Atomka (19 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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—En caso de avería eléctrica… —dijo un gendarme—. No quería que el congelador dejara de funcionar.

A pesar de los olores químicos cada vez más intensos, se acercaron. Las voces resonaban en los oídos de Lucie, pero apenas las escuchaba. Todo parecía dislocado, nimio.

Franck…

—El congelador más pequeño está lleno de cubitos de hielo, hasta el borde —dijo una voz—. Lo que me ha costado levantar la tapa, está helado por todas partes. Y el segundo… Vamos, capitán, eche un vistazo. Pero agárrese.

Cuando abrió el segundo congelador, Bertin dio un salto hacia atrás y soltó la pesada tapa. Lucie había tenido tiempo de ver el contenido. Tambaleándose, se apoyó contra la pared sucia.

—Es espantoso —dijo el capitán de la gendarmería—. ¿Cuántos hay ahí dentro?

Retrocedió, llevándose una mano a la cabeza, mirando a sus dos subordinados. A todas luces, la situación lo superaba.

—Vale, vale… Vamos, subamos arriba y que nadie toque nada más, y esperemos a los refuerzos.

Un zumbido en su
walkie-talkie
. El espantoso crujido de lo que parecía una voz. Bertin subió al piso superior a toda prisa, seguido de Lucie. Se dirigió hacia la entrada para tratar de recibir con mayor claridad.

—Aquí Bertin. Cambio.

—Aquí Desailly… al lado… torrente…

El sonido chisporroteaba y las palabras llegaban entrecortadas, apenas audibles. Bertin se volvió hacia Lucie, con una mirada sombría.

La voz seguía silabeando incomprensiblemente:

—… mos… llado… cuerpo…

—¿Un cuerpo? ¿Dice que han encontrado un cuerpo?

—Sí… abajo… orilla… del puente…

Medio histérica, Lucie le arrancó el
walkie-talkie
de las manos.

—¿Vivo? ¡Dígame que está vivo!

Silencio. El insoportable chisporroteo de las ondas, mezclado con los silbidos del viento. La policía iba y venía de un lado a otro, indiferente al frío y al dolor. Las lágrimas anegaban sus ojos y sentía que podía venirse abajo en cualquier instante.

Solo podían comunicarle una desgracia. Lo que ya había vivido a lo largo de su vida era la prueba de que el horror no tenía límites.

Luego oyó la voz terriblemente débil y lejana, que parecía surgida de ultratumba:

—… corazón… débil… pulso… ¡Tiene pulso!

23

S
e había hecho de noche.

Agotada, extremadamente nerviosa, Lucie se hallaba con un médico en una de las habitaciones del servicio de reanimación de Les Adrets, en Chambéry. Por la ventana se veía que las rachas fuertes habían cesado, pero aún seguía nevando mucho. La ciudad entera parecía aislada del resto de la humanidad.

—Ha estado muy cerca —dijo el médico—. Si le hubieran socorrido un cuarto de hora más tarde, es muy probable que, en el mejor de los casos, habrían tenido que abrirle el pecho para hacerle una CEC.

—¿Una…?

—Circulación extracorpórea, discúlpeme, para calentar la sangre progresivamente. Una cardioplegia caliente, por así decirlo. En su estado, era tan frágil como una muñeca de porcelana. Sin embargo, nuestros socorristas están habituados a las hipotermias y han sabido evitar hacerle entrar en calor demasiado rápido.

Frente a ella, Sharko dormía con una expresión serena. Estaba conectado a un montón de aparatos que emitían unos pitidos tranquilizadores.

—Así que pronto estará restablecido… —murmuró ella.

—Ha regresado de muy lejos, dele tiempo a descansar. Es probable que duerma hasta mañana. Ha nadado mucho y debe de haber luchado como un demonio para alcanzar la orilla y encaramarse a ella. Su cuerpo ha estado una hora en el infierno y no se regresa tan fácilmente del infierno, créame.

—Lo sé.

El médico se alejó y, justo antes de salir, añadió:

—En cuanto a su tobillo, no se olvide de cambiar las vendas de Elastoplast cada dos días. Y evite correr mucho.

—Mi tobillo es lo de menos.

El médico desapareció en el pasillo y Lucie se sentó en la cama. Qué ironía del destino hallarse de nuevo en el hospital que los había conducido hasta Philippe Agonla. Asió la mano de su compañero, aquella mano que había palpado cuando lo subían a la ambulancia, una mano que había estado tan helada como la muerte.

Él había luchado para vivir.

Había luchado por ella.

Se inclinó hacia su oído y se enjugó una lágrima con la manga del jersey.

—¿Tú, una muñeca de porcelana? ¡Qué risa! No es posible deshacerse de un Sharko así como así. Sin embargo, tu traje de color antracita sí que está hecho unos zorros.

Intentaba apaciguarse, pero el miedo a volver a encontrarse sola le removía las tripas. Le acarició la mejilla y se quedó un buen rato a su lado, sin osar siquiera imaginar qué habría hecho de no contar con su presencia fuerte y reconfortante.

—Has vuelto a este mundo que te da tanto miedo —murmuró—. Ya puedes repetirme continuamente lo contrario, pero eso demuestra que aún crees en él. Sé que aún crees en él.

Se quedó allí quieta mucho rato, simplemente mirándole.

Más tarde, un gendarme al que nunca había visto le propuso ir a hablar al vestíbulo. Se llamaba Pierre Chanteloup y dirigía la sección de búsquedas de Chambéry, el equivalente de la policía criminal en el seno de la gendarmería. La invitó a un chocolate caliente.

Mientras aguardaba a que los vasos se llenaran, Lucie aprovechó para escuchar los mensajes de su teléfono móvil. Nicolas Bellanger estaba inquieto al no tener noticias de ellos, había tratado de hablar con Sharko, sin éxito, como era natural: su teléfono debía de reposar en el fondo del río, al igual que su arma reglamentaria. Lucie suspiró. Tendría que explicar todo aquel zafarrancho lo antes posible.

El gendarme le tendió la bebida muy caliente.

—¿Cómo se encuentra su colega?

—Saldrá de esta, es un tipo fuerte. Gracias por el chocolate.

Asintió brevemente con el mentón a guisa de respuesta. No era de los que pierden el tiempo con banalidades. Llevaba una cazadora de piel de tipo aviador, con el cuello de lana blanca, y unas botas que parecían militares. No tenía aún cuarenta años. Los dos policías vieron un lugar tranquilo donde conversar. Con la que estaba cayendo afuera, Lucie tenía la impresión de hallarse en medio de la nada, como los científicos aislados en una base polar.

—Ya hace más de cinco horas que tratamos de comprender lo que ha pasado allí, en casa de Philippe Agonla —dijo Chanteloup—. Los gendarmes de Rumilly lo han pisoteado todo, así que ya podemos despedirnos de hallar alguna pista.

—Creo que nadie se esperaba encontrar algo semejante.

—Ya… Usted es de la policía judicial, de la Criminal, además, así que debería estar habituada, ¿verdad? Podría haber controlado la situación.

Lucie sintió de inmediato que aquel tipo no iba a ser de su agrado. Adoptó un tono de voz firme, para que se diera cuenta de con quién se las veía:

—Mi colega acababa de desaparecer en un torrente helado, han logrado salvarlo por los pelos de la muerte. ¿No le parece que la situación era poco corriente?

Él la miró impasible.

—Supongo que tiene información para mí.

—Bastante, sí —respondió Lucie—. Está en lo cierto.

El gendarme sacó un papel cubierto de notas. Su mirada era fría y sus ojos azules como las paredes de una grieta en el hielo. Se aclaró la voz.

—Si tratamos de ordenarlo, usted les explicó a los gendarmes de Rumilly que,
grosso modo
, Agonla asesinó a un periodista parisino, un tal… Christophe Gamblin. ¿Correcto? ¿Y eso fue lo que la llevó a su casa?

Lucie asintió. Le explicó cómo los equipos parisinos habían seguido la pista hasta dar con Philippe Agonla, sin ocultar nada: los artículos de los periódicos, el interrogatorio de las supervivientes, el sulfuro de hidrógeno, la lavandería… El gendarme escuchaba atentamente, impasible. Al fin, agitó la boca de izquierda a derecha.

—Lo que me cuenta me plantea un problema muy gordo.

—¿Qué tipo de problema?

—Según las últimas noticias, Agonla sufrió un accidente de automóvil en 2004. Tiene la pierna izquierda jodida y no se desplaza sin sus muletas. Hace mucho que ya no tiene coche ni ningún otro medio de locomoción. El único lugar al que es capaz de ir solo es a la tienda de la esquina. Así que explíqueme cómo podría haber recorrido seiscientos kilómetros para asesinar a ese periodista.

Lucie tragó con dificultad un sorbo de chocolate, estupefacta, consciente de las implicaciones de tamaña revelación. ¿Sharko y ella habían perseguido a un asesino que nada tenía que ver con la muerte de Christophe Gamblin? ¿Habían seguido una falsa pista que el periodista simplemente habría investigado por ambición personal, porque su profesión era la crónica de sucesos? Más que en cualquier otra ocasión, la policía se sintió perdida, desconcertada.

Pierre Chanteloup prosiguió:

—En cuanto al aspecto del asesino en serie, por el contrario, la creo. En el congelador grande hemos hallado tres cadáveres de mujeres. Estaban completamente desnudas y parecían… dormidas. Bajo esos cuerpos superpuestos había, en unas bolsitas, siete fotos de identidad, siete fotocopias de permisos de conducir y siete llaves.

—Debió de hacerse con todo eso cuando las víctimas se hallaban en el hospital. Las copias de los permisos son una manera muy sencilla de obtener sus direcciones.

Chanteloup miraba a Lucie con sus ojos profundos y le tendió una fotocopia en color. Las fotos de identidad habían sido dispuestas una al lado de otra y luego escaneadas. Mujeres morenas, de ojos claros, todas de aspecto juvenil. «Tantas vidas segadas», pensó Lucie. Debajo de cada foto había un nombre y un apellido.

—Ahí están las cuatro víctimas de los lagos de las que hablaba usted —dijo Chanteloup—. Véronique Parmentier y Hélène Leroy, fallecidas, así como Lise Lambert y Amandine Perloix, que regresaron del más allá tras una grave hipotermia. Eso sucedió entre 2001 y 2004. En cuanto a las tres mujeres del congelador, proceden igualmente de las regiones de Provenza-Alpes-Costa Azul y RódanoAlpes. Todas ellas desaparecieron entre 2002 y 2003, sin dejar ningún rastro.

«Desaparecidas y jamás halladas —pensó Lucie—. Eso explica por qué nunca se las relacionó con las víctimas de los lagos».

—Desaparecidas antes del accidente de Agonla —dijo la policía—. ¡Mierda! Eso significa que…

—… Que llevan casi diez años encerradas en ese sótano, congeladas como paquetes de carne.

Lucie observó una camilla que pasaba ante ella, pensativa. Trataba de reconstruir la trayectoria de Agonla, su locura. Aunque algunos elementos se iban precisando, aún no conseguía adentrarse en los ángulos muertos, ni comprender los motivos profundos del asesino en serie. En cualquier caso, había raptado y asesinado más de lo que ella había llegado a pensar, sin que nadie se diera nunca cuenta. Un puro producto del mal, que había actuado con absoluta tranquilidad entre las montañas.

La policía prosiguió la conversación.

—¿Se sabe cómo murieron esas mujeres encerradas en el congelador?

—Aún no. Los dos primeros cadáveres están limpios, como… inmaculados. No hay golpes, heridas ni sevicias, según el examen externo. En cuanto al tercero, el de encima, que es, suponemos, el último cadáver de la serie, tiene una marca característica de estrangulación, realizada con un cabo náutico o algo parecido.

—¿Por qué habría estrangulado a esa y no a las demás?

—Lo ignoro. En el aspecto práctico, en el sótano se ha hallado un desfibrilador, un estetoscopio y productos médicos como adrenalina o heparina. Se han pedido las autopsias con la máxima urgencia.

Suspiró. Aquel tipo era un verdadero coloso, pero parecía completamente desestabilizado.

—Urgentes —repitió el gendarme—, para unas víctimas muertas desde hace tanto tiempo. Parece un disparate.

—Por lo que respecta a Agonla, ¿qué han descubierto hasta ahora?

—No tiene antecedentes. En el pueblo todo el mundo lo conoce, mis hombres ya han hecho averiguaciones en el bar. Nunca abandonó la casa familiar. Parece que hay una historia de niño maltratado de por medio. Para resumirlo, digamos que su padre, alcohólico, se largó cuando el crío tenía diez años y su madre murió de un tumor cuando él tenía veinticinco. Un cáncer incurable, a lo largo del cual vio cómo aquella que lo protegía se consumía día a día.

—Un largo descenso a los infiernos. Y la impotencia.

—En efecto. Agonla sufrió mucho e incluso intentó suicidarse. Fue atendido por una depresión profunda y trastornos psiquiátricos en el hospital psiquiátrico de Rumilly, donde trabajaba en el mantenimiento. De empleado, pasó a ser paciente. Ese tipo lo tenía todo para convertirse en una bomba en potencia. Un magnífico caso de manual para los estudiantes de psicocriminología.

Lucie pensaba en ese hueco de un año y medio en el currículo de Agonla. Un intento de suicidio, internamiento en un hospital psiquiátrico… No cabía duda alguna de que su incapacidad —y la de la medicina en general— para sanar a su madre debió de ser uno de los detonantes de su locura asesina.

La policía suspiró y aplastó su vaso de plástico con la mano, furiosa. Agonla nunca les explicaría sus motivos. Hilvanando sus pensamientos, le vino a la cabeza el Mégane azul aparcado en el camino nevado. Lucie lo tuvo ante sus propios ojos y ni siquiera tuvo el reflejo de mirar la matrícula, convencida de que el vehículo pertenecía a Agonla.

—Philippe Agonla tal vez no sea el hombre al que busco —dijo al fin—, pero estoy segura de que es una pista de gran importancia. Una pista que lleva a un caso más amplio, relacionado con el periodista asesinado.

Empezó a caminar de un lado a otro, con la mano en el mentón. Gracias al vendaje que le sostenía sólidamente el tobillo, ya casi no cojeaba.

—Alguien lo empujó y lo asesinó. Un individuo apresurado, que nos adelantó en el ascenso a la montaña. Como si… siguiera la pista al mismo tiempo que nosotros.

—¿Alguien de la casa, quiere decir?

—No, no, no lo creo. Christophe Gamblin fue torturado y luego encerrado en un congelador. Esos actos tal vez no fueran puramente sádicos, sin duda eran una manera de obligarlo a confesar lo que había descubierto. Creo que cuando uno ve cómo se congela su propio cuerpo acaba por confesar lo que sea necesario. Y así fue como Christophe Gamblin puso a su asesino tras la pista de Philippe Agonla. El asesino llegó aquí, a sus montañas, y actuó. Por supuesto, eliminó a Agonla, pero estoy segura de que sobre todo buscaba algo muy preciso en casa del asesino en serie. El sótano había sido registrado de arriba abajo.

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