Atomka (16 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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Lucie trataba de tomar notas mientras él hablaba. «Cerebro fabrica H
2
S, centro cáncer en Seattle, estudio con ratas…».

—Tras numerosos fracasos, al fin los investigadores han descubierto que, al hacer inhalar a las ratas unas dosis muy precisa de sulfuro de hidrógeno, estas entraban en «animación suspendida»: su frecuencia respiratoria pasaba de un centenar de ciclos por minuto a menos de diez, y su corazón se ralentizaba considerablemente. Bastaba entonces con ponerlas en un entorno frío para que de repente descendiera su temperatura y conservar así ese estado de vigilia orgánica. Las ratas recuperaban su actividad unas horas más tarde, tras calentarlas, y sin secuela alguna.

Acto seguido, tomó una hoja en blanco y dibujó un croquis.

—¿Ha jugado alguna vez a las sillas musicales? Los jugadores dan vueltas alrededor de unas sillas y, a una señal, todos se sientan menos uno, que queda eliminado. Imagine una célula orgánica idéntica a una mesa redonda que, a su alrededor, tuviera sillas vacías en las que por lo general se instalan átomos de oxígeno que permiten que las células respiren. ¿Lo ve?

—Clarísimo.

—Se ha descubierto que el sulfuro de hidrógeno posee la propiedad de «robar» las sillas del oxígeno. Como en el juego de las sillas musicales, los investigadores pensaron que se podría dar a las ratas un poco de sulfuro de hidrógeno que se apropiara de los espacios reservados al oxígeno. Digamos que el sulfuro ocuparía ocho sillas musicales de cada diez. Así, las células no podrían utilizar para respirar las sillas ocupadas por el sulfuro y así ahorrarían considerablemente los dos átomos de oxígeno disponibles en las dos últimas sillas. ¿Me entiende?

—Perfectamente.

—Eso fue quizá lo que sucedió de manera natural con la esquiadora o con el japonés de los que le he hablado: en opinión de los investigadores, su organismo metabolizó más sulfuro de hidrógeno para ocupar más sillas y reducir de forma natural el consumo de oxígeno, sin que por ello existiera riesgo de envenenamiento.

Lucie trataba de reunir toda la información y de encajar las piezas del rompecabezas.

—Me ha hablado de experimentos con ratas. ¿Significa que aún no se ha probado con humanos?

—Ni hablar. Harán falta años de investigación, experimentos y miles de páginas de protocolos para contemplar siquiera la posibilidad de aplicar tales métodos en humanos. Sobre todo al tratarse de un producto tan peligroso. No se hablará de ensayos clínicos antes de cinco o diez años. Sin embargo, las posibilidades son enormes. Con esta técnica de inhalación podrían reducirse los daños irreversibles causados en los tejidos durante el transporte de los pacientes hasta el hospital, en un caso de ataque cardiaco, por ejemplo.

Gaspar Ravanel extendió las hojas de los informes de autopsia ante él.

—¿De cuándo son estos informes?

—De 2001 y 2002.

—Es incomprensible. Las investigaciones sobre el sulfuro de hidrógeno se iniciaron hará apenas tres años y el descubrimiento de su aplicación se debió más al azar que a otra cosa. Pura y simplemente, en el momento de los crímenes no existía.

Reflexionó, meneando la cabeza.

—No, es imposible.

—Imposible para usted, porque usted es médico e investigador, y se dedica a salvar vidas, pero imagínese que algún tarado hubiera descubierto eso por casualidad o vaya a saber cómo y se lo guardara celosamente para él. Un tipo así no espera a los protocolos. Se cree por encima de la ley y no tiene ningún remordimiento al suprimir vidas. Imagine solo que eso fuera posible, y trate de decirme qué le sugieren esos actos criminales.

Tras un titubeo, empujó las hojas hacia Lucie, con el índice plantado sobre una de ellas.

—Veo una concentración de H
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S de 1,47 miligramos en el hígado de la primera víctima. En la de 2002, desciende a 1,27 microgramos, pero sigue siendo mortal. Me ha dicho que en 2003 y 2004 las víctimas sobrevivieron y fueron halladas en estado de hipotermia. ¿Es así?

—Exacto.

—Por lo tanto, es probable que las concentraciones de H
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S fueran aún menores. —Permaneció unos segundos en silencio, dubitativo, y al fin se decidió—: Me atrevería a aventurar que la persona a la que busca experimentaba directamente con seres humanos. Unos experimentos de un método que habría descubierto de una manera u otra y que aún no existía oficialmente. Para ello, esa persona dispone probablemente del instrumental necesario para calcular unas dosis muy precisas, pues estamos hablando de milésimas de gramos, y también de documentos o notas manuscritas llenas de fórmulas que describen sus descubrimientos.

Lucie valoró el razonamiento como era: coherente, plausible. Replicó de inmediato:

—¿Y para qué los lagos helados?

—Para combinar los dos y acumular los efectos. La animación suspendida para frenar las funciones vitales y las aguas heladas de un lago para suspenderlas por completo. Las dos primeras víctimas fueron fracasos, demasiado H
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S, y murieron antes incluso de llegar al agua, y las dos siguientes, éxitos: dio con la dosis correcta. Por lo general, la mayoría de caídas en los lagos helados son mortales, puesto que aunque el cuerpo trate de sobrevivir no funciona. Imagine, sin embargo, a una persona con sus funciones vitales ya ralentizadas por la animación suspendida. Un cuerpo dispuesto ya a cruzar la frontera, como si dijéramos. En ese caso, las posibilidades de sumir al organismo en hibernación son mucho mayores.

Lucie veía cómo las sombras se desvanecían progresivamente. Imaginaba a un hombre —un médico fracasado, un investigador loco o un apasionado de la química orgánica— divirtiéndose con unas cobayas humanas. Por otro lado, pensaba en el perfil de las víctimas, que tenían unas características físicas parecidas: jóvenes, morenas, esbeltas, con ojos de color avellana. Su asesino tal vez fuera una mezcla de géneros, una especie de científico psicópata y un sádico capaz de secuestrar y asesinar para llevar a cabo un experimento. ¿Qué era lo que le producía placer? ¿Sería su objetivo demostrar que era capaz de vencer los límites de la muerte? ¿Ver cómo la gente volvía del más allá?

Le vino a la cabeza Christophe Gamblin, acurrucado en el hueco entre el hielo, en el congelador. El agujero taladrado en la chapa, el ojo sádico que debió de observarlo hasta el último aliento, para verlo agonizar lentamente. Agonía… Dejó a un lado sus pensamientos y constató que su bolígrafo ennegrecía inútilmente su cuaderno. Volvió a dirigirse a su interlocutor:

—¿El término «agonía» le sugiere algo?

Ravanel consultó su teléfono móvil, que vibraba.

—Si me permite…

Se puso en pie, se contentó con responder «sí» y «no» y, acto seguido, dijo que iba para allá. Colgó y permaneció de pie, con las manos en los bolsillos.

—Esta conversación es muy interesante, pero tendré que dejarla. Sin embargo, volviendo a «agonía», sí, por supuesto, claro que me dice mucho. Hay en esa palabra, de nuevo, una estrecha relación entre la vida y la muerte. La agonía es, en cierta medida, la representación de la llama vacilante, a punto de extinguirse: una vez que se ha iniciado el proceso, el camino al fallecimiento es ineludible. El cuerpo no puede volver atrás.

Con un gesto de la mano, invitó a Lucie a levantarse. Recorrieron juntos un tramo del pasillo y se detuvieron ante un ascensor, donde el profesor concluyó sus explicaciones.

—Desde un punto de vista puramente médico, el concepto de agonía es un poco más complicado que la imagen simbólica de la vela. En términos técnicos, se habla primero de muerte somática, que corresponde al paro de las funciones vitales: corazón, pulmones y cerebro. Las máquinas conectadas al paciente ofrecerían unas curvas completamente planas y se certificaría oficialmente la defunción. Sin embargo, eso no significa que los órganos estén muertos. En ese momento, el retorno a la vida aún es posible, en teoría, aunque no se produzca jamás. Digamos que el organismo se halla entre dos mundos: muerto, pero no del todo.

Las puertas del ascensor se abrieron. El profesor pulsó un botón para bloquearlas y permaneció en el umbral.

—Tras la muerte somática llega esa fase de agonía que a causa de la falta de oxígeno conducirá a las células, una a una y esta vez sí de forma irreversible, a su muerte orgánica. En ese momento se degradarán a velocidades diferentes: cinco minutos para las neuronas del cerebro, quince para las células cardiacas, treinta para las del hígado… Luego los otros tejidos morirán progresivamente, hasta conducir a lo que en la policía conocen ustedes muy bien.

—La putrefacción.

—Exactamente: degradación de las proteínas, acción de las bacterias. No obstante, ya lo ha visto en su caso: una persona con unas funciones vitales inexistentes, somáticamente muerta, en algunos casos muy raros puede volver a la vida perfectamente. La verdad es que esos ejemplos de hipotermia trastocan la definición de la muerte que, hace solo unas decenas de años, se declaraba en cuanto se detenía la respiración.

Lucie se sentía incómoda. Esas historias de «muertos, pero no del todo» la hacían estremecer.

—¿Y el alma? ¿Cuándo abandona el cuerpo? ¿Entre una y otra muerte? ¿Antes o después de la muerte somática? Dígame cuándo.

El profesor sonrió.

—¿El alma, dice? Que sepa que todo son señales eléctricas. Ya ha visto el folleto que le mostrado sobre la circulación extracorpórea. Cuando se desenchufa el cable, todo se detiene. Ya ha asistido a autopsias, me imagino, así que lo sabe igual que yo. —El cirujano la saludó y, antes de desaparecer, dijo—: En cualquier caso, manténgame al corriente, su caso me interesa.

Una vez sola, la policía llamó el segundo ascensor, aún dándole vueltas a las últimas palabras de su interlocutor. El alma, la muerte, el más allá… No, no podía tratarse de señales eléctricas, había alguna cosa más tras todo ello, por fuerza. Lucie no era creyente, pero estaba convencida de que las almas vagaban, en algún lugar, que sus hijas estaban allí, alrededor de ella, y que podían verla.

Estupefacta tras la entrevista, se dirigió maquinalmente hacia la salida. Nevaba con fuerza. Copos más compactos, más voluminosos que en París. Mientras pensaba en su conversación con el profesor Ravanel, su mirada se detuvo en la parte trasera de una ambulancia que se alejaba, con la sirena aullando. Las dos pequeñas ventanas posteriores la miraban fijamente como unos ojos curiosos.

Y en ese instante le vino una idea a la cabeza.

Corrió hacia los paneles indicadores en el otro extremo del aparcamiento, que señalaban los diversos servicios. Uno de ellos llamó su atención. Al instante, abrió su cuaderno y releyó las notas relativas a la pesadilla de Lise Lambert.

Al cabo de un minuto, llamó a Sharko y le anunció:

—Ven ahora mismo.

—Ahora no puedo, me estoy peleando para conseguir la lista del personal y…

—Olvídate de la lista. Tengo una intuición.

19

A
l volante de su Peugeot 206, Lucie rodeó el ala oeste, reservada a pediatría, dejó atrás los edificios administrativos y siguió una flecha que indicaba «Servicios generales y técnicos». Habló a Sharko como a un simple colega, con frialdad.

—Se me ha ocurrido al ver la ambulancia. En su pesadilla, Lise Lambert veía una luz oscilante, procedente, según sus propias palabras, de unos ojos gigantes. Creo que esa luz venía de las farolas de la carretera, y que esos ojos eran…

—Las ventanillas traseras de una camioneta o de una furgoneta vistas desde el interior.

—Exacto. Sabemos que Lambert fue raptada y probablemente fue transportada en un vehículo hasta el lago. Hablaba de decenas de sábanas blancas, alrededor de ella. ¿Ves adónde quiero llegar?

Intercambiaron una mirada silenciosa pero que lo decía todo. En los confines del centro hospitalario, el vehículo se adentró por una rasante rodeada de árboles y rocas. Unos largos edificios bien conservados, apartados de los otros, se alzaban a derecha e izquierda. Unos paneles superpuestos indicaban «Mantenimiento exterior e interior», «Cocina», «Transporte de medicamentos». y…

—«Lavandería». —dijo Sharko—. Qué lista eres.

—Deja ya esos «qué lista eres». No intentes darme coba, ¿vale?

Ella no pudo evitar dirigirle una sonrisita de complicidad. Circulando a poca velocidad, se aproximaron a cinco camionetas blancas con ventanillas rectangulares posteriores. En el interior de una zona cubierta se apilaban sábanas, bajeras y fundas de almohada. Dos mujeres y un hombre parecían nadar entre aquel extraño oleaje de ropa blanca. El edificio era imponente, liso y casi sin ventanas, excepto en el extremo.

—¿Qué hacemos? —preguntó Lucie.

Sharko sacó su arma de la pistolera y la metió en el bolsillo de su chaquetón.

—¿Tú que crees?

Una vez estacionado el vehículo, accedieron discretamente al edificio por la entrada acristalada que conducía a un pequeño vestíbulo. La estancia daba a otra, mucho más grande, de la que surgía un gruñido permanente. Lucie echó un vistazo rápido. Al fondo había unas enormes lavadoras, de inmensos tambores, en las que se lavaban montañas de ropa.

Tras una llamada de la secretaria, los dos policías pudieron entrevistarse con el director de la lavandería, un hombrecillo calvo, de dedos cortos y regordetes y tez colorada. Llevaba una gruesa bufanda malva alrededor del cuello. Sharko cerró la puerta del despacho tras él y decidió tomar las riendas de la conversación. Miró fijamente a su interlocutor y le explicó que buscaban al sospechoso de un crimen que podría trabajar allí y que habría conducido una camioneta idéntica a las que se hallaban en el aparcamiento. Alexandre Hocquet frunció el ceño.

—¿Creen que es alguno de mis empleados?

Sharko respondió afirmativamente y prosiguió con más preguntas. Lucie y él se habían sentado en unas sillas poco cómodas, parecidas a las que se utilizan en las escuelas de primaria.

—¿Desde cuándo trabaja aquí, señor Hocquet?

—Hace dos años. Sustituí a Guy Valette, el antiguo director, cuando se jubiló. —El hombre tosió un buen rato. A Lucie le pareció que se le iba a romper la garganta—. Discúlpenme… No logro deshacerme de este resfriado que arrastro desde hace días.

—Espero que se le cure. ¿Cuántos empleados tiene a sus órdenes?

—Actualmente sesenta, de los cuales cincuenta y tres son funcionarios que trabajan de lunes a viernes.

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