la ventana posterior.

El fuego había estallado de repente y alzaba una cortina escarlata mezclada con una espesa humareda negra.

—¡Será cabrón! —exclamó Eileen—. ¡Afuera había bidones de gasolina!

Se precipitó tambaleándose hacia la pequeña ventana lateral. Cuando la empujó para abrirla, una llave de hierro dio con fuerza contra el plexiglás, y estuvo a punto de arrancarle la mano. La antigua periodista se agachó por reflejo, se incorporó y disparó delante de ella. El cartucho rojo voló por los aires y una constelación de agujeritos apareció en la chapa. Lucie tenía las manos pegadas a las orejas: en aquel espacio tan reducido, la detonación había estado a punto de reventarle los tímpanos.

—No nos deja salir.

Los pasos rodeaban la caravana a buen ritmo. Parecía que se encendían otros focos de fuego. Lucie estaba inmóvil ante las llamas, con los brazos caídos. Otro disparo la hizo sobresaltar y meneó la cabeza, como si saliera de un sueño.

—¿Qué coño haces? —gritó Eileen—. ¡No te quedes ahí, en medio!

Se abalanzó hacia un armario. Con gestos nerviosos, vació el contenido. Latas de conserva, condimentos y decenas de cartuchos nuevos rodaron por el suelo. Delante, el humo era cada vez más negro y los gases penetraban lentamente por debajo de la puerta de entrada y por las bocas de aireación.

—Está quemando neumáticos, pretende intoxicarnos.

Lucie se precipitó a la ducha y volvió con dos toallas mojadas que colocó contra los intersticios. Estaban atrapadas como conejos en su madriguera. La policía decidió tomar la iniciativa: arrancó el fusil de las manos de Eileen.

—Deme eso, usted apenas se tiene en pie. Si no salimos de aquí en un minuto, moriremos asfixiadas.

La temperatura había aumentado mucho y el aire escocía en la garganta. Con la frente sudada y la nariz oculta en la chaqueta, Lucie se acercó a la ventana y arrancó el mural de fotos. El fuego era demasiado virulento y había demasiado humo para tratar de huir por allí. Además de neumáticos, Dassonville debía de arrojar madera, gasolina y todo lo que encontrara para alimentar las llamas.

Lucie volvió a la puerta de entrada. La forzó violentamente, ayudándose con el hombro, y al fin se abrió dos o tres centímetros, y pudo ver que la entrada estaba tapada por una montaña de neumáticos que también empezaban a arder, lentamente. La policía apuntó en esa dirección y disparó a ciegas. Nuevo golpe en sus oídos.

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