El gendarme se concedió un tiempo de reflexión.
—Quizá sí, quizá no. A partir de este instante, este caso, este asesinato, si realmente Agonla ha sido asesinado, es competencia mía. Dicho de otra manera, esta parte de la investigación está en nuestras manos.
—Usted…
—Usted me dará todos los contactos necesarios. También necesitaremos su declaración. Pásese el lunes por la mañana por la gendarmería.
Lucie detestaba el tono altivo y prepotente que el gendarme había adoptado. A ella le importaban un comino esas historias de territorios o de guerras internas. Un enfermo había asesinado a Christophe Gamblin y, sobre todo, a punto había estado de matar a Franck. No iba a soltar su presa tan fácilmente.
—¿Ya han registrado el sótano?
—En los próximos días se procederá a un registro pormenorizado de toda la propiedad, del sótano al jardín. Hay que averiguar si hubo otros asesinatos y, si es necesario, hasta derribaremos las paredes. Ya se imaginará, sin embargo, que eso llevará tiempo. Jamás he visto semejante desbarajuste. La prensa se va a poner las botas con este caso.
Lucie solo lo escuchaba a medias. Pensaba en los productos químicos vertidos, en las lonas apartadas y la leña desplazada: el hombre del Mégane buscaba algo más pequeño que los cadáveres. El asesino —un asesino de un asesino en serie— tal vez hubiera tratado de llevar a Agonla al sótano a la fuerza. Y este, con su minusvalía en una pierna, se rompió la crisma al caer por la escalera, antes de revelar su escondite.
La policía se plantó ante el gendarme, que le sacaba una cabeza.
—¿Los técnicos de Identificación Judicial han acabado de tomar muestras?
—Sí, a la espera de las excavaciones, que se iniciarán al alba.
—¿Me autoriza a regresar al sótano?
—¿Bromea usted? ¿Y qué quiere hacer allí?
—Solo echar un vistazo.
—Es inútil. Ya le he dicho que el caso está en nuestras manos.
Sacó un cuaderno, con aire condescendiente, y señaló con la punta del bolígrafo una de las páginas.
—Anóteme los datos de su superior, por favor.
E
l musculoso Pascal Robillard cogió unos frutos secos de una fiambrera, con la mirada fija en la pantalla de su ordenador.
Sábado, las siete de la tarde.
Los despachos de la Criminal estaban casi todos vacíos, excepto los de aquellos que estaban de guardia. Desde hacía varias horas, el teniente de policía trataba de reconstruir el viaje que Valérie Duprès había realizado por el mundo. Solo en el
open space
, en aquel momento llevaba a cabo búsquedas en internet relativas a las ciudades extranjeras en las que la periodista de investigación había dejado rastros informáticos.
Todo comenzó unos ocho meses atrás. El 14 de abril de 2011, aterrizaje en Lima, en Perú. El mismo día localizó un movimiento bancario en una empresa de alquiler de vehículos, Europcar, y otro en un hotel —Hostal Altura Sac, en La Oroya—, pagado el 3 de mayo, antes de su regreso a Orly el día 4.
La Oroya… Una ciudad de treinta y tres mil habitantes, situada a ciento setenta kilómetros de Lima. Una ciudad minera de los Andes peruanos, donde se extraía cobre, plomo y zinc. Las fotos que encontró en Google no eran muy alegres: fábricas sórdidas de chapa verdosa, chimeneas altas que escupían humo denso, rodeadas por paredes abruptas y vertiginosas de la cordillera de los Andes. Era una especie de lugar maldito, voluntariamente aislado del mundo, donde los rostros grisáceos se confundían con el polvo y la roca desmenuzada. ¿Qué fue a hacer Valérie Duprès en aquel lugar de mala muerte durante casi tres semanas?
El teniente Robillard indagó y pronto dio con informaciones interesantes. La web de una ONG, el Blacksmith Institute, denunciaba a la empresa estadounidense Doe Run Company, principal explotadora de las fundiciones de minerales, por sus emisiones de gases tóxicos. Los niveles detectados en el aire indicaban unas cantidades de arsénico, cadmio o plomo hasta cincuenta veces superiores a los límites aceptables para la salud. Alrededor de la explotación minera había una ausencia absoluta de vegetación, devorada por las lluvias ácidas, ríos contaminados por sustancias tóxicas —dióxido de azufre, óxido de nitrógeno…— y, sobre todo, había allí un riesgo enorme para la salud de los habitantes.
Esa ciudad enclavada entre montañas parecía el infierno en la Tierra. El hotel en el que se alojó Duprès no estaba destinado al turismo, por supuesto, sino a las estancias de los ejecutivos, los ingenieros y los contramaestres que se desplazaban allí por razones laborales.
El policía se sumergió en los contenidos de la página y descubrió una información que le llamó la atención. La ciudad ostentaba, a nivel mundial, el récord absoluto de saturnismo: la sangre del noventa por ciento de los niños estaba contaminada por plomo. Las consecuencias de esa enfermedad eran atroces. Retraso del desarrollo mental, esterilidad, hipertensión, cáncer, disfunción renal…
Robillard se incorporó en su silla, estupefacto. Recordaba las palabras de Sharko: el chaval rubito del hospital, débil, con arritmias y enfermo, presentaba también problemas de presión arterial y renales. Aquel chiquillo no parecía en absoluto peruano, pero Robillard anotó que había que pedirle al médico información más precisa acerca de los análisis sanguíneos, en particular en relación a la eventual presencia de plomo.
Bebió agua mineral y se puso manos a la obra con el segundo destino.
China, en junio de 2011. De nuevo, los extractos bancarios, las facturas y las fotocopias de reservas de aviones eran muy explícitos: aterrizaje en Pekín, alquiler de un coche y luego dirección a Linfen, a setecientos kilómetros de la capital, donde la periodista parecía haber pasado la mayor parte del tiempo. Robillard no tardó en relacionar la ciudad china y la cloaca peruana. Linfen —antigua capital china bajo el reinado de Xiang— estaba situada al sur de la provincia minera de Shanxi, donde se explotaba una tercera parte de las reservas carboníferas del país.
Las fotos que el policía consultó eran espantosas. Ciudadanos con mascarillas, una bruma permanente debida a la contaminación de dióxido de carbono, industrias siderúrgicas y químicas por doquier, con unos edificios que parecían monstruos centenarios y escupían humo negro, rojo y amarillo. Algunos ecologistas consideraban Linfen la ciudad más contaminada del mundo. Fuentes solventes hablaban de más de la mitad de las reservas de agua no potable, infecciones respiratorias, polvo de hulla en los pulmones y condiciones sanitarias catastróficas, de más de tres millones de personas cuya salud y la de sus futuros hijos estaba en peligro. En cuanto a las minas de carbón… legales o no, devoraban regularmente vidas humanas.
Robillard tomó algunas notas mientras los posibles temas del libro de Valérie Duprès se iban dibujando en su mente: contaminación, industrias, consecuencias sobre la salud…
Mientras trataba de establecer lazos con los hallazgos de Christophe Gamblin, se lanzó al último destino, Richland, en el estado de Washington. Aterrizaje y despegue del aeropuerto TriCities, Hotel Clarion, diez días de estancia, del 14 al 24 de septiembre de 2011… Las búsquedas en internet —Google, Wikipedia— enseguida lo iluminaron: a Richland se la apodaba Atomic City, la ciudad del hongo. La pequeña aglomeración fue edificada junto al complejo de Hanford, cuna de la industria nuclear estadounidense, donde se fabricó
Fat Man
, la bomba de plutonio lanzada sobre Nagasaki. La región siniestrada estaba considerada como una de las más contaminadas del planeta, en particular debido a los miles de toneladas de residuos radiactivos esparcidos en el suelo y las aguas. Además, Robillard descubrió enseguida el vínculo con el último destino de la periodista, Albuquerque, en Nuevo México. La ciudad se hallaba a menos de cien kilómetros de Los Álamos, donde se gestó el proyecto Manhattan a partir de la segunda guerra mundial. El objetivo de ese proyecto
top secret
era descubrir los misterios de la fisión nuclear. Según las fotos, en los desiertos de los alrededores, centenares de rótulos negros y amarillos en los que se leía «Peligro. Radiactividad» brillaban bajo el sol en la cima de áridas colinas en las que yacían viejos automóviles y caravanas oxidadas.
Los Álamos y Hanford estaban íntimamente ligadas por lo nuclear.
A Robillard ya le parecían claros los objetivos de Valérie Duprès: investigaba los lugares contaminados del mundo entero. Hidrocarburos, químicas, carbón, residuos radiactivos, consecuencias en el organismo… ¿Cuál era su objetivo preciso? Era difícil aventurarlo. Tal vez hubiera decidido ofrecer un estado de la cuestión para denunciarlo y advertir de los peligros. O atacar. Sin duda, sus pesquisas habían molestado y le habían provocado graves problemas.
Robillard acabó apagando su ordenador, satisfecho de sus pequeños hallazgos.
Por algo le llamaban «El sabueso».
Ese día no haría musculación, ya era demasiado tarde. Sus músculos tendrían que esperar.
Prefirió volver junto a su familia, con la satisfacción del trabajo bien hecho.
E
l aire gélido del exterior se colaba por el respiradero y penetraba hasta lo más recóndito de las estancias subterráneas. Hacía frío y estaba oscuro, solo dos bombillas iluminaban aquellas bóvedas de ladrillo que parecían desplomarse sobre la frágil silueta femenina.
Lucie había logrado sin dificultad bajar al sótano del domicilio de Philippe Agonla. En cuanto Chanteloup se marchó del hospital, tomó la peligrosa carretera, volvió a la casa y embaucó a los dos agentes de guardia mostrándoles su identificación de oficial de la policía judicial. Los problemas tal vez llegarían más tarde pero, de momento, había logrado su objetivo.
En aquella sala reinaba el mismo desorden. Los técnicos de la escena del crimen se habían interesado en particular en las huellas próximas al cadáver de Agonla y en las que había alrededor del gran congelador que guardaba su macabro contenido. Del asesino en serie solo subsistían rastros de sangre en las paredes y en los últimos peldaños de cemento.
Lucie se quedó inmóvil unos segundos que le parecieron interminables, y a punto estuvo de volver a subir las escaleras y largarse de allí. Quizás era una muy mala idea, a fin de cuentas, aventurarse sola en aquel lugar que apestaba a muerte. Cerró los ojos, inspiró profundamente y accedió a la otra sala, más pequeña.
La bañera de fundición la aguardaba en medio de aquella especie de cripta. La bombilla roja, colgada de su largo cable, emanaba poca luz e impedía distinguir correctamente las paredes de ladrillo, también rojo. Era como si la propia habitación sangrara. Lucie alcanzó a pensar: «¿Por qué hay una bombilla roja aquí y una blanca allá?».
Con las mandíbulas crispadas, miró fijamente la bañera polvorienta y apoyó las manos contra el esmalte amarillento, tratando de imaginar la escena. Una mujer, tendida allí y aterrorizada…
«Me impide moverme. Está a mi lado y manipula sus productos químicos. El vidrio de las pipetas y de las probetas me hiela la sangre. Tengo frío y miedo, no sé qué espera de mí. ¿Me va a violar? ¿Me matará? De repente, se inclina sobre mi cuerpo inmóvil. Es corpulento y repulsivo, y sus ojos parecen más grandes tras los cristales de sus inmundas gafas. Lucho pero es en vano. No me deja moverme y aplica una mascarilla sobre mi nariz. Huelo una peste infecta a huevo podrido».
Lucie se dio cuenta de que contenía la respiración. Echó un vistazo en derredor, con todos los sentidos en alerta. Agonla estaba muerto y en la planta baja había dos agentes que montaban guardia, no tenía nada que temer. Recogió la mascarilla de gas, la olió e hizo una mueca de asco: el caucho había conservado el olor a huevo podrido.
Se dirigió con coraje hacia el más pequeño de los dos congeladores y lo abrió. Los técnicos habían vaciado el hielo, pero Lucie recordaba que el compartimento estaba lleno hasta el borde. ¿Por qué razón? Contempló la bañera e imaginó a Véronique Parmentier, la primera víctima, tumbada allí.
«Ahí está ella, inanimada. Agonla cree haberla dormido con sulfuro de hidrógeno pero probablemente está agonizando porque todos sus órganos se envenenan debido a la excesiva concentración de gas. Su ritmo cardiaco disminuye drásticamente. Desde el punto de vista del asesino, pasa a animación suspendida. En realidad, está muriendo, envenenada…».
Miró de nuevo el pequeño congelador, mordisqueándose los labios, y de repente lo comprendió.
—¡Dios mío, la enfrió con hielo!
Habló en voz alta, como si se dirigiera a Sharko. Miró hacia los bidones vacíos. Sin duda, sirvieron para llenar la bañera de agua del grifo y a buen seguro todo el hielo del congelador se utilizó para hacer descender la temperatura del líquido. Pronto, el cuerpo de Parmentier se enfrió. Sin embargo, la joven no se hallaba en estado de animación suspendida: ya estaba muerta. Philippe Agonla debió de darse cuenta enseguida de su fracaso en un inútil calentamiento, pues el corazón ya no latió de nuevo. Entonces decidió deshacerse del cuerpo y arrojarlo a un lago. No olvidó vestirla y calzarla. Todo debía parecer un accidente, un ahogamiento debido a una imprudencia.
La policía se sobresaltó.
—¿Todo en orden, teniente Henebelle?
La voz procedía de lo alto de la escalera. Uno de los agentes.
—Sí, todo en orden. Ningún problema.
Oyó rechinar la puerta y se concentró de nuevo mientras recorría la sangrienta estancia con la mirada. Agonla dejó transcurrir un año antes de pasar de nuevo a la acción. ¿Tenía miedo de que lo descubrieran? ¿Su fracaso lo desanimó? Sin embargo, en 2002, Hélène Leroy corrió la misma suerte. El rapto en su domicilio gracias al molde de su llave hecho mientras estaba ingresada en Les Adrets. El infierno en aquel sótano y luego la muerte a causa de una concentración aún demasiado elevada de sulfuro de hidrógeno.
De repente Lucie se dio cuenta de que agarraba un ladrillo en un rincón con las manos crispadas. Imaginaba la cólera, la hosquedad de Philippe Agonla ante aquellos fracasos. Volvió a la primera habitación —la de la luz blanca— y se situó ante la encimera alicatada donde aún había material intacto. Allí era, sin duda, donde el asesino había preparado las dosis. Lucie observó los pequeños esqueletos de ratones, a la izquierda. Imaginó a Agonla devanándose los sesos, mezclando una y otra vez sus infames productos químicos y experimentándolos con animales. Podía ver perfectamente a Agonla palpando el corazón detenido de los ratones y luego sintiéndolo latir de nuevo. El Grial.